Artículos y reportajes
“Hombre desnudo”, de Graham DeanLa soledad del que escribe

Comparte este contenido con tus amigos

La soledad del que escribe es también la soledad del que piensa, porque la escritura talla pensamiento en la palabra. De modo que la figura de la palabra es la forma del pensamiento que ha roto el privilegio de la soledad y penetrado en la ley social de los hombres. La literatura representa esa lucha entre el silencio donde se piensa e imagina, y el lenguaje donde se habla y escribe. Así, todo discurso escrito es, de algún modo, literario, en cuanto letra en movimiento, red de significados, significantes y significaciones: signos del sentido, radiaciones del centro. Toda escritura reposa en eso que se llama literatura, más que arte de la palabra escrita, arte de escribir pensamiento. Sólo quien tenga una aminorada visión de la vida puede suponer que el pensamiento se refugia en el discurso filosófico y científico, cuando, por el contrario, es en el oficio de la palabra donde más sostenida y creativamente se piensa. El habla interior del pensamiento y la escritura exterior del lenguaje nos aperciben de algo que ha sido dicho muchas veces: en la apertura, no hay adentro ni afuera sino la unidad de todo.

Habitar el lenguaje es habituarse a pensar: un ejercicio solitario que, de todos los oficios, pareciera el que más cerca está de la intimidad secreta de lo humano. Acaso el escritor hable, en símbolos, de cosas secretas, y la literatura no sea sino la confesión pública de una soledad que lo acompaña, letra viva con que se nombra a sí mismo. Decir el propio nombre es habitar la tierra en la palabra, y ser en la palabra significa estar vivo en el pensamiento. Desde esta perspectiva, el lenguaje es horizonte donde el hombre avizora el ser.

¿A quién escribe el que escribe? ¿A sí mismo? ¿A la alteridad de los otros? ¿A la otredad de sí mismo? Son preguntas, porque escribir se parece más a un preguntar que a una solución de problemas. En todo caso, la escritura es un acto solitario con reflejos solidarios en sus aguas. Nexo de ausencias compartidas, la letra une dos orillas, la tierra de signos y el mar del sentido, la geografía y la utopía, el tiempo físico y la eternidad metafísica, el acá del dibujo y el allá del vacío. La escritura es, a la vez, coherencia y contradicción, certeza y escándalo, porque si un mundo de cosas ha de ser dicho, un universo de otras ha de permanecer indicto. Entonces, la escritura comprende la presencia de esto que es —sentido y sonido— y la ausencia de aquello que no es –vacío y silencio. Algo cabe en la escritura y ha de ser puesto en la palabra, pero hay algo que no cabe en ella; y, precisamente, aquello que no cabe en la letra, que la rebasa y sobrepuja, que la incita desde vaya a saber uno dónde, es la entonación misma del misterio. Escribir es, en sí, un acto explicativo y metafórico, un hecho del razonamiento y la intuición, de la certeza y la incertidumbre.

Salvación del olvido, dibujo del deseo humano, escribir —en los textos en que el hombre urde la redacción de su memoria, intereses, necesidades y proyectos— es escribir la historia del ser en la tierra, y funda eso que podríamos llamar la biblioteca del mundo.