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Hospital

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Francisco pidió un café solo, cargado y sin azúcar. La cafetería, a esa hora de la madrugada, se asemejaba a una calle solitaria, perdida en medio de la nada con efectos sonoros y ruidos desgarradores. Era una cafetería en el interior de un hospital, no cabía duda de eso. Juntó sus manos hasta convertirlas, de manera espontánea, en una oración; mucho tiempo había transcurrido desde la última vez que rezó solicitando un favor a Dios, tanto que había olvidado cómo hacerlo. Era cierto, el hombre sólo recurre al Señor cuando sabe que todo está perdido. Durante un breve rato trató de articular una plegaria o algo parecido; lo intentó con insistencia, sentía la necesidad de hacerlo por su esposa, quien en ese momento se encontraba agonizando en una cama de ese hospital.

Desde su trinchera, el dependiente de la cafetería observaba el sufrimiento de Francisco, quien para entonces tenía el rostro partido en dos mitades oscuras, dos mitades marcadas por la agonía de saber que en cualquier momento llegaría la noticia que tanto temía, aquella noticia que trae bajo su abrigo el mensajero de la muerte. ¿A cuántos hombres había servido café sin azúcar?, pensó el dependiente mientras reflexionaba que en esos casos lo mejor era no tratar de endulzar la sensación que el cuerpo siente cuando un familiar o amigo se encuentra a punto de partir hacia el otro lado. El dependiente decidió abandonar su trinchera tras la caja registradora, no era su costumbre entrometerse en la vida de los clientes, nunca lo había hecho, pero al ver la cara de sufrimiento de Francisco, sintió la necesidad de brindarle un poco de consuelo.

—Puedo ayudar en algo —dijo el dependiente mientras deslizaba por la barra una nueva taza de café en dirección de Francisco.

—No lo sé. No lo creo —respondió éste. Asfixiado, incómodo.

—Llevo mucho tiempo trabajando en este sitio —replicó el dependiente—. Estoy seguro de que le puedo ayudar, siempre y cuando usted quiera contarme lo que le sucede.

—(...)

—¿Familiar o amigo? ¿Por quién está sufriendo de esa manera? Vamos. Desahóguese.

—(...) Se trata de mi esposa. Hoy por la tarde me llamó por teléfono, quería darme una sorpresa, su voz sonaba tan animada. Dijo que me apresurara en llegar a la casa. En cuanto llegué, llamé al timbre. Justo ese día había olvidado las llaves. Yo nunca olvido las llaves, pero ese día lo hice. Cuando por fin pude entrar, vi a mi mujer tirada en el piso de la sala, junto a ella estaba el teléfono descolgado. No había sangre en su cuerpo ni golpes, nada. Era como si se hubiera desvanecido, como si hubiera decidido dormir, así, sin más. Ahora la sorpresa es que se está muriendo.

Francisco resopló y dejó de hablar, su rostro aún seguía siendo una masa oscura.

—¿Cuánto la quiere? —preguntó el dependiente.

—Ella es mi vida, es mi razón de existir —respondió Francisco hundiendo su cabeza en medio de sus brazos.

El dependiente tomó la taza de café que aún se encontraba llena y se dirigió hacia el interior de la cocina, atravesó una puerta de vaivén y, tras unos breves minutos, volvió a salir con una nueva taza de café humeante y sin azúcar.

—Este no es mi estilo, yo nunca ayudo a nadie, pero con usted haré una excepción —señaló el dependiente tras ubicar la nueva taza de café en la barra—. Le contaré una historia —continuó—, si la cree o no, será asunto suyo. Deberá prometer que escuchará con atención y que lo hará con paciencia. Es muy importante tener paciencia.

Francisco permaneció sentado en la misma posición, con la cabeza en medio de los brazos como tratando de esconderse de aquel testarudo dependiente. Intuía que no se libraría de él a menos que aceptara su ayuda, así que prometió a regañadientes escuchar con paciencia y atención su relato.

