Letras
El ojo de la cerradura

Comparte este contenido con tus amigos

“Recuerdo cuando cerré los ojos y decidí no ver nada más. Desde aquel momento empecé a convertirme en lo que soy ahora. No fue culpa de nadie más que del miedo a perderlo, a abandonar lo que conocía, a indagar nuevos caminos, a estar sola. Había escuchado muchas veces que siempre se está mejor solo que mal acompañado. Pero cuando te ponen delante el pastel de la soledad, no apetece probarlo. Te quedas con el empache de lo que conoces porque, por lo menos, sabes lo que pasará luego, y eso te da calma.

”Cuando escuchaba en televisión los testimonios de mujeres que hablaban de sus vidas maritales, y contaban cómo habían dejado que sus esposos las molieran a palos sintiéndose ellas culpables de la situación, pensaba entre mí que esas mujeres no eran valientes, que soportar las palizas era un signo de poca fe en una misma y, desde luego, que jamás dejaría que algo así me sucediera a mí. Pero no te das cuenta. No aparecen los malos tratos anunciándose por la puerta, después de pulsar el timbre. Aún hoy no entiendo cómo ha podido hacer de mí y conmigo lo que ha hecho. Todavía hoy lo disculpo y, a veces, me descubro a mí misma echándome la culpa. Es como una vocecilla interior que me va hablando cansinamente, que me va repitiendo que me lo merezco por no ser más alta, más delgada, más guapa, más hacendosa, mejor cocinera, más como él quiere. Y cuando me doy cuenta es cuando siento el corazón latiendo muy fuerte, casi escapando de mi tórax, entonces mis manos tiemblan y mi razón me devuelve al momento presente. De pronto me acuerdo de que ya no debo exigirme tanto a mí misma, de que sólo tengo que ser yo, y no simular ser lo que él dice que sea, porque, afortunadamente, ya no está conmigo.

”Ahora entretengo su pavoroso recuerdo con actividades que me alejan del pasmo y de la sorpresa. Pero aún así me sobrevienen ocasiones en las debo dejar que fluya y se represente ante mis ojos un retazo de película de mi vida con él. Y me quedo muy quieta, en cualquier lugar donde esté en ese preciso instante, y contemplo cómo el pasado se sobrepone al presente y me veo, como en una película, actuando ante mis pupilas aterrorizadas”.

Ella estaba embarazada, casi a punto de dar a luz, cuando él destrozó el plato, en el que le había servido la cena, contra la mesa. Ella acababa de preguntarle por su trabajo y por respuesta ajironó la porcelana de la vajilla. Luego empezó con los gritos y los insultos. Abandonó el comedor y se encerró en la habitación de matrimonio. Ella, presa de las lágrimas desesperadas, fue tras él y llamó con sus nudillos a la puerta. “Déjame entrar, ¿qué te ha pasado?”. Y sólo obtuvo un “vete a la mierda, déjame en paz, déjame”. Y su silencio que tanto dolía fluía enmarañado en las voces del televisor. Ella se refugió en la cocina y prendió un cigarrillo, pidiendo antes perdón a su tripa abultada, donde su bebé se estaba preparando para nacer. Desde allí oía el murmullo de la televisión y rezaba a su Virgen, porque es muy devota, para que su marido saliera, la abrazara y nada de aquello hubiera sucedido nunca. Bebía agua y apagaba en la fregadera el cigarro a medio consumir. Luego regresaba y se plantaba ante la puerta del dormitorio y volvía a llamar, esta vez más ligera y débil. “Ábreme, hablemos, qué te pasa, qué he hecho”. Y su respuesta seguía siendo aquel despreciable silencio que le daba a ella en la cara y se la dejaba alborotada de lágrimas. Cansada de una espera inclemente, se marchaba al sofá. Se tendía en él rodeando su barriga con las palmas de sus manos, pidiéndole a su niño no nacido que fuera fuerte, que su mamá lo adoraba, que no pasaba nada, que todo estaba bien. Y llorando, el sueño la libraba de la oscuridad de la noche y del frío de los abrazos no dados.

