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José Manuel Briceño GuerreroNueva lectura de Discurso salvaje, de J. M. Briceño Guerrero

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No sé en qué momento Occidente comenzó a preguntarse qué era América, y quiénes éramos los americanos. Supongo que los europeos estaban en su primera etapa de dominación imperial, bastante perplejos no sólo por el oro y las riquezas que podían llevarse de acá para saldar sus deudas allá entre ellos, también es sabido que muchas de las fundaciones de pueblos y ciudades aquí no fueron sino accidentes en la búsqueda de estas riquezas materiales, que eran como tesoros. La perplejidad histórica, digamos, y luego el desconcierto cultural, surgieron quizá de que no sabían exactamente qué habían encontrado, además de oro, especias, paisajes y animales asombrosos, y mujeres bellas y ardientes. Hay algo que siempre se les escapa a los europeos, algo inasible que no comprenden bien; nosotros tampoco mucho, aunque lo ejercemos a diario, y a falta de un término más preciso y de una concepción más objetiva del hecho podemos llamar magia. Me adelanto a decir, ¡cuidado! que cuando pronuncio esa palabra no me refiero a esa alquimia que practicaron una vez los europeos, sino a un rasgo de nuestro carácter y de nuestro mundo; los europeos no parecen tener ninguna ahora, sino una nostalgia de ella y nada más.

Pero aquí debo detener mi especulación. Justamente para ello se leen libros que puedan iluminar el asunto de nuestra tradición, de nuestra lengua y de nuestros comportamientos, de nuestros complejos históricos y de ver, desde varios ángulos, qué significa eso de la “identidad”, de la conciencia de ser americano y de la libertad para ejercerla. Hay, al respecto, una bibliografía vasta, importante digamos, pero está articulada desde un punto de vista académico, mejor dicho profesoral, en el peor sentido de este término, asumida desde una enumeración de hechos “importantes”, sellados con la impronta de una magistratura, de una autoridad con demasiado prestigio. Ello mismo me animó a leer con entusiasmo, veinte años atrás, Discurso salvaje (Fundarte, Caracas, 1980), de José Manuel Briceño Guerrero, y hoy aún me asombro por la vigencia que contiene. Tiene la ventaja este libro de poseer un discurso comprimido, sustentado en capítulos breves e ideas sustanciosas: se trata de un material complejo, rico y difícil, espejeante por como se urden sus ideas y se interconectan, al tiempo que realizan la operación que me parece más relevante: enfrentarse a sí mismas casi sacando chispas de las palabras, entrando a un terreno minado a conciencia, desplegando un abanico de ofertas conceptuales que inmediatamente siembran una duda enriquecedora; es por ello que le considero un ensayo en la mejor expresión de esta palabra, en la acepción prístina que le dio Montaigne. No son las certezas del estudio sistemático las que importan a Briceño Guerrero, sino las ramificaciones de una entonación: discurso salvaje le llama él, donde lo salvaje se diferencia de lo puramente racional, de lo organizado por la lógica conocida. Y en ello radica buena parte de la originalidad del planteamiento de Briceño Guerrero: no se deja meter en el formato del análisis convencional, prefiere asumir los retos que se desprenden de la propia ambigüedad lingüística del discurso, lo cual le proporciona resultados mucho más interesantes, pues se sitúan en el nivel de lo creador, de lo poético. Pero cuidado; “poético” no significa aquí “bello” o “elevado”, sino la búsqueda y el encuentro con una voz interior esencial. Al mismo tiempo, quiero indicar otro ingrediente en el discurso de Briceño Guerrero: el humor, elemento no siempre presente en trabajos de este tipo, difícil de manejar cuando se trata de ideas, y le permite ir al grano haciéndose preguntas. Son muchas las cuestiones presentadas aquí como para pretender glosarlas en un solo intento. Apenas me remitiré a unas cuantas. Advierto que son sólo las de mi preferencia. El menú es bastante diverso. Comencemos con una frase de Briceño Guerrero: “Europa es nuestra esencia y nuestro sino. Amén. Y sin embargo...”.

Lo primero: la conciencia occidental asediada por fuerzas extrañas, o lo que es lo mismo: la voluntad de ser occidental contrariada por resistencias bárbaras, desmentida por una realidad humana diversa. La manera peculiar que tenemos de ser occidentales contiene en sí una alteridad, otro rostro dentro de la gran familia. Briceño Guerrero dice que hay que agregar el “nosotros” a la afirmación “Somos occidentales” para que se note la complejidad del ser en ese pronombre, y éste predomine con una peculiaridad. He aquí la primera cuestión, de índole lingüística.

Dos. La violencia. Violencia “elocuente”, como anota Briceño Guerrero, que quiere beneficiarse con una subjetividad ajena: el sujeto de quien hablamos lleva otro sujeto íntimamente ligado a él, que traduce inequívocamente una violencia. En otra parte se refiere a la voluntad científica de conocer, que experimenta en nosotros un vuelco lírico, dice Briceño Guerrero, la cual identifica lo mirado con el mirador.

