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La escondida

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Martín dobló la esquina corriendo. Cruzó la calle y se apuró a esconderse en el zaguán de una casa. Estaba oscuro y fresco. En el silencio de la tarde escuchaba su propio corazón latir estrepitosamente. Los oídos le zumbaban y la sangre se arremolinaba en sus mejillas que ardían de tan calientes y rojas que estaban. Con temor, pero también con morbosa curiosidad, se asomó apenas y dirigió su mirada hacia la esquina.

Fue en ese mismo instante que la vio aparecer. No llegaba a divisar su rostro. Ella venía caminando lentamente. Traía ropas negras que cubrían casi todo su cuerpo, una especie de túnica por la que asomaban sus pies descalzos y flacos y sus manos también delgadas, demasiado delgadas.

Hubiese sido imperioso volver a esconderse, pero no podía dejar de mirarla, caminaba despacio, escudriñando cada rincón de la vereda de enfrente. Sus pasos eran firmes, pero sus pies parecían no tocar el suelo. Los veía doblarse rítmicamente, uno y otro, haciendo avanzar el resto del cuerpo. El cabello negrísimo recogido en un riguroso moño y los brazos cayendo indolentes a ambos lados del cuerpo. Todo en ella denotaba una cierta crispación, como si la frustración del mundo entero se hubiese apoderado de ese cuerpo delgadísimo. Avanzaba lenta y sin esfuerzo, pero rígida como una tabla. Suave y dura a la vez, llegó a la otra esquina y dobló.

Martín supo que si lograba alcanzar el muro de la casa al otro lado de la calle podía librarse. Ahí estaba su salvación, pero no se animaba todavía a cruzar. Algo en su interior le decía que esperase, que no era el momento, que lo iban a descubrir. Intentó apaciguarse, la corrida hasta allí había sido intensa, todavía respiraba agitado y la angustia le apretaba en la boca del estómago.

Por la primera de las esquinas volvió a doblar ella. Esta vez parecía tener prisa. Las telas de su vestido crujían con cada uno de sus pasos, rápidos, cortos, nerviosos. El faldón se le había subido un poco del lado derecho y mostraba unas piernas asquerosas. Blancas como mármol y flacas como escarbadientes. Seguía buscando, Martín no aparecía por ningún lado y eso la inquietaba enormemente. El moño había empezado a deshacérsele, un mechón caía sobre uno de sus hombros y se movía como una negra serpiente al compás del viento de la tarde que comenzaba a hacerse noche. Su rostro seguía siendo una gran incógnita, aunque la cabeza se movía nerviosa mirando a un lado y otro. La tensión podía olerse en el aire. Así llegó otra vez hasta la esquina y volvió a doblar.

Todavía no, todavía no, decía Martín para sus adentros.

La tercera vez que la vio aparecer, siempre asomando por la misma esquina, venía corriendo. El faldón se le subía en cada zancada y las piernas se perseguían una a otra como queriendo alcanzarse, pero sin éxito. El cuerpo, levemente inclinado hacia adelante, denotaba un esfuerzo inusual. Correr, jamás había tenido que correr, sin embargo el tiempo se terminaba y estaba obligada a hacerlo. Su pelo, ahora totalmente suelto, se agitaba al viento, se arremolinaba, subía y bajaba y se pegaba al rostro. Toda ella era una gran mancha oscura moviéndose nerviosa y desesperada de una esquina a otra, buscando, buscando... y Martín que seguía sin aparecer.

Cuando llegó a la esquina más alejada y detuvo bruscamente su carrera, Martín pensó: Es ahora o nunca. Y corriendo, con desesperación, cruzó la calle. Tropezó con el cordón de la vereda, trastabilló y mientras iba cayendo alargó la mano hacia el muro y en un grito ahogado exclamó:

—¡Pica!

Fue en el instante en que se apoyó sobre la piedra que la vio parada a su lado. La mano fría y huesuda de ella sobre la de él y el rostro cadavérico que lo miraba desde el fondo de esos ojos tan negros como el vestido, tan negros como el cabello, tan llenos de odio y de indignación de saberse vencida.

Fueron necesarios tres intentos de los médicos para lograr revivirlo. Recién a la tercera descarga del desfibrilador el corazón recuperó sus latidos. Martín sentía una enorme opresión en la boca del estómago, el frío de la camilla le traspasaba la espalda y le dolía el pecho como jamás le había dolido nada en su vida. Cuando empezó a tomar conciencia de lo que estaba sucediendo, sintió una mano que le apretaba el hombro suavemente y una voz de hombre joven que le decía al oído:

—¡Zafaste, pibe, zafaste!

Antes de hundirse en un sueño dulce, de narcóticos que empezaban a correr por el catéter que tenía en su brazo izquierdo, Martín esbozó una sonrisa. Y jura la enfermera que lo tapaba en ese momento que lo escuchó decir:

—¡Te jodiste, muerte puta!, esta vez la escondida la gané yo.