“Pero cuando estábamos bien era muy amable conmigo. Una vez me compró una cazadora de piel de la que me encapriché. Todo el mundo me miraba en aquella tienda. Creo que nos costó muy cara y me la regaló. Yo me sentía muy feliz porque me quedaba muy bien y porque él me acarició la cara y me dijo que me lo merecía. Aquella tarde paseamos por el centro comercial cogidos de la mano. En la otra, llevaba yo mi chaqueta recién comprada. Parecíamos una pareja de enamorados. Y yo me sentía muy feliz y él bromeaba y me decía cariñosamente que siempre me salía con la mía. Entonces pronuncié la pregunta del millón: que si me quería. Se puso serio, me soltó la mano y cambió de expresión. Le dije entonces que el escaparate de la tienda por la que pasábamos estaba diseñado con mucho gusto. Para cambiar el tema. Porque veía que algo lo estaba disgustando”.

Nunca le había dicho que la quería. Ella se lo imaginaba porque por eso estaban casados. El código del amor era un tema tabú para él. Ella había llegado a pensar de todo: que tenía a otra, que era homosexual... Hasta que se dio cuenta de que tal vez estaba gorda, de que no vestía bien y de que llevaba el cabello mal peinado. Entonces empezaba un plan de adelgazamiento que la dejaba en los huesos, porque ella nunca había estado gorda, ni siquiera rellenita. Vestía mejor, y se iba a la peluquería. Pero él no se daba cuenta de sus cambios. Y ella volvía a sentirse desgraciada, apocada, mala persona y a veces deseaba regresar a la niñez, o mejor aun, no haber nacido.

Las noches en las que él le permitía dormir en el lecho de los dos solía ponerse un perfume muy caro, que compraba únicamente para él. Pero de nada servía porque siempre se lo encontraba durmiendo, con el mando del televisor asido a las manos, como si fuera lo más importante de su vida. Si apagaba la tele, él se despertaba y renegaba. Le gritaba que esa noche no iba a dormir si no era con la ayuda de una pastilla y que lo ponía nervioso. Entonces ella se levantaba y, a tientas, regresaba al sofá. Allí volvía a pensar en qué habría hecho mal. Por la mañana se cruzaban en la cocina y no se daban los buenos días. Él se marchaba a su trabajo dando un portazo de adiós y ella se acababa de arreglar para ir al suyo. Nadie en el empleo de ella sabía nada. Y si alguien le descubría su mal aspecto, solía contar que el niño no la había dejado dormir demasiado aquella noche. Todos sabían que era muy afortunada en su matrimonio. Siempre iba a todas partes con su marido. Nunca iba sola. Él estaba muy pendiente de ella en cada momento y la llamaba al móvil bastante. Eso era para los demás el signo del amor profundo que él le profesaba. Las paredes de su casa sabían la verdad, pero las paredes no tienen labios y no saben decir las palabras adecuadas a las gentes convenientes.

La primera vez que la insultó estaba embarazada de tres meses. Su cuerpo empezaba a adquirir la curva en la que se engendran sosegadamente los no nacidos. Pero estaba guapa, muy guapa. Sin embargo, aquella tarde él quería llevarla a pasear por la montaña y ella se negó. Pensó que una caminata así no le convenía precisamente en aquel momento de su vida, que tenían que relajar las costumbres y ella, desde luego, descansar más. Cuando ella le propuso pasear tranquilamente por la arena, en la orilla del mar, él la llamó gorda. Le dijo que a ese paso se convertiría en una obesa incapaz de estimular sexualmente a nadie. Ella se quedó de cera y fue incapaz de contestarle porque le parecía que lo que estaba oyendo en ese instante era parte de una alucinación. Él se dirigió a la habitación de matrimonio, se tendió sobre el lecho, encendió el televisor con el mando a distancia y se echó una ventosidad. Ella, de pie en medio de la sala de estar, no supo reaccionar más que llorando. Tampoco entendió el porqué se quedó muda cuando las lágrimas acudieron a sus ojos en procesión, como un discurso de clemencia hacia una escena inaudita y sorprendentemente macabra.