Luego está el asunto de la tribulación del europeo aquí: al llegar, arroja su mirada y ve zonas de atraso, pero de atraso occidental, siempre en forma de suburbio o de colonia. De allí surgen los cambios imprevisibles en el temperamento, la oposición al orden, al trabajo organizado, al estudio, la responsabilidad, la puntualidad. Y todo ello porque en el fondo el canon, el formato occidental, nos parece opresivo. Briceño Guerrero nos dice que el noble europeo de América siempre se pregunta, cuando trabaja con nosotros, “¿Qué será lo que quiere esta gente?”, pero no le importa saber la causa de esta rebelión. Se limita a cumplir con su deber, y punto.

En la llamada “Oposición anti-occidental” Briceño Guerrero inserta algo clave: la posibilidad de que en América vivan formas anteriores de la propia cultura occidental. Esta es una idea interesante, que pertenece casi al terreno de la ciencia-ficción, categoría narrativa de la que me consta Briceño Guerrero es adepto —sus dos libros Triandáfila y Doulos Oukoon se introducen en ella— asomando un asunto para mí central en este concierto de ideas: el de si hay en verdad una voluntad para el diálogo entre lo occidental y lo no occidental: Briceño Guerrero agrega la construcción: “extra cultural”; ¿qué quiere decir esto?: que todo verdadero diálogo pasa necesariamente por la cultura. Sin cultura, pues, no hay interlocutor válido. Pero inmediatamente deshace el axioma: ¿viene de verdad por esa vía, o es una trampa de poder, de entendimiento, o peor aun: la cultura combate en el interior de nosotros con un salvaje anterior a la cultura, que él llama “precultural”. Me parece una ingeniosa argucia de Briceño Guerrero, una provocación por todo el centro, sin más, que no deberíamos admitir. Pero hay que considerarla, es cierto.

Luego sigue lo que él llama “la culpa de los ancestros derrotados”, esto es, cómo consideramos desde afuera nuestra situación. En resumen, lo que vemos de la conquista y la colonización, en su versión contemporánea, son los jefes civiles, los policías que representan el poder superior. Briceño Guerrero lleva la imagen hasta sus extremos y nos pone en la situación cotidiana de mudarnos de acera en cuanto vemos que el policía viene por la nuestra. Destila aquí Briceño Guerrero lo mejor de su humor, cuando nos dice: “Además, tienen a Dios de su parte” y realiza un recorrido implacable por las entidades eclesiásticas y educativas: obispos, cardenales, el maestro de escuela: la opresión desde Dios o desde el alfabeto, llevándose consigo, desde la letra, la ciencia, las artes y la filosofía. He aquí la parte detonante (¿podríamos decir terrible?) de este discurso, cuando Briceño Guerrero expone y asume esta posición donde la envidia, el resentimiento, el saboteo, el odio reprimido y la doblez hablan por nosotros, porque nosotros hacemos el trabajo enajenado, reconociendo amos y propietarios hasta para los paisajes, para los campos y los cielos. De ahí pasa directo a hablar del mito de la Revolución, de la “trampa revolucionaria” como le llama, y es implacable en este sentido; en pocos párrafos desmonta esta rebeldía institucionalizada, incorporando al “dinamismo del sistema opresor” con todos sus rasgos precisos: mesianismo, populismo, paternalismo. El capítulo es como para ponerle los pelos de punta a cualquier funcionario del gobierno actual.

No puedo dejar de enumerar la cantidad de los asuntos abordados, tan interesantes son: la casi inexorable humillación que sufrimos, los privilegios adormecedores que se nos ofrecen, los ascensos en el poder como una ilusión, y también el rechazo visceral a los valores de Occidente entran en esta visión ambigua y caleidoscópica, que intenta ampliar su espectro de enfoques. La nostalgia de la barbarie y el subsecuente elogio de las culturas primitivas, tal y como lo han pregonado tantos americanistas de antaño en el marco del esencialismo filosófico, el cual parece decirnos: no importa que caiga Occidente, pues nosotros resucitaremos de sus ruinas y salvaremos la civilización. Posición que pudiera en un primer momento sonar descabellada, pero es apenas otro de los sueños del Romanticismo.

Surge así la idea de progreso como exorcismo contra la barbarie, el adelanto tecnológico como herramienta fundamental de Occidente: las mejoras en medicina, en sanidad, la industrialización de los bienes de consumo, y a la par, una nostalgia de poesía para equilibrar, para hacer contrapeso a lo tecnológico, incluso a todo el sentimiento catastrofista y apocalíptico se le ve con la óptica de esa nostalgia bárbara, que nos sirve de evasión y de consuelo, pero no puede hacer nada en la práctica, pues el consumo occidental lo devora con sus fauces y lo consume como un condimento más del gran banquete occidental.

