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La Gran Vía de Madrid, óleo de Antonio LópezAutenticidad

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Algunas veces el pintor Antonio López ha soñado con encerrar en un trozo de tela el enigma de ser o de existir, de despertarse y atrapar un sueño en el marco real de lo concreto. Y es entonces cuando encamina sus pasos decididos en la mañana que aún se despereza, abre las cerraduras de la ciudad e instala el caballete, sin gentes ni sonidos, para apropiarse de ese ritmo interno que el espacio posee como una partitura que sólo se ejecuta mediante la extrañeza del deseo. A veces ha contemplado determinada vía como “una nave única” porque sabe muy bien que, a través de las rendijas de esos muros, en la piedra cobriza, puede rugir el mar; un mar de vides y de espigas verdes donde se cristaliza la memoria mientras se plasma el mundo sobre un lienzo con las manos aún húmedas de sentir el rocío. Frente a los arrecifes, los cauces y lecturas de mareas renovadas por este centenario de cambiantes escenas y portátiles sueños existen trazos que enlazan actitudes, tiempos y soledades, campo, asfalto y hastío y sólo queda salvar aquel asombro que deslumbró la infancia atrapando matices y vencer el cansancio de los predecesores que por esos senderos transversales empaparon los pasos, y que esas huellas producen, al perseguir las luces bajo idénticas —aunque distintas— sombras... Una privada propiedad donde la realidad tan clara y tan tangible, adquiere la certeza, contemporáneamente, de la fuga.

Nadie como este artista sabe interpretar las gradaciones de ese sol de un humilde membrillero, metáfora del tiempo. Algo que nunca cansa aunque la luz flaquee y parezca batirse en retirada mientras él la persiga y la tenacidad se le desplome. Llueve siempre la luz sobre el membrillo y el sol como la vida, saturado y a veces confinado, se nos oculta y vuelve...

Él sabe que la lucha, depurada y constante, continúa. Lo supo desde siempre allá en su Tomelloso cervantino y sereno donde percibió, sobre la yema dúctil de los dedos, o sobre la gramática del espacio en los ojos, el idioma de los vastos silencios entre vides y vida y ese viento abrasivo del espíritu que muy pocos conocen. Supo también, frente a aquel lavabo áspero y cotidiano donde se reflejaban certidumbres e insomnios, que la sabiduría y la humildad elevan lo sencillo hacia la hondura mucho más que a la altura; lo saben bien los que siempre, cuando el café crepita en la hostilidad de las penumbras, descubren en lo más inmediato cartografías ocultas. Mapas sin descifrar bajo el fuego despierto que les prestó la tierra en la memoria gris de los asfaltos. Envuelve el tiempo luces que aún no han sido habitadas. La mañana resplandece en las manos que se afanan en la ardua tarea de prender los matices escurridizos y secretos, ética de la óptica, que se apagan o cambian en algún parpadeo; captan así las sensaciones y los sueños de fresca intimidad deslumbrados por calles donde se contemplan edificios de irreal apariencia. La Gran Vía es una zona de fractura que asume los contrarios mientras las manos recuperan los fondos de altos cielos manchegos, lejos de las llanuras exentas de la infancia.

 

Los últimos veinte años de la creación de Antonio López, podemos disfrutar en el Museo Thyssen de Madrid. Unas 140 piezas instaladas bajo el personal criterio del autor seguirán esta interesantísima trayectoria y donde la distribución de las salas es “extraña y no previsible”, según el director artístico del museo y comisario de dicha exposición, Guillermo Solana, que ha tardado cinco años en convencer al artista para dicha muestra, con la complicidad de María López, persuasiva mediadora que al final terminó por convencer a un padre reticente y esquivo como siempre cuando de exponer se trata.

Todo su mundo se halla ahí concentrado: la tierra de su origen, el fértil recorrido de su huerto y su mirada campesina apegada a la esencia de lo eterno y simbólico; la ciudad, presente en sus arterias, en perspectiva de extrañeza cómplice, de realidad y sueño. El hombre y la mujer despojados y ajenos, con esa calidad que atraviesa los tiempos y nos lleva al silencio austero de las esculturas de Tell el-Amarna. La presencia efectiva y vertical de la muerte; Grecia presente en cabezas que ha modelado hace muy poco, gratitudes y deudas del corazón y de las manos que es importante para él resaltar.

 

Siempre lo verdadero es lo que se siente de forma subjetiva, lo que establece un vínculo desde la identidad, a menudo esa especie de exilio que hasta el propio interior desconoce. Disuelto en argumentos, en materialidades que espejean sobre el limo profundo, en ausencias que inconscientemente se perfilan con sombras angulares; los vestigios de esa pasión que acecha bajo múltiples formas, sobre fondos diversos y a menudo dispersos.

Frente a la desconfianza de las imposturas, algo verosímil y no adormecido conduce, mediante el arte, al desciframiento de determinadas obsesiones. Y aunque el artista sabe que todo es efímero, brillan sobre el olvido ciertos campos magnéticos, abiertos hacia el tiempo y la memoria, que sobrevivirán épocas, vidas, estilos, que dejarán su indeleble marca con la fuerza y belleza de lo que fue creado para permanecer en su doble vertiente de materia y de sueño, bajo la eterna herida de existir, del desafío, de la revelación...