Aquella tarde él empezó a manejar la situación como quiso y ella se dejó hacer. Por impotente, por incrédula, porque nunca se imaginó que su marido sería como aquellos hombres de los que hablaban en los programas de tertulia algunas mujeres. Pensándolo bien, una vez tuvo un caso así en su consulta. Una mujer le habló de su relación matrimonial y acabó confesándole el dolor que le causaba su marido, las palizas que le daba y las estrategias que buscaba ella todo el tiempo para que sus hijos no vieran lo denigrante que era, para ella, ser esposa de aquel hombre. Ella, como psicóloga, recurrió a las páginas de un manual sobre los malos tratos y calmó a la mujer lo mejor que pudo, mientras llegaba una colega más experta en esos temas. Con la ayuda de la otra especialista trataron el caso, y la mujer consiguió desprenderse un poco del sambenito de la culpabilidad. Luego, al cabo de unos meses, aquella mujer recurrió a ella otra vez. Pero ahora fue para agradecerle la comunicación, el interés y la ayuda que le brindó. Ella la escuchaba sorprendida y feliz. Había vuelto a ayudar a alguien. Amaba esta profesión. Aquella mujer se separó de su marido y se encontró con ella misma. Nunca dejó de tener al menos una brizna de miedo, como le dijo.

A ella ese testimonio le había impresionado. No era su especialidad. Ella trataba los problemas relacionados con los jóvenes: déficit de atención, drogas, trastornos alimentarios. Pero malos tratos... aquel fue su primer caso.

Una vez, ella pensó en aquella mujer. Fue tras una pelea con su marido. Una voz interior le habló de ella y de la similitud de los casos.

“Pero nunca me ha pegado. Él sería incapaz de ponerme la mano encima. Discutimos mucho, es cierto. Pero no es como el marido de aquella mujer. Yo tengo una carrera. Soy psicóloga. No tengo el perfil de mujer maltratada y él tiene una carrera y una cultura y una educación: habla idiomas. Seguramente esto es normal. Nos imaginamos que la vida tiene que ser como en las películas y no. El matrimonio tiene sus altos y sus bajos y ahora él está totalmente agobiado por su trabajo y se escapa de él como puede. Yo me pongo demasiado exigente y no lo comprendo. Debo hacer más por entenderlo. Por ayudarlo. Creo que tiene una depresión por el estrés del trabajo y no se da cuenta. Tengo que hacérselo ver. Iremos a consultar al doctor Flores que es muy convincente y que él escuchará y cuando se esté tratando todo cambiará y será como antes”.

Cuando le habló de la posibilidad de que él tuviera una depresión y de que el doctor Flores podría ayudarlo, y así todo sería como antes, los insultos y los gritos aumentaron para hacerse parte del matrimonio, como para las parejas normales serían los besos.

Él no estaba loco, decía, él estaba agobiado y harto de ella porque ella siempre estaba con lo mismo. Él necesitaba descansar de ella y por eso ella tenía que irse de casa e instalarse un tiempo en casa de sus padres y meditar sobre lo que estaba haciendo en su matrimonio. Él la acusaba de no quitarse la bata de psicóloga en casa. De analizarlo todo, de fiscalizar todos sus movimientos. Y ella, con dudas siempre, le pedía perdón y lloraba sin poder poner freno a esas lágrimas que querían provocar un regreso al amor de antes. Pero él ya se había convertido en una fiera y probado el sabor del reo en el hogar. Y le había gustado. Dominaba todo en aquella casa. Con una palabra era capaz de conseguir que ella se metiera en la cama y llorara horas y más horas, mientras el bebé de los dos dormía envuelto en el desprecio del padre hacia la madre y la protección de la madre hacia el hijo.

Si alguien, por casualidad, llegaba a aquella casa sin avisar, ella se lavaba la cara, mecánicamente, y atendía al huésped con la mejor de sus sonrisas. La gente no preguntaba nada porque él salía a recibir a la gente, y le daba un azote de cariño en el trasero a ella. Saludaba al visitante y servía una copa de cava, o una cerveza o lo que se terciara, e iniciaba una conversación amena salpicada por las risas de los dos.