Habrá también otras posibilidades, como las de incorporar las minorías étnicas al proceso contemporáneo, lo que se ha dado en llamar “el proceso civilizatorio”, el cual aparentemente respeta los usos, costumbres, tradiciones y diferencias de otros pueblos, para proyectarlas en un futuro dinámico que pudiera significar un desarrollo positivo de lo presente, según nos dice Briceño Guerrero “el cumplimento de una promesa” (buena, se entiende). Pero en el caso de lo salvaje, las culturas minoritarias no tendrían ese futuro, estarían excluidas de él.

Sigue el arduo tema del mestizaje, quizá el más discutido, el más socorrido por nuestros humanistas. Sólo pensemos en Uslar Pietri y llenaremos con él un grueso tomo; en América Latina tenemos a Vasconcelos, Darcy Ribeiro, Arciniegas, etc. No sé si esta es la posición actual de Briceño Guerrero, pero me gusta cuando dice que el mestizaje étnico no es importante orgánicamente, y echa por tierra posiciones idealistas como aquella de la “raza cósmica” esgrimida por Vasconcelos. La única importancia que pudiera tener es cultural.

Dentro del cosmopolitismo cultural pudiera trazarse el llamado “destino americano”, el cual no es “ni original ni exclusivo”. Intenta Briceño Guerrero aquí puntualizar y sintetizar posiciones, que me permito a su vez resumir (páginas 74 y 75), no sé de nadie que haya realizado hasta ahora un resumen tan significativo en su entidad de pensamiento, muy superior a los análisis de hechos documentales o estadísticos.

Ya sea como transición, en las expresiones artísticas de arquitectura, música, literatura (barroca), sincretismo religioso, pueden ser practicadas como una suerte de “religión de la humanidad”, dice Briceño Guerrero con su lenguaje de ampliaciones que intentan mostrar los extremos de ciertas posiciones. “El pavor sagrado de la superstición”, dice, podría incluso sobrecoger, en un segundo fondo de pensamiento, a aquellos que estudian la religión, sean éstos psicólogos, economistas políticos o sociólogos: siempre habrá un espacio “mágico” por donde se cuelan los cultos primitivos, acompañando a la ética y a la teología.

Es interesante observar cómo Briceño Guerrero “enfrenta” sus propias versiones y posiciones todo el tiempo, quiere ser neutral, objetivo, con un lenguaje despojado de toda retórica, decir las cosas limpiamente, y hasta negar, en un capítulo del libro, el nacimiento de una cultura nueva (ésta debe madurar y no ha tenido tiempo) presentando una salida más adelante, en un Occidente ampliado que recoge identidades culturales no occidentales, y nacionalidades dispuestas a hacerse valer. El implacable mundo actual, ambigua o dualmente, también rechaza las actitudes plañideras, el fracaso y los lloriqueos filosóficos del oprimido.

No voy a acotar todas las ideas presentes en este libro, eso sería una pedantería. Pero admito que es un proyecto tentador: por ejemplo, hablar de progreso dominante, de universalidad, de imperialismo, de identidades simultáneas, en fin, no sería posible hacer una glosa sintética de todas estas ideas, de todas estas dudas y asertos. “Duda sísmica” llama Briceño Guerrero a este posible estancamiento futuro de Occidente, a esta decadencia en perspectiva desde la cual es posible avizorar también un nuevo nacimiento, las imágenes prístinas del relámpago o la risa entre las aguas fluyentes, y también, por qué no, para hacer de las contradicciones un territorio nuevo: el de la embriaguez primera, donde la piedra y el lagarto son símbolos para ejercer la amistad o el amor.

No es ocioso anotar aquí que el libro de Briceño Guerrero puede ayudarnos a reflexionar sobre el fenómeno de la mundialización propugnado por Occidente, cuyo logotipo mayor es la globalización, su mejor instrumento. No sé si América pueda servir como intermediario mundial de un diálogo de convivencia, atendiendo a la humanidad integrada de América. Cuando la tecnología no se trueque en instrumento religioso, no haya racismos ocultos en el mestizaje y la identidad humana tenga un destino más integrado; cuando lo americano no se vuelva Estado occidental y, finalmente, cuando las creaciones artísticas, literarias y musicales no se conviertan sólo en objeto de estudio político, en documentos o motivos de análisis para ser insertados en una matriz irrebatible, en un disco duro global, sino que sean expresiones para crear un placer superior, una alegría, un festejo del espíritu. He leído declaraciones de Briceño Guerrero cuando ha dicho que, después de tanto estudiar a América, ha concluido que sólo en las artes podría haber una respuesta, una presencia. No peco de optimista si coincido con él, y no por creerme yo artista sino por sentir, como lector y espectador, un estremecimiento mejor como ser humano, cuando me acerco al arte y aproximo a ideas tan certeras como las de él, tan libremente expresadas, tan poco autoritarias, y tan dinámicas como las que ofrece en su Discurso salvaje. Creo, sinceramente, que una lectura a fondo de este libro puede enriquecernos y aportar una nueva dimensión al pensamiento individual de todos nosotros, sin retóricas, sin inflexiones definitivas, sino cumpliendo con la misión excepcional de hacernos dudar, para mostrarnos una manera distinta de pensarnos, de vivir y de soñar.