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“Auto de fe”, de Zoelia FrómetaZoelia Frómeta: Auto de fe

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Una de las mejores maneras de valuar un libro es sopesar las incitaciones que despierta. Por eso Auto de fe, de Zoelia Frómeta (Bayamo, Cuba, en algún tardío momento del finiquitado siglo XX) me resulta interesante, pone mi espejo a hervir pensante. Es un libro como una pedrada, un trompetazo, una cachetada dada sin alevosía pero con toda intención. Para romper la hipnosis.

Lo primero que me llama al diálogo (que eso para mí es la buena lectura: intercambio del sujeto con el texto) es su libérrima franquicia con el lenguaje. No se deja intimidar por las palabras. Sabe que si se las acepta a su modo se petrifican en ciertos sentidos arqueológicos. De ahí que haya que exprimirlas, dislocarlas, recolocarlas:

soy agua esmeril, la callada mariposa
que habita el instante que nombro
la utopía de Ser y juego a que Soy
tan inexistente como el tiempo
que va trazando el paso del caracol
sobre un río de ingravidez infinita, larva
en mi boca azafrán y canícula.

La autora no parece tener que dedicarse a cazar o amansar palabras. Antes bien parece que éstas acuden a ella obedientes, como limalla al imán. Tal es la variedad y espontaneidad en el uso verbal que asoma de su verso.

Este es un libro hecho de distancia, de negación, de cuestionamientos, de refutación a lo que se espera del sujeto y afirmación de lo que crece desde dentro, en medio de la soledad y el desamparo, de permanente viaje hacia el ser. El sujeto lírico es alguien que ha puesto lejanía por medio de asuntos de su más doloroso interés, forzado por una irreductible ansia de ave en aires sin tropiezos. Sin embargo, una conquista trae la inconveniencia de la nostalgia y la soledad. Pero ¿no es que el distinto siempre está solo? ¿No lo carcome perennemente la nostalgia del no sucedido? ¿Cómo tener seguridad de algo en un mundo tan incierto? Una de las magnitudes visibles del genuino explorador es su dubitación. Ese fervor con que voltea todo y rasga y desvela y observa y pregunta.

¿Qué hay oculto en estas sombras que silencian?
¿Qué desarraigo colma el gesto
como si temiera desplomarse al tacto de muda cicatriz?

Como toda poesía de búsqueda hay un intento de definición, o mejor definiciones, empezando por la propia. La ambición por conocer intenta definir, o sea, apropiarse lo externo mediante un cuerpo lógico asequible, convincente y manipulable. Es punto de partida para sucesivas rupturas y nuevas disquisiciones. Pero toda actitud cognoscente, para que sea válida, debe partir de la persuasión acerca del propio sujeto que conoce. ¿Cómo estar cierto de lo que se conoce sin tener certeza sobre quien conoce? Así el sujeto lírico una y otra vez escarba piel adentro para ventear, mirar, palpar, arúspice que calcula respuestas en sus propias entrañas:

¿Quién soy? ¿Cómo despojarme de esta carne
que carga un siglo de idolatrías?
Al yo lo turba la incertidumbre:
Acaso también inventé una apariencia
un discurso, una isla y sus fervorosas máscaras
Pero también lo precipita el ansia:
Si yo fuera, digo, menos reo
de mis perfecciones y costumbres.

Debe mirar hacia atrás y hacia delante. Desgarrar la piel de lo que ha sido pero sin negarla ni negarle la debida simpatía:

...soy mi existencia
y el temblor de mi carne
y la osamenta noche
que cae sobre mi alma
también fui la que hice pacto
con la herejía y la voluntad del vino

Esa aceptación total es la única manera de vindicar todas las estaciones del yo y restaurar el mapa completo y complejo por donde avanza nuestro discernir y nuestra ansia de resurrección.

Es esta tensa avidez de hallarse la que determina una mirada y una voz. No se trata sólo de alcanzar una respuesta final sobre el yo. Es conseguir un asidero de consistencia para tentar un mundo para nada cierto ni firme. ¿Qué hacer si se tambalea el propio ser en la indeterminación? Debe haber una tabla imperturbablemente flotante para sortear el crispado mar del desconcierto.

Quiero entrar en mi caracol
y ser ojo, asombro, aspaviento, infinito.
Ser, la copa, el ritual...

Es esta ansia de reafirmación la que sostiene la voz náufraga y débil salvándola de la desaparición. La travesía hacia el ser es un viaje solitario:

El viajero echa sus plegarias al viento
cual soplo de ilusión gastada.
El viaje es fuego y duda.
El viajero está al borde
en medio de la soledad.