Cuando el intruso se marchaba, la llave daba su vuelta en el bombín y él ordenaba que limpiara todo aquello y regresaba a su cuarto, el antiguo cuarto de matrimonio que ahora era sólo de él. Desde que tuvieron al niño, ella se vio durmiendo en otra habitación, con el bebé. Para atenderlo mejor, se decía al principio. “Porque yo tengo la baja por maternidad y él debe ir a trabajar”, se justificaba. Porque él la había echado de su lado como echaba todo cuanto le estorbaba en su vida. Pero eso ella no quería entenderlo porque era demasiado grave, demasiado irreal. Tal vez, por defecto profesional, no quería admitir su realidad y por eso no razonaba las circunstancias, dejaba que la atropellasen estoicamente. El dolor se fue convirtiendo en un aliciente más de su vida. Cuanto más la hacía padecer él, más dentro se sentía ella, más cerca del marido, más atada a su manera de querer e infinitamente culpable por provocar su ira y no saber qué botón tocar para calmarla y hacerle sonreír.

Cuando su hijo cumplió los dos años ella se quedó embarazada de nuevo. Aquella noticia cayó en el matrimonio provocando el mismo efecto que le causó al Titanic el trozo de iceberg. Ella deseaba fervientemente aumentar la familia. Adoraba a su hijo y quería darle un hermano. Él decía que aún no era el momento, que no estaba seguro de su matrimonio, que no funcionaba en nada, que no quería aquel hijo que desde el vientre de ella oía los gritos de su padre. Ella era consciente de las dificultades de todo. Sabía que él no la estaba tratando como a ella le hubiera gustado, pero un hijo era un hijo. No estaba dispuesta a discutir. La vida le cerró la puerta. A los dos meses el ginecólogo le comunicó que el feto podía padecer el síndrome de Down. Él estaba de viaje por trabajo y ella le telefoneó inmediatamente llena de dolor. Su consejo fue que buscara ya, sin demora, un nuevo ginecólogo que le practicara una prueba invasiva que le hiciera a él salir de dudas.

Los médicos aconsejaron que esperaran un mes para realizar un tipo de prueba menos agresiva. Pero él decidió que no podía estar un mes viendo a diario la barriga de su mujer e imaginando que dentro de ella se gestaba un niño subnormal. Ella no tuvo el valor de nada y se dejó llevar. A la semana de conocer la noticia le practicaban una improvisada prueba invasiva en la que un bisturí cortó un pedazo de vellosidades de Corion. Tardó tres días en empezar a sangrar. Luego, estuvo perdiendo al feto durante cinco largas semanas. Postrada en una cama de hospital y rezando a su Virgen.

“Llevo ingresada 26 días esperando que Dios ponga su mano y tape el agujero por donde se escapa el líquido que necesitas. He rezado a la Virgen y te he ofrecido para ponerte su nombre si te salva. Pero no me escucha nadie, pequeña. Tú estás luchando por tu vida más que todos nosotros porque en un dedo de agua pataleas furiosa desafiando a esa muerte que estos médicos te pronostican en cada ecografía. Pero tú luchas, tienes la fuerza de la vida en tu ser y me das a mí los ánimos para seguir incubándote y olvidarme de la sangre, que, a veces se escapa con la fuerza del cava saliendo por el cuello de la botella. Me han dicho los médicos que morirás durante este fin de semana. Pero yo creo que no, que todavía no es tu hora y que Dios te va a ayudar, hija. Te vas muriendo en mi interior y no puedo meter mi mano y arrullarte. Ni siquiera rozarte con mis dedos o decirte que no te vayas. Cuando te duermas, no sé cómo voy a olvidar todo esto. Me han dicho que no vendrás nunca, que te mueres, que ya no puedo hacer nada”.

Cuando le indujeron el aborto, un feto femenino y sano salió de sus entrañas, muerto, entre las manos de látex del doctor. Ella abrió los ojos y contempló aquel pedazo de carne con ojos fijos y oscuros que la miraban desde la muerte. Él se había marchado a otra sala, ordenándole antes que no mirara al feto porque jamás olvidaría algo así. Y en eso sí tuvo razón. Porque ella jamás perdonó aquel crimen. Jamás le perdonó que él no la alentara a seguir, a pedir una segunda opinión, a echar adelante el embarazo. El feto muerto fue el regalo del amor de él por ella, y ella empezó a comprender, en ese instante, que quizá su relación de pareja no fuera del todo normal.