—Vamos a ver. Mi abuelo fue el primero en trabajar en este hospital, prácticamente con él se inauguró este sitio. En aquel tiempo, sólo existían pequeñas salas, cuartos más bien, destinados a urgencias y a consultas en general, la especialidad vendría con el paso de los años. Mi abuelo trabajó en esta misma cafetería, aunque en ese entonces no era tan bonita como lo es ahora. El hijo de mi abuelo, es decir mi padre, creció jugando por los pasillos de este hospital. Para aquel entonces, el hospital ya había despegado, una inyección monetaria proveniente de inversores extranjeros fue la clave del crecimiento. Se construyeron los edificios donde ahora funcionan: las consultas de especialidad, los laboratorios, la zona administrativa, el área de terapia intensiva, etc., etc., y una sala dedicada exclusivamente al cuidado de niños con enfermedades terminales. Esa zona, en la actualidad, se encuentra cerrada. Cuando mi padre creció, tomó la batuta de mi abuelo y lo reemplazó tras la caja registradora de la cafetería; era la segunda generación dentro de mi familia que trabaja en este hospital. Luego, mi padre se enamoraría de una muchacha de la limpieza, con la cual terminaría casándose y teniéndome a mí. Yo también crecí jugando por los pasillos de este hospital, hasta que me tocó el turno de reemplazar a mi padre y así convertirme en la tercera generación de mi familia en trabajar en la cafetería.

Cuando el dependiente se detuvo para recuperar el aliento, Francisco lo interrumpió diciendo tajantemente:

—Ya escuché suficiente. Su historia es conmovedora y le agradezco, pero ahora quisiera estar solo si me lo permite.

—Prometió escuchar con atención y tener paciencia —replicó el dependiente—. ¿Por dónde iba? —continuó—. ¡Ah ya lo recuerdo! Decía que conmigo era la tercera generación de mi familia que trabajaba en este hospital. Durante las vacaciones de la escuela, yo me veía obligado a permanecer casi todas las mañanas encerrado dentro de este edificio y, para pasar el tiempo, visitaba a los únicos niños que vivían en el piso destinado a los enfermos terminales. Recuerda que mencioné que esta zona en la actualidad se encuentra cerrada, restringida mejor dicho. En ese lugar conocí a muchos chicos que más tarde se convertirían en amigos muy queridos. Eran tantos, pero estaban tan enfermos, tan tristes. Recuerdo que una tarde de aquellas, entré llorando a la cafetería, tendría once o doce años, no más. No quería que mi padre me viera en ese estado, así que me escondí detrás del congelador, pero tales eran mis lamentos que mi padre al final terminó por descubrirme. ¿Qué haces ahí metido?, me preguntó. Se trata de uno de los niños del área de enfermos terminales, respondí, está muerto y no pude despedirme de él. Mi padre, al verme tan desvalido, me apretó contra su pecho para darme un poco de calor, luego me pidió que me siente frente a él. Me contó una historia de su niñez, me dijo que él también tuvo muchos amigos dentro del hospital, pero que lamentablemente murieron a causa de sus graves enfermedades. Me dijo que uno de los niños del área de enfermos terminales le enseñó a soportar el dolor causado por la pérdida de un ser querido. ¿Y cómo se hace para soportar ese dolor?, le pregunté. Él me contestó que aquel niño sabía desde un principio que moriría joven, pero que él no tenía miedo, al contrarío, estaba agradecido por la vida que le tocó vivir. Mi padre me confesó que ese niño se convirtió en un ángel y que por esa razón no sentía temor por la muerte. Después de escuchar la historia de mi padre, me sentí más tranquilo. Visité con regularidad el área de enfermos terminales hasta que la cerraron por falta de dinero y se convirtió en zona restringida. Eso fue hace unos cinco años aproximadamente. Un día, luego de cerrar la cafetería, tuve un impulso y decidí adentrarme en la zona restringida, quería por última vez visitar aquel sitio y rememorar mi infancia. Y en ese momento los vi, ahí estaban todos, mi padre tenía razón, todos los niños que habían muerto en aquel lugar se había transformados en hermosos ángeles. Danzaron a mí alrededor y eran preciosos y brillantes. Sus alas eran blancas y negras, resplandecientes y fugaces. Me contaron historias, algunas acerca de ellos y sus poderes. Tenían cabello, yo los recordaba calvos, débiles y tristes. Ahora, son felices, sonrientes y rosados.

El dependiente suspiró al terminar su relato. Francisco permaneció impasible. Escuchó toda la historia, pero no creyó ni una sola palabra.

—Ya escuché suficiente —dijo—, ahora tengo que irme, mi esposa me necesita.

—Espere —intervino el dependiente, sosteniendo a Francisco por uno de sus brazos—. Aún falta algo por contar y esto sí le puede interesar. Una de las historias que me contaron los ángeles —prosiguió el dependiente— trata sobre el poder curativo que poseen las plumas de sus alas. Es importante tener paciencia con ellos. La paciencia es la clave de todo. Una pluma de sus alas es capaz de curar cualquier enfermedad. Si le he contado esta historia es porque creo que ellos le pueden ayudar a salvar a su mujer.

