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“Las criaturas del cyborg”, de Diego Muñoz ValenzuelaLas criaturas del cyborg, de Diego Muñoz Valenzuela

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Diego Muñoz Valenzuela maneja muy bien los códigos y triquiñuelas características de la novela policial, y agrega un simpático toque fantástico a su narración, incorporando un supuesto personaje cibernético en el centro de la trama, más propio al género fantástico que al policial. Se trata de aquel codiciado robot producto de la tecnología, no sólo capaz de suplantar al hombre en sus actividades normales, en este caso, sino también de superarlo en inteligencia y aun en sensibilidad. Dicho espécimen, nominado Tom, se mueve en la novela como un personaje más, cuestionando a su creador (Rubén Arancibia) y tomando finalmente el protagonismo de la acción. Gracias a ciertas criaturas creadas por él mismo —a tal extremo llega su independencia cibernética— se desenreda el nudo policial generado, y termina siendo el héroe de la narración.

La novela de Diego Muñoz Valenzuela pone así en perfecto movimiento la consabida red de intrigas propias del género policial, donde crimen y asesino son eje medular. Para escribir una buena novela, postulan los genios del género negro, basta con una buena trama. Diego Muñoz Valenzuela lo consigue en Las criaturas del cyborg, cuestionando las instituciones de inteligencia creadas durante la dictadura, a partir de la precariedad mental de sus esbirros, desamparados y hambrientos en el nuevo escenario político del país, y dispuestos a cualquier traición con tal de salvar ahora la subsistencia definitiva de sus vidas miserables. Tal es el caso de Orlando y Mariani, dos sicarios y torturadores utilizados por los servicios de inteligencia y abandonados a su suerte, tras la pérdida del poder.

Desde luego, la novela remite a una realidad concreta, Chile pos dictadura, cuando las organizaciones de inteligencia creadas para mantenerse firmes en el poder todavía se mantienen vivas en democracia, aunque clandestinas, como estrategia o necesidad para preservar sus secretos más sucios. Toda esa información confidencial acumulada durante los años que ha durado la dictadura, y sobre todo, rostros e identidades de los verdaderos culpables intelectuales de los crímenes cometidos durante diecisiete años de impunidad judicial.

La narración recrea los clásicos ambientes sórdidos por donde se mueven estos personajes degradados, por causa de su situación en el mundo en calidad de entes, de vehículos utilizados por el poder para alcanzar sus objetivos, y desechados una vez alcanzados. Detallando hechos y lugares con el consabido desprecio del narrador displicente que caracteriza al género negro. Exento de la piedad propia de los seres normales frente a los hechos criminales.

Contrasta, por cierto, la figura del cyborg Tom, con la de los esbirros que circulan por la novela, tanto más automatizados que el propio robot. Paradojalmente, Tom termina siendo el más humano de los personajes, dotado de una sensibilidad que le permite, incluso, caer en reflexiones existenciales y filosóficas respecto a su “ser en el mundo”. A través de este juego de contrarios, de cambio de identidades, la novela alcanza el nivel de la denuncia social e ideológica, proponiendo abiertamente que este robot, producto de la tecnología, es o será en el futuro el tipo de ideal humano.

El hombre ha muerto, es la frase trascendental de Michel Foucault, la cual abre la gran discusión hacia la llamada posmodernidad. El hombre ha muerto porque se acabaron los ideales, y lo asiste un nihilismo suicida, nietzscheano. Lo suplantarán las máquinas. Una idea que se viene gestando desde hace algunos siglos. Recordemos La máquina del tiempo o El hombre invisible (1897), de H. G. Wells, y por supuesto a Aldous Huxley en Un mundo feliz, por nombrar las novelas que se me vienen a la memoria en este momento. Para no hablar de Heidegger, quien es el primer filósofo que advierte el peligro de la apropiación del mundo y del hombre por la tecnología.

Si el hombre ha muerto, ¿quién está en las calles?, se preguntan los franceses tras la espeluznante afirmación de Foucault por allá a principios de los años 60. La novela Las criaturas del cyborg propone una respuesta. Acaso porque la literatura y el arte es el único país donde las utopías son posibles, y cuanto más acabadas, perviven para siempre en el imaginario colectivo. En la realidad —como bien lo hemos visto a lo largo de la historia del siglo XX— fracasan, y eso, Diego Muñoz Valenzuela como ingeniero civil lo sabe perfectamente, y por eso escribe, por eso se escribe, para soñar un mundo perfecto.