“Sólo lo he visto feliz cuando nos dijeron que esperábamos una niña. Se emocionó. Llamó a sus padres y se lo dijo lleno de orgullo. Su familia deseaba una niña desde hacía dos generaciones y por fin él había sido capaz de engendrarla. Sólo lo he visto amarme cuando me acariciaba el vientre y me decía el nombre que le iba a poner a su hija. Luego, cuando empezó a brotar la sangre enmudeció. Lo he visto llorar en dos ocasiones justo antes de perder el embarazo. En ambas me dio la espalda para que no lo viera. En ambas no quiso mi consuelo ni me consoló. Me he sentido muy mal porque no he sido capaz de retener a su hija, a mi hija, a nuestra hija. Es como si, al morir ella, todo se hubiera acabado”.

Cuando salió del hospital y se recuperó un poco él la llevó de viaje y se llevaron al niño: fueron a visitar a uno de sus clientes e hicieron noche, los tres, en un hotelito de Vigo. Cenaron con los clientes de él y ella estuvo espléndida. Evidentemente, evitaron hablar acerca del tema del embarazo perdido. A la mañana siguiente pasearon por una playa llena de algas y contemplaron cómo una anciana las recogía en fardos supuestamente dispuestos para venderse a la industria farmacológica o cosmética. Ella se sentó en la arena a contemplar el fatigoso trabajo de la vieja. Su piel no estaba tostada, el sol la había quemado a lo largo de los años, pensó ella, y ahora era negruzca en muchas zonas y se parecía a los churretes que les queda a los niños en la cara después de comer chocolate. Sintió piedad de aquella anciana, de su joroba de algas, de su cara comida por el sol y las arrugas, de la sal de su poco y enmarañado pelo. Sintió una lástima infinita. La anciana pareció percibir su pensamiento. Alzó la cabeza y desvió sus ojos hacia los ojos de ella. La vieja la sonrió con una mueca acartonada y verde, con una boca espantosamente hueca y al poco volvió a bajar la cabeza y a coger las algas con las manos y acumularlas en los fardos.

Ella se quedó prendada de aquella sonrisa conformista, de aquella liberación de su propio sufrimiento por el dolor de los otros. Entendió que la anciana era feliz haciendo lo que hacía, empinada encima de las montañas fétidas de algas corrompidas. Aquella era su vida y la aceptaba. Ni siquiera se percataba ya del mal olor. Algo así le estaba pasando a ella, pensó. Su vida era como aquella piscina podrida y ella, la anciana-joven que recogía los rastrojos de podredumbre y los guardaba celosamente para crear en su imaginación bellos recuerdos del pasado.

“En aquel viaje a Vigo fuimos en avión. Hacía casi un mes que había perdido el embarazo. No estaba demasiado recuperada pero pensaste que nos iría bien a los tres cambiar de aires. A mí siempre me han aterrado los aviones. Pero no mentiste cuando dijiste que el vuelo desde Barcelona sería más corto de lo que yo pensaba y muy agradable. En Vigo paseamos los tres; tú con el niño de la mano y yo andando tras vosotros dos, a algunos pasos de distancia. Me gustaba aquel paseo por la ciudad porque os contemplaba y os veía muy felices a los dos. El niño decía pocas palabras pero con el dedo lo señalaba todo. Tú estabas muy orgulloso de su inteligencia y de su físico. De mí nunca decías nada. Durante aquel paseo me echaste la culpa del aborto. Dijiste que todo se hubiera podido evitar si yo no hubiera provocado el embarazo. Tú tenías muy claro que no querías más hijos porque lo nuestro no funcionaba. No obstante, tampoco querías dejarnos ni que nos fuéramos. Decías que con el tiempo se recuperaría la relación. En Vigo supe que yo tenía a tus ojos la culpa de que no tuvieras una hija. Todavía hoy, en tu fuero interno, estás con esas. Ahí empezó a llenarse tu mochila de reproches, de odio, de dolor, de ira y de desprecio hacia mí y se mezcló con el torbellino de malos sentimientos de los que ya habías dado muestras cuando me quedé embarazada del niño. Jamás te desprendiste de ese rencor loco, que te ha comido entero hasta los tuétanos, y que ha fulminado el intento de familia que yo quería que fuéramos”.

Pero de nuevo, al regresar a la rutina, ella se perdía en su blanca bata de psicóloga, se pintaba con carmín una sonrisa eterna y volcaba el alma en su trabajo. Cada vez que ayudaba a alguno de sus pacientes se sentía inmensamente feliz y el mundo se llenaba de sentido. Luego, cuando llegaba a casa solía canturrear con su hijo y explicarle historias de mariposas que en realidad eran duendecillos mágicos que vivían en su jardín. Una noche, tras los gritos del marido, el niño se despertó y fue a abrazar a la madre y le preguntó, muy serio, por qué no iban al jardín a buscar la ayuda de los duendes, pues aquella tarde había visto revolotear por él a tres mariposas. Ella sabe que aquella noche dejó de tener imaginación, porque fue incapaz de hilvanar una historia convincente para calmar al hijo que preguntaba por esos gritos, y no entendía el motivo de que la puerta del dormitorio principal estuviera cerrada con pestillo y su padre no respondiera. La madre volvió a la habitación del hijo y estiró en el suelo un colchón: “Para que no tengas pesadillas, mi vida, me quedo a dormir contigo”. El niño empezó aquella misma noche a pedir que nunca se dijera en aquella casa “lo contrario a la verdad”. Algo que ni la propia madre entendió qué significaba ya en aquellos momentos.

“Si existiera un hilo del que tirar, lo estiraría hasta con el último aliento que me quedara. Me siento una hoja seca a la que ni el viento quiere ya levantar a volar. Desde hace mucho tiempo he dejado de ser persona para ti. No sabes, no has sabido vivir mis sentimientos ni acercarte un poco a ellos. Eres demasiado racional para el saco de sensaciones que soy yo misma. Cuando me miro al espejo ni siquiera estoy ya allí. La imagen que se refleja en la luna no es otra que la de una mujer rota por la incapacidad de tu incomprensión. Nunca imaginé que unos zapatos hicieran tanto por mí, porque al calzarlos con orgullo para que me vieras con tacones, me has llamado puta eufemísticamente. Y te he buscado una y cien veces para que arreglaras el desastre que me has hecho y no te ha dado la gana. Y ahora estoy escribiendo para no reventar llorando. Porque veo que me has anulado, que ya no soy yo, desde hace mucho. Y la arena sólo se retiene con la mano abierta y tú la cierras, para apresarla, y yo me escapo por los resquicios porque me duele tu egoísmo amante. Tu frustración. Y no entiendo cómo he sido capaz de vivir con esta soga ahorcándome tantos años por un amor que no existe. Dile el nombre de nuestro hijo. Dile tu nombre. Dile el mío, no importa. Lo nuestro no ha sido nunca, ni es ni será porque no hay sinceridad ni aceptación. Porque a mí no me aceptas. Sólo me pateas con tus gritos, con tus palabras hirientes y mezquinas. Te debes sentir muy hombre así, fustigándome con tu voz cuando no nos ve más que nuestro hijo. Y a ti te da lo mismo. Y a mí me aterroriza. Porque acabaré ida, si no lo estoy ya, de aguantar esta opresión que se llama maltrato, aunque no quieras admitirlo. Y qué vas a salir ganando tú, qué vas a salir teniendo: nada. Cuando reúna la fuerza y me vaya de aquí, sólo seré capaz de mirar hacia adelante y no volveré mis ojos para recordar, de entre tanta maleabilidad, algo bueno. Tengo que ser capaz de reconstruirme. No ya por ti ni por nuestro hijo, sino por el respeto que me debo a mí misma como ser humano. Porque vivir como estoy viviendo no es humano, es una existencia basada en el dolor, en la humillación, en los gritos, en la incomprensión. Y el camino de la huida no es real. Debo ir más allá de mis pasos. Debo ir tras mi alma. Porque mientras viva no dejarás nunca que sea feliz. Porque no puedes soportarlo. ¿Cómo he sido capaz de aguantar esto? ¿Cómo soy tan cobarde de agachar la cabeza y mirar hacia otra parte? ¿Cómo puedo permitir en tu piel otros perfumes que no son el mío? ¿Por qué no resurge mi persona? ¿Por qué no sale de detrás del espejo mi alma y regresa a mí y me salva de ti? Y yo sigo rezando, porque a lo mejor Dios me oye, entre tantas letanías, y me echa una mano...”.