Francisco enmudeció al escuchar las palabras que estaba diciendo aquel sujeto. ¿Existía acaso una receta celestial capaz de curarlo todo? Patrañas, mentiras, pensó; aquel sujeto no era más que un loco de atar, así que abandonó la cafetería sin despedirse y sin mirar atrás.

El área de cuidados intensivos, donde estaba ingresada su esposa, se encontraba de camino a la zona restringida. Francisco no creía en la disparatada historia que acababa de escuchar de labios del dependiente de la cafetería, pero en su desesperación, terminó por ingresar al lugar donde, supuestamente, se encontraba la solución a su problema. Retiró las cadenas que envolvían unas puertas metálicas y de un empujón las abrió. Acto seguido, sus ojos se maravillaron al ver cientos y cientos de niños alados jugueteando en el aire, revoloteaban sus magníficas alas blancas y negras tal cual lo había narrado el dependiente en su historia. Un ángel se percató de su presencia y fue a su encuentro.

—Has venido a jugar con nosotros —le preguntó.

—No, yo vengo...

—Entonces vienes a bailar. Eso es, vienes a bailar.

—No, por favor escúchame. Necesito de tu ayuda.

—Primero una adivinanza —dijo el pequeño ángel rodeando a Francisco con sus alas—. Luego, continuaremos con un cuento y después jugaremos y bailaremos. ¿Qué te parece?

—No, no tengo tiempo. Escúchame, por favor —Francisco empezó a impacientarse, el único pensamiento que cruzaba por su cabeza era el de su esposa envuelta en unas frías sabanas grises. Si no hacía algo y pronto, ella moriría—. Mi esposa está grave, se está muriendo, necesito de tu ayuda y que me entregues una pluma de tus alas, después, prometo regresar para jugar todos los juegos que quieras, escuchar todos los cuentos que me quieras contar y bailar hasta caer rendido en el suelo. Pero ahora necesito tu ayuda.

—Está bien, te ayudaré —dijo el pequeño ángel—. Pero primero una adivinanza. Luego te entregaré la pluma.

—Vale —respondió Francisco.

—Aquí va, ¿estás preparado? —señaló el pequeño ángel esbozando una sonrisa—. ¿Qué hora es la que rezamos, duerme el sol tras los oteros y se entristecen los amos pero no los jornaleros?

Francisco pensó la respuesta, pero por más que intentaba descifrar la adivinanza no encontraba salida al enredo de palabras propuesto por el pequeño ser alado. La imagen agonizante de su mujer recostada en un féretro era la única visión que su mente hilvanaba. Presa del pánico, tomó una contundente roca, que apenas si cabía en la palma de su mano y mató a golpes al pequeño ángel. De inmediato y al unísono, un coro de voces se oyó por todo el lugar, eran los demás ángeles clamando por la caída de uno de los suyos. Francisco huyó, no sin antes arrancar varias plumas del maltrecho y ensangrentado ser que acababa de matar con sus propias manos.

Cuando llegó hasta la habitación donde se encontraba su esposa, depositó una blanca pluma sobre su cuerpo y observó cómo, de pronto, todo síntoma de enfermedad desaparecía dando paso a la vida. Los médicos no daban crédito a lo sucedido, algunos atribuyeron el suceso a un milagro.

Pasados los meses, Francisco regresó al hospital; quería contarle lo sucedido al dependiente de la cafetería y también agradecerle por su ayuda, ya que sin su historia hubiese sido imposible salvar a su mujer. Conversaron durante horas, parecían dos viejos amigos platicando del pasado y sus penas, a viva voz y sin recelo.

Al día siguiente de la visita de Francisco, el dependiente se encontraba muy contento por lo sucedido con aquella mujer. Su oportuna intervención había salvado una vida y una familia. Esa misma tarde, visitó la zona restringida, hacía meses que no iba para ese lugar. Al llegar, descubrió algo espantoso, cientos de pequeños cuerpos se hallaban esparcidos por el suelo, sus alas estaban rotas, su brillo había desaparecido y las ratas devoraban sus restos. Permaneció paralizado, inerte como una piedra, admirando aquel macabro cuadro, hasta que una imagen celestial lo despertó, era un ángel, el único sobreviviente de la masacre, sus ropas estaban teñidas de sangre y en una de sus manos sostenía una pesada piedra. Sosteniendo la mirada en dirección del dependiente, el ángel dijo:

—He aprendido a matar.

En ese momento, el dependiente comprendió su culpa y arrancó a llorar, había traído al hombre y con éste vino su maldad. Dejó atrás al pequeño ángel de la muerte rodeado por ratas, prometiendo nunca más regresar a ese maldito lugar. Y es que, para dar vida, es preciso quitar otra.