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Oscar WildeEl retrato (inacabado) de Oscar Wilde

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Siempre me ha fascinado la figura de Oscar Wilde, no habiéndome sucedido nunca el haber leído alguna de sus obras y quedar indiferente. Pero ahora, que ando enfrascado en De Profundis, es cuando, directamente, me veo invadido por un aluvión de sentimientos.

De Profundis, escrita en la cárcel cuatro años antes de morir, es la larguísima carta a su “querido Bosie” (su amante, Alfred Douglas), el hombre que le acabaría conduciendo a la ruina, después de que un proceso judicial contra el noble padre de éste le llevara a ser condenado “por sodomía y grave indecencia”. Si la primera parte de la misiva es un torrente de reproches y acusaciones (la mayor parte contra sí mismo, por haberse dejado conducir por los caprichos de quien no le convenía), así como la constatación de un amor roto, hacia la mitad del texto Wilde abre la reflexión al profundo cambio que la prisión ha obrado en su vida.

Y he aquí la grandeza que ha hecho este escrito inmortal. Con una abrumadora capacidad analítica, en un momento de extrema crisis, concluye que ha de apostar por el amor y que en su imperecedera búsqueda de la belleza no puede odiar al mundo ni a ninguno de sus semejantes. Quien fuera el más grande de todos los escritores británicos de su época, el rey de la conversación en la conservadora sociedad victoriana que le había abierto las puertas de sus casas, era ahora el enemigo público número uno: el inmoral, el indecente, el corrupto, “el artista”. Caído, derrotado, humillado, sometido a todo tipo de escarnio público, el agnóstico Wilde, apelando a lo más alto, a la fortaleza del espíritu, llega a la conclusión de que la travesía por el dolor le ha purificado hasta el punto de haberle elevado a la culminación de su ser personal y artístico.

“De profundis”, de Oscar WildeEl Oscar Wilde que ha pasado a la historia —jovial, desenfadado, entregado al goce sin límite de los placeres de la vida—, pese a que este giro vital no sea recogido en el mayoritario imaginario público, se sintió purificado en el drama que había aniquilado su altísima condición, y que le había llevado, en un primer momento, a pensar en el suicidio. Pasada esta primera etapa de odio y desesperación (que comprendió el primer año de los dos que estuvo en la cárcel), alcanzó, en virtud de su alma de poeta, el estado de “hombre nuevo”. Más completo, más complejo, más profundo. Más “espiritual”, como él mismo reclama. Así, en lo referente a su ingente capacidad creativa, estaba convencido de haber alcanzado la supremacía de su arte, que a partir de ese momento estaría centrado en la búsqueda de la belleza a través de los sentimientos del dolor y el sufrimiento, abriéndose a la trascendencia y al espíritu.

Se me escapa un quejido de desaliento cuando, leyendo las impactantes páginas de De Profundis, sé el final de la historia: Wilde salió de la cárcel y, tras tres años de triste existencia, de los que apenas se sabe nada (salvo su marcha inmediata de Inglaterra, algún viaje por Italia ¡acompañado del funesto Bosie! o que se recluyó en Francia bajo el seudónimo de Sebastian Melmoth), murió solo y enfermo en un hotel de París. En verdad es doloroso leer de primera mano la resurrección personal de un ser excepcional, en un momento de catarsis canalizado hacia unas brutales ganas por vivir y con el gran objetivo de redimirse a través de una futura obra que estaría marcada por su etapa más plena y auténtica..., para luego sucumbir en una niebla que no deja entrever las causas.

Desconozco lo que ocurrió. Pero sí puedo ponerme en la piel de quien sabía que tenía guardados los mayores tesoros de su inmortal literatura y que, en el momento de la muerte, abandonado como un perro, apenas había escrito nada más. Murió un 30 de noviembre de 1900, en el albor de un nuevo siglo y con apenas 46 años. Le quedaban tantas cosas con las que emocionarnos... Y, lo peor de todo, es su drama personal. Tras encontrarse a sí mismo, después de alcanzar la felicidad más pura a partir de la vergüenza y la desgracia, lo había conseguido. Parecía que lo había conseguido.

El mundo (pese a ser tan injusto con él) no merecía que el retrato de Oscar Wilde, como el de Dorian Gray, permaneciera por siempre inacabado.