Pues de eso se trata, de viaje. El discurso poético es bitácora de travesía. El yo va desde lo conocido a lo inefable, de aquello que lo rechaza a lo que lo recibe sin aceptarlo totalmente, de lo estipulado o esperado a lo arbitrario e imprevisto. Es así que la voz poética se identifique con Ulises, el viajero incluso a su pesar. No importa que ame “el mar, la paz, mi casa, el cosmos que soy”, siempre hay un algo más que se instala instigante en la nostalgia o el deseo, un fātum inevitable que nos arroja a las olas:

Ser no es solo duda y naufragio, sal y delirio del viaje.
Nadie que yo sepa podrá salvarme... Yo, Ulises, el astuto, bebí todo el mar en un trago de infinita sed.

Es esa “infinita sed” ante lo insondable y lo desconocido la que empuja al poeta. Quedarse, no importa cuán confortable y cierta sea la isla salvadora, es adormilar las preguntas, acallar las ansias, desarraigar las pulsiones. Fijarse en la arena de la derrota antes de tiempo.

En definitiva, como un viajero einsteiniano, andar es un modo de, si no detener, al menos ralentizar el tiempo Lo que está prohijado por el tiempo es alimento seguro de la muerte. Tiempo que zozobra en horas perdidas es ineluctable acercamiento de la muerte. No hay que detenerse si se quiere evitar que ella nos alcance antes del cansancio y el naufragio final.

La tarde y el tiempo en su corazón
extreman sus pequeños remiendos cotidianos
mientras contempla a solas el paso hereje, siempre personal de la muerte.

Muerte y tiempo son cómplices. Esos “remiendos cotidianos” son los ardides del viajero que tiene que emplearse a fondo para que no haga aguas su barca.

Sin embargo no siempre los remos nos llevan donde queremos. A veces nos arrastran las corrientes de determinadas fatalidades, coyunturas, turbulencias desde encima y desde fuera. Uno no sólo va donde puede sino donde le empujan, aun a su pesar:

Madre, yo no quería profetizar.
Ni saber el destino de esta ciudad.
Yo quería ser sólo la muchacha
que recoge cardos en las tardes
para los amigos y los muertos.

El yo en su última circunvalación por los mil vericuetos de encuentros y desencuentros aspira a lo más simple, a ser lo más sí mismo, alguien con un delicado gesto hacia aquellos que le confieren sentido y certeza. Humilde recogimiento en el ser, máxima sabiduría para cualquier realización.

Entre la candente experiencia del pasado y la dolorosa distancia del presente se debate el sujeto. El porvenir es sólo un hueco polvoriento. La voz poética hurga entre las pavesas de la familia, los amigos, el mundo que le han traído las lecturas. Los mitos sirven como prismas para descomponer una luz demasiado potente para mirarla de frente. Y así puede sentirse Minotauro, Julio César, Quijote, Eurídice o Casandra. Son individuaciones de otros tantos viajes que se reflejan en el propio y los asume como parte de su propio devenir.

El poema es territorio de comprensión y sensatez. Aquí se articulan las mil fuerzas contradictorias y el caos alcanza un diseño orgánico. Si hay un texto que confiere una mirada coherente y aclaratoria es “Como un gamo ciego por la pradera desierta del poema”:

Fugitiva la noche se desliza por el poema
como un gamo ciego por la pradera desierta.
...
Soy el peregrino, lloro
como lloraron los ausentes. Mi cara
no está, se confunde en la transparencia
oscura del cristal.
No lamento esta soledad de octubre
y abriles, insaciables y sucios.
La muerte me vigila. Es aullido largo
y suave, atajo de versos
...
Mientras, la vida obliga a su salvaje strip-tease
y no podemos negarnos
y no sabemos si hay elección...

Los textos de Zoelia son sufridos, palpitantes, impuros pero auténticos como realidad terrenal. Hablan de una experiencia personal que se debate con su tiempo y con miradas en conflicto. Con una notoria locuacidad funcional y no pocos asombros tropológicos, inquieta por la cercanía y peso de sus asuntos, así como por el latido de desesperada honradez que se siente entre palabras.

Auto de fe, castigo por desviarse de una creencia, no siempre es el que nos infligen por dudar de aquello que se nos impone. Puede ser, verdaderamente muchas veces es, la pena que nos auto aplicamos por desdecir nuestra propia fe, por negarnos a nosotros mismos, por cerrarnos las ventanas de la percepción más personal. De manera que al confrontarnos e incendiarnos como un pabilo empapado de culpa, rescatamos nuestra inocencia primera y volvemos al camino verdadero. El poema alcanza la magnitud de lo que vale y pesa:

Un verso como epitafio que olvido
sobre la página en blanco, mutación de lo que soy
y no soy, cuando al alba el canto del rocío sobre mi cara
me devuelve la certeza de Ser.

Así, tras dolorosas renuncias y aceptaciones, insólitos descubrimientos y arduas interrogaciones, logra el sujeto poético la liberación que le permite saldar lo transitado y echarse de nuevo a la mar, sin perder la vocación que lo inspira. Eso queda tras la lectura de Auto de fe.