Y una mañana no pudo más. Agarró a su hijo de la mano y las llaves del coche. Pasaron la noche en un hotel de playa, modesto y barato. El móvil no dejó de sonar hasta que ella lo apagó. Cuando amaneció fue ella quien marcó el número de su marido y lo amenazó con contar la verdad. Desde entonces ella vive con su hijo rodeada de sueños que van construyendo ambos cada noche, y que los ponen en práctica con la primera luz del alba. Él se quedó en su casa, con sus ropas y los juguetes del niño. Pero eso, como siempre ha dicho ella, es sólo materia porque ella se llevó lo mejor: el amor por su hijo, que es lo que le da fuerza para seguir luchando.

En su círculo de amigos algunos saben algo y otros lo escuchan a él. Ella no dice nada. Sigue con su trabajo en la consulta y cierra la puerta de su piso cada noche con dos vueltas de llave, no se fuera a abrir en mitad de la oscuridad y asustara al niño. Pero no, de momento las noches son ese silencio que tanto ha deseado y esa paz de la que se había olvidado por completo al poco de casarse. En un cajón de su mesilla de noche duerme esta carta, que ahora sabe que ya nunca él leerá, porque se ha dado cuenta de que vivir es sólo vivir, y que soñar, sólo se sueña si uno está durmiendo tranquilamente, sin miedo:

Al que fue mi marido y que la realidad me ha demostrado ser un ente absurdo:

Procuraré explicarte por qué soy tan insistente en mi reclamo. Nos ha pasado la vida por encima y estamos aturdidos de su peso. Me siento tan poca cosa como puedes sentirte tú, porque este dolor es incomprensible para los de afuera y mordaz para nosotros.

Busco un camino desesperado —aunque sea una brecha oblicua—, en la que seguir, pero contigo, sin dejarte atrás, y me agarro a tu mano penitente de mi culpa y de la tuya, porque me da igual ser ya culpable o víctima. La cuestión es no dejar que la vida nos gane esta partida.

Me dirás que estás cansado de siempre estar luchando por comprenderme, por entrar en los recovecos de mi mente y sacar algo en claro. Pero te pido que sigas empujándome a la luz del amor, como antes, cuando era una niña, aún, y te conocí. Te he amado mucho: te he respirado, te he tatuado en mi piel y en mis manos y en mi aroma y en mi voz. He sido una sombra tuya que te seguía hasta lo absurdo, sin jamás discutirte nada. Porque tú eras el hombre y yo la niña. Porque nadie me había enseñado hasta entonces cómo se es capaz de querer tanto. Y mi locura fue el adorarte hasta la obsesión. El no reservar ni siquiera un mínimo espacio para mí misma, porque toda mi persona la ocupaba tu nombre. Aunque la tuya estuviera ocupada por otros muchos nombres pasajeros que olvidabas tras satisfacerte y humillarme con ello. Los años han ido cayendo del árbol de la vida y cada uno nos ha golpeado en el alma sin dar tregua al cariño. No se seca el amor, no es cierto. Sólo se arrincona y se intenta olvidar cuánto duele su recuerdo. Por eso te pido que me sueltes. Que respetes mi silencio y con él esa enajenación en la que me he sumergido para procurar olvidar las veces que me has dejado sola. Porque la soledad también a mí me ha mordido el alma en una bacanal ávida y mezquina. Me vas a decir que nunca te has alejado de mi cuerpo, pero no ves lo ausente que has estado de mi ser. No lo entiendes. No puedes comprender cómo se pierde uno mismo cuando se queda sin referente que seguir. Un día me abandonaste por tus sueños y me pediste que esperara tu regreso triunfal. Y tus sueños hicieron de ti un mercenario y empezaste a ver el mundo como una máquina tragaperras en la que incluiste nuestra relación.

