Letras
Su dama y su blanca flor

Comparte este contenido con tus amigos

Diez años no se cumplen todos los días. Diez años representan una década, es decir, dos lustros de vida lustrosa, nueva, pero ya en consonancia histérica con el fluir irredento del tiempo, que pretende hacernos entender que habrá más décadas, más sensación de una meta final, de un paso metódico y a la vez fugaz hacia la decrepitud última. Pero quedémonos —mejor, sí, mejor— con los 10 años de Pricila, con su nombre de princesa y su encantamiento juvenil. Quedémonos con una casa antigua, grande, con enormes mármoles grisáceos y balcones a un patio interno con una fuente esculpida con pájaros y hojas. Un pequeño palacio, un claro festín del eco, para la nena que ahora cumplía sus dos lustros de lustrosa vida.

Pricila había querido llamarse Carla, pero cuando a la edad de 7 —sólo tres años antes de lo que pasó ese día de su decena— una prima lejana llamada Pejerta le dijo que el suyo era nombre de realeza, cambió de opinión. Sin duda el de su prima era una monstruosa y secreta revancha conyugal, por otro lado. Con el tiempo Pricila empezó a cargarse de brillantina y profundidad: en la época en la que empezó a soñar con castillos y príncipes, ya su nombre terminó de parecerle único y fantástico.

Todos los días, cuando volvía del colegio (la Academia de princesas y príncipes) tomaba la leche (el brebaje de la nobleza), hacía los deberes (administración de las tierras) y, en el rato dedicado al ocio, sacaba de un enorme baúl oscuro —el que también cumplía la función de pasaje secreto hacia el mundo de los Unicornios— su tutú rosa y blanco y se ponía a jugar. Le gustaba saltar de un lado a otro con su tutú abanicándose de arriba abajo, casi como si en esos enviones estuviera a punto de salir volando. Caminaba por todo su palacio haciendo ruidos que se repetían ad infinitum en esos largos y ahuecados pasillos y asegurándose de que todo estuviera en orden. Sus escoltas imaginarios la seguían a todas partes, escoltas que se habían aventurado a conquistarla pero que habían sido rechazados una y mil veces. Verán, Pricila amaba a un príncipe. Y si bien en sus juegos cotidianos este príncipe era maravilloso, noble y aguerrido, la realidad se encargaba de arreglar los puntos y las comas del relato para desempolvar los rincones de la brillantina fantástica: su nombre era Juan, andaba todo el día con una gomera en su mano derecha y solía levantarle las polleras a las niñas inocentes con un vandalismo desalmado. Pero para Pricila, este Juan príncipe (porque en las clases de historia había oído nombrar a verdaderos príncipes con aquel nombre) era un caballero lleno de amor y templanza.

La princesa solía sentarse al lado de su fuente, en el jardín interno, a beber el agua mágica del palacio. Siempre con su tutú y una sonrisa satisfecha. Su madre la observaba a través de la cerradura de alguna habitación sin que Pricila se diera cuenta. No le gustaba que los grandes, soñadores reprimidos y burlones, anduvieran confeccionando un mundo de mentira a partir de ese que ella sabía que era más real que cualquier otro. Allí, entonces, junto a la fuente, el agua que caía le mojaba sus labios carmesí. Con el embrujo de dos manos poderosas se restregaba la transparencia sobre sus mejillas y se sentía una princesa fresca, dueña también de la naturaleza. Luego seguía saltando y caminando por todos lados y se perdía entre las plantas y los árboles. El palacio era oscuro, frío por la tenebrosidad del mármol, pero ella hacía que en cada espacio real se avivara una llama soberana.

Para sus diez años no fue difícil adivinar qué quería para su cumpleaños: más vestidos de princesa, y muñecas y pequeños castillos fastuosos. La misma filosofía siguió la torta. Su madre le preparó un pastel de tres pisos, totalmente blanco, con florcitas rosas y amarillas a los costados, pelotitas plateadas y doradas en los vértices y un castillo con una princesa y su amado pregonándose un amor silencioso de mazapán (sin que esto último lo hiciera menos eterno). La princesa tenía un vestido celeste, largo y una corona rosa. Estaba asomada a un balcón —asistiendo a su ineludible historicidad literaria— con una gran flor blanca. El príncipe (o acaso un Romeo enamorado y trágico del que nunca hablan en quinto grado) llevaba una malla de la Edad Media que resplandecía en su suavidad plateada.

Pricila esperaba impaciente que todos los asistentes a la Academia de princesas y príncipes acudieran mágicamente a su cumpleaños, sobre todo Juan. Lenta, paulatