Letras
De visita

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Era un día luminoso de verano. No se veía una sola nube en el cielo. Los pájaros se revolvían en sus nidos, en la atmósfera flotaba un leve perfume de boldo quemado que traía la brisa del mar.

Paco Farías se despertó intranquilo: tenía el miembro genérico más tieso que de costumbre. A él le gustaba despertarse así, con la carne bien arriba, hecho una fiera. Algo tenía que ver el encanto de la raza con aquella sensación. Paco Farías se agarró el miembro con las dos manos, fuertemente, y se estiró el pellejo, de un lado a otro, hasta que empezaron a dolerle las fibras del músculo. Luego se quedó mirando aquella brutalidad como si no lo reconociera, y se extrañó. De verdad era una masa rara, un cambucho despiadado de musculatura pálida, grisácea. “Horrible”, se dijo. La cosa estaba tiesa, pero fea; medio descompuesta. No le gustó el tono enfermizo de la piel.

Se levantó de un brinco y salió al patio a respirar aire puro, hollando las flores nuevas y el rocío; luego trepó por una valla y empezó a bajar al pueblo, con paso seguro. El Nano iba a la zaga de él tirando piedras.

—Tengo que ver a mi vieja —le dijo.

El Nano Torres corrió tras un jote, mas llegando a unas pircas detuvo la marcha, se puso a reír y largó la honda al suelo.

Paco siguió adelante.

Llegando a su domicilio se encaramó por una tapia de barro y fue a caer sobre la tierra blanda olorosa de la mañana. Su madre echaba mucha agua en la noche (por la albahaca); él tenía los pies descalzos (se hundió en el barro), las uñas crecidas. De paso llamó a Nerón, bajito, bajito: “Nerón, Nerón”. El perro se allegó a él moviendo la cola y las orejas; inquieto, con ganas de aullar. Claro que lo reconocía. El Nano se quedó a horcajadas de la pared tratando de robar unas peras del árbol vecino. Después Nerón fue a echarse sobre una ruma de sacos. Se quejaba.

—¿Por qué llorái, cobarde?, ¿qué te pasa?

A su madre la halló en la cocina. Parecía más vieja. Nada más. Antes de que él la abordara dijo la mujer:

—Es Orlando. Anda con la presión alta. Tú lo conoces, pero no deja la botella. Me preocupa.

—¿Y los demás?

La madre alzó los hombros sin darle la vista. Preocupada. Haciéndose la confusa. Había algo de ternura o de morbosa incomprensión en sus ojos. Un reproche fino. Algo que se guardaba y no quería decirle. Una especie de culpa que no era por supuesto de ella. Además tenía miedo de cometer una falta.

—La Yola —suspiró— es la que se llevó la peor parte.

Saliendo al jardín le gritó Paco al Nano:

—Voy a donde la Yola. ¿Me acompañái?

Saltaron por sobre el Canal 18, y se metieron por Bulnes, en dirección al estadio.

La Yola estaba estrujando unas ropas en el patio cerca de la batea.

Él atravesó un antiguo barbecho, agarró una flor del suelo, un lirio del campo, y se la llevó. Le gustaba hacerse el simpático con su mujer. Ella lo quería así.

La Yola se veía fea, muy delgada, un saco de huesos. Las patas flacas. Sin dientes. Los cabellos en desorden. Paco se le arrimó por detrás. Siempre le gustaba hacer lo mismo. Ella había palidecido al verlo entrar, pero se contuvo.

—¿Eres tú? —rezongó, esquivando con los ojos su presencia. Sospechosa. Le subieron cerdas por la espalda.

—¿Y los niños?

—Están durmiendo —suspiró ella mientras Paco le introducía los dedos bajo la pollera.

Él se topó con un envoltorio de trapos e inquirió:

—¿Andái con la regla?

—Me empezó ayer no más.

Después ella se echó a llorar.

—¡Chucha, la vaca llorona!

Francisco partió al gallinero. A lo mejor había un pollo guacho, por ahí; o algún huevo fresco. Las aves se impacientaron. Olía a caca de guagua.

Al salir a la calle descubrió al Nano jugando con unas bolitas que recién se había pelado en el refugio del huaso Alfaro, y se echaron tres partidas: los hoyos estaban listos. El Nano le ganó tres veces, y él tuvo que darle de patadas, mientras se reían a gritos.

—¡Vas a despertar a toda la cuadra, maricón!

—¿Por qué me tirái del pelo, baboso? ¡Déjate!

Llegando a la calle Esmeralda dijo Paco:

—Quiero ver al Cachúo. ¿Sabís? Ya no le tengo miedo.

El Nano se echó a reír.

—¿Vamos?

El Cachúo vivía en Pudeto en una casa llena de frutas y paltos. Nunca tuvo problemas de dinero. Se lo dijo a él una vez. Era un hombre más bien de principios, aunque le gustaba jugar a las cartas, le gustaban las mujeres, el trago. ¿Qué había de malo en eso?

Se metieron por detrás de la quinta y engañaron a los perros con unas tiras de carne que iban arrojando a su paso. Los perros caían dormidos. Las sendas estrechas de la quinta olían a flores y jugos de uvas. Por doquier se veían planchas bajo el sol llenas de higos abiertos. Los pájaros ya no cantaban.

Acercándose a una jaula de canarios el Nano dirigió su aliento a los canarios y éstos cayeron ensangrentados sobre el piso de la jaula.

—¿Tenís que andar haciendo maldades?

El Cachúo estaba leyendo una novela de piratas cuando él entró. La verdad confesaría un minuto después que esperaba su visita. Desde hacía mucho tiempo. Se puso amarillo limón, por segundos; le tembló la barbilla. Era un hombrote de piel azulosa que no se acobardaba fácilmente.

—Usté tuvo la culpa. Lo único que puedo decirle.

El Cachúo adujo, pensativo:

—Usté le buscó las tres patas al gato.

Por último el Cachúo enmudeció, bajando la cabeza.

—Tengo mucha pena, Francisco, pero de eso ya no me podré curar jamás. ¿Usted me cree? Nunca he sido hombre de cuchilla.

Nano Torres quebró una vasija de porcelana antes de salir, adrede, muerto de risa, y partieron los dos, trotando, por la calle Bulnes hacia Concepción, porque ya se había hecho tarde.

Por el camino se le antojó al Nano ir a ver a la Loca Estela, porque a esa hora le gustaba a ella cambiarse de enaguas, y lavarse desnuda. Entraron por la puerta trasera a la quinta, y los perros —unos galgos—, aunque conocían bien a Paco, no conocían a Nano, así que ladraban más de la cuenta.

Pero a la Loca Estela le daba igual.

Ella se quitó primero los vestidos y después los calzones y se sentó a la bacinica leyendo el diario de vida de su primo Orlando, que ya se había muerto. La tía le explicó:

—Cuando termines, me llamas.

—Sí, tía.

Luego de un rato se oyó un estrépito. La Loca Estela había empezado a defecar. Nano Torres empezó alegremente a reír, con la escena, y Paco le daba por las costillas pues los podían descubrir. ¡Qué tonto! La tía que entró en eso con un plato de aluminio a la alcoba y se quedó estática, oliscando el aire —pensativa—, y dijo:

—¡Ay, niña!

Al ver la plasta exclamó:

—¡Pero si estás enferma, hija! ¡Dios mío!

La señora acabó por tapar la bacinica con el plato y exclamó, al salir:

—¡Ahora entre al agua, Estela! ¡Rápido! ¡Rápido! ¡Antes que se enfríe el baño!

Era el momento cuando la Loca Estela terminaba por sacarse el corpiño y dejaba ver sus lindos pechos. “Mamita”, balbució el Nano, “se me paró otra vez”. Era el momento cuando la Loca Estela se deslizaba en una pequeña artesa con agua tibia. “Fíjese ahora, compadre”, dijo el Nano. Francisco sintió un agudo puntazo en las costillas. En efecto, no bien había la vieja acabado por desaparecer —atrás, en el pasillo—, la Loca Estela se introdujo un dedo en los labios de la vagina entornando los ojos.

—¿Sabís que tengo el palo terroso? —balbució Francisco.

—¿Y qué? Les sucede a todos —respondió el Nano sin quitar sus lámparas vivas de la joven—. Me voy a correr una paja.

—Yo también.

Una vez de regreso sumergió la tía la esponja en el agua y la hizo escullir por las formas de la moza, lentamente.

La tierra exhalaba un olor a jaboncillo cocido.

Paco extrajo el bulto que le colgaba entre las piernas y lo amasó a morir, fregándolo contra la pared, buen rato, con los ojos prendidos en las nalgas de la Loca Estela, hasta que de pronto sintió que se le escapaban unos chorros increíbles de leche obscura del cuerpo: unas sombras dolorosas, livianas, que caían ahogadas por la brisa de la tarde sobre las chilcas y helechos del jardín, y gritó de placer; eran unos moquillos largos, hostigosos, de los cuales no podía deshacerse, y el tono de su voz era un tono de voz que nunca antes había oído, pues era el fruto de un gozo macabro, distinto; el rasguido de un pecho; era un rasguido de animal prehistórico. Insaciable. Ceniza líquida del espíritu. Algo extrañamente nuevo.

—¡Uuuh!

Los perros comenzaron a ladrar y se alzó del gallinero un alboroto de palomas asustadas.

La tía al entender que llegaban con el viento de la tarde unos quejidos horribles se acercó a la ventana para cerrarla.

—¡Déjala! —dijo la Loca Estela—. ¡Me gusta oír llorar al viento!

Subieron los amigos rápidamente por la escalera del diablo hasta el macizo izquierdo del cerro Mayaca.

Paco sintió que le propinaban un tiento cariñoso por la espalda.

—¡No jodas, maricón! —voceó.

Después se dieron de golpes por las vértebras, y los glúteos, en el suelo —riendo los dos—, sucios, hasta que por fin —ya había salido la luna por el horizonte— dijo Nano Torres, extenuado:

—Otro día te vengo a buscar, ¿de acuerdo?

—¡Ya no más, compadre!

El Nano saltó por encima de unas lanzas de hierro, en el camposanto, y se metió en un nicho abierto que decía: “Nano Torres (1966, † 1992)”; y Paco Farías corrió detrás suyo y se hundió en un nicho en donde estaba escrito: “Francisco Farías. Nació el 17 de diciembre de 1968, murió el 17 de diciembre de 1996”.