Sé que si un día lees esta carta te reirás aun más de mí, es más, te jactarás de mi ignorancia, porque no sé lo importante que es el poder en el mundo en que vivimos. Y te enorgullecerás de nuevo de tu trayectoria profesional y me mirarás apiadándote de mis susurros porque no lograrás descifrarlos porque no son números ni cuentas bancarias. No es bueno seguir el compás de la sociedad, uno debe tener su propio ritmo y bailar como le sugieran sus pasos. Tú, hace mucho que rehuiste el bailar conmigo —las lentas nunca fueron tu especialidad. Te subiste al escenario con la boca bien abierta para zamparte el pastel y te han dado en el rostro. Pero lo más triste es que tu caída me la he comido yo. Sin embargo, no te culpo porque no eres consciente de lo que has hecho. Y si lo sabes, es mejor que yo siga engañándome, creyendo así que no se puede ser tan cruel.

Esta carta mía es un grito a un pozo, un alarido echado en un agujero de la tierra, al aceptar el final de tanto amor que había un día en mis ojos, y que penetraba en los tuyos hasta el corazón, o eso quise creer, durante veinte años. Nos consumimos en el calor de las palabras dulces y reinventamos mundos de sensaciones infinitas, que en algún lugar de ti mismo deben de estar aún, a la espera de que tu memoria las retome. Porque no es verdad que el ayer sea sólo un recuerdo sin futuro. Porque aquí estamos nosotros, que somos muestras de que eso ha existido y de que fuimos capaces —durante veinte años—, de querernos tanto, aunque quizá ese amor me lo inventé yo sola para soportar tus desprecios. Aunque ya no lo creas, todavía tengo diecisiete años debajo de mi piel, y el corazón preparado para amar tanto como cuando era adolescente. Pero nunca volveré a caer en el reproche de tus labios ni en los ascos que le hacías a mi cuerpo cuando intentaba besarte.

No has querido caminar conmigo pero tampoco quisiste dejarme caminar a mí. En la vida, angosto sendero para los que no dicen verdades, uno debe ser noble con los que lo han amado y mantener el recuerdo de lo que ha querido si ha sido sincero alguna vez.

Yo he perdonado tu ausencia y he aprendido de ella. Ahora me quiero más y me he descubierto. Soy capaz de andar por mí misma, aunque eso no te guste. Y sé tomar mis propias decisiones, aunque digas que en todas me equivoco. Pero el que yo me haya encontrado no significa regrese a ti. No podías pretender que esta relación viviera si tú no tomabas también tu pilar. No te has dado a mi amor como lo has hecho para el resto del mundo. Y de la misma forma en que te importa la opinión de la gente, te tenía que haber importado la mía.

He sido tu sombra y eso lo he hecho mal. Porque cuando quise ser tu compañera, me lo pusiste difícil. Piensa que el amor se tiene que abonar de acciones, producto del cariño desinteresado. No sé cómo has llegado a pensar que te aparté de mi vida. No sé cómo has llegado a humillarme con tus voces. No puedo entender cómo has dejado que de tu boca salieran espadas, que han destrozado ese orgullo tan hermoso que sentía por ti, cuando estaba tan enamorada.

Me quedo con los años buenos y perderé de vista tantos malos momentos y la cara de la soledad. Sólo te pido una cosa: confía en quien tengas a tu lado tanto como lo haces en ti mismo, si lo has hecho alguna vez. Y, por favor, no vuelvas a gritar nunca a ninguna otra mujer. Porque ya habrás descubierto que la vida es otra cosa, ¿verdad?

Por los años que fuiste mi compañero, por el hijo que tuvimos, por las risas que una vez fueron sinceras te pido que dejes al diablo en el infierno. La persona no debe retener tanto mal. Yo no soy rencorosa y te deseo un sendero en el que tus sueños se cumplan. Pero, por favor, entiende que no puedes desearme una cruz. Yo también tengo derecho, todo el del mundo, a seguir respirando el amor de los que me quieren de verdad, a pesar de ti.

Desde el corazón,

M.