Letras
El desierto

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Apareció una noche en mi casa después de mucho tiempo, cuando ya me estaba haciendo a la idea de que no iba a volver a verlo. Las cosas siempre fueron así con él, por eso cuando me pidió que lo acompañara a Ferrara ni lo dudé. Me hubiera gustado que me avisara con tiempo para disfrutar de antemano los preparativos del viaje pero no, en realidad no los hubiera disfrutado. Nunca fue un hombre de cumplir sus promesas, y seguro que hubiera estado todos esos días angustiada pensando que, cuando llegara el día, iba a dejarme plantada. Dale, apurate, no sea cosa que me arrepienta, me dijo, y yo corrí a poner un par de prendas en el bolso y volví enseguida. Cuando vi que salíamos a la ruta me emocioné, no lo podía creer. Tantas veces le pedí que me llevara a Ferrara para conocer el mar, y ahora por fin iba a verlo por primera vez, y con él.

Unos kilómetros antes de llegar, paramos a desayunar en una estación de servicio. Estaba amaneciendo y a mí se me dio por mirar el cielo. Tenía un color turquesa, nunca me había dado cuenta de que el cielo podía tener ese color, y había olor a pasto húmedo también, por el rocío, y me di cuenta de que todo me hacía feliz esa mañana. Algunos hombres desayunaban solos en las mesas, mirando fijamente su café con leche. Yo no estoy sola, pensé, y sentí una especie de calor en el cuerpo. Él me sonrió y se puso a tararear una canción y entonces yo también sonreí. Pedí lo que quieras para los dos, me dijo, tengo que hacer un par de llamados pero vuelvo enseguida. El mozo trajo chocolate caliente y medialunas, pero antes de que pudiera saborearlas, él volvió de hacer sus llamadas y ya no era el mismo. Vamos, nos tenemos que ir, se canceló el viaje, fue todo lo que me dijo. Se paró al lado mío sin decir una palabra y esperó ahí de pie que terminara mi taza de chocolate sin disimular su impaciencia, como para hacerme notar que de pronto me había convertido en una molestia inoportuna o en un estorbo que debía sacarse de encima. Tan cerca que estaba de Ferrara, nunca había llegado tan cerca.

Una vez que salimos a la ruta le pregunté varias veces por qué razón había cambiado de planes pero no me contestó. Después le pregunté adónde me llevaba, pero tampoco abrió la boca. Ya no sonreía ni cantaba y otra vez era el de siempre y yo tampoco podía sonreír y todo volvía a la normalidad, como si se hubiera roto el encantamiento. Estuvimos toda la tarde andando y un par de veces le pedí que se detuviera porque tenía ganas de ir al baño, pero no me hizo caso. Yo estaba cansada y embotada por el calor, quería tomar algo fresco, estirar un poco las piernas, escuchar otro sonido que no fuera el viento y el ruido del motor. Un poco de música o alguna voz; eso, quería que alguien me hablara. Como él no decía nada empecé a hablar yo, de cualquier cosa. En un momento paró el auto a un costado de la ruta y me pidió que me bajara. Le dije que no, cómo me iba a bajar ahí, en medio del desierto. Te bajás y punto, insistió. Punto, él siempre dice así y yo me tengo que callar. Punto, no hables, significa, no me interesa lo que estás diciendo. Punto, no sonrías si yo no sonrío, no cantes si yo no canto. Punto, punto, punto. Punto y aparte, no me molestes. Como yo no me movía volvió a decirme, pero esta vez a los gritos: O te bajás vos o me bajo yo, y pensé que era una broma o algo así, pero no. Sacó las llaves del auto y se fue caminando por la ruta hasta que lo perdí de vista.

Yo me quedé ahí, mirando el camino lleno de polvo, y no sé por qué me acordé de esa película que me gusta tanto, la de una mujer rubia bañándose en una fuente en medio de una calle de Roma. Será que me estaba sofocando y quería meterme con ropa y todo abajo del agua, no sé. O será que siempre creí que me iba a animar alguna vez para saber qué se siente y poder reírme así, como si no faltara nada. Si me pasa algo voy a quedarme con las ganas, pensé.

No sé cuánto tiempo estuve encerrada en el auto. Tenía mucho calor, me faltaba el aire, y él que no volvía. Me imaginé que iban a encontrar mi cuerpo muchos días después, con la cara apoyada contra el vidrio de la ventanilla, la lengua hinchada por la sed y los ojos muy abiertos, y que si alguien los miraba para saber cuál era la última imagen de mis ojos muertos, sólo iba a encontrar un camino solitario en medio del desierto. Un punto en el desierto, pensé, eso es lo que soy, y me dio tanta tristeza que no me importó nada más y me bajé, muerta de miedo, y empecé a caminar por el costado de la ruta mientras pensaba lo que iba a decirle, como cada vez que me hace esas cosas. Me temblaban las piernas y me ardía la piel porque me había hecho pis sin darme cuenta cuando de pronto lo vi, sentado sobre unas rocas al borde de un barranco, fumando un cigarrillo y contemplando el atardecer como si nada. Yo no sabía qué hacer, si abrazarlo o insultarlo, pero estaba tan cansada y había tragado tanto polvo que ni ganas de hablar tenía. Me senté junto a él, apretada a su cuerpo, y me puse a mirar yo también. Estaba bien así, en ese silencio. Me saqué los zapatos y me entretuve un rato mirando unas nubes rojizas en el horizonte. Parecían venas, venas hinchadas por el calor a punto de quebrarse y abrirse y desangrar el cielo. No sé por qué se me ocurrió eso, pero entonces él se apoyó con todo su peso sobre mi cuerpo sin reparar en que estaba sentada casi en el aire y de no ser que alcancé a sostenerme con fuerza del borde de la roca, hubiera caído rodando por el barranco. De pronto todo fue tan claro que ni siquiera tuve que pensarlo.

El mar en Ferrara es muy azul, no me canso de mirarlo. Yo tenía razón, no hay un lugar más hermoso que éste. Hoy a la mañana me animé y corrí hacia el agua y me metí con ropa y todo a pesar de que el día estaba un poco fresco, y jugué feliz como una nena entre las olas. Una pareja de turistas japoneses que caminaba por la playa se me acercó y la mujer me dijo no sé qué cosa porque no le entendí, pero supuse que quería que les sacara una foto porque me mostraba la cámara. Las olas eran azules e inmensas y yo estaba disfrutando tanto ese momento que no le presté demasiada atención. La japonesa estuvo haciéndome gestos por un rato hasta que de pronto se cansó y le entregó la cámara al hombre. Se sacó los zapatos y los arrojó sobre la arena y avanzó con torpeza por el agua extendiendo sus manos hacia mí con la mirada ávida, como si se hubiera dado cuenta de que en realidad lo que deseaba no era retratar ese instante sino ser parte del encantamiento y sentir ella también lo que yo sentía saltando entre las olas.

Fue entonces que me acordé de él y de su cuerpo tendido en el arroyo, y mientras el japonés iba y venía por la orilla para tratar de enfocarnos a las dos con su cámara, todo me pareció tan extraño que empecé a reírme. La japonesa se caía en el agua y también se reía y yo recordaba la sangre cubriendo el arco perfecto de su pecho y el cabello moviéndose entre la espuma del arroyo y ni siquiera cuando recordé la imagen de sus ojos abiertos reflejando un camino solitario en medio del desierto pude dejar de reírme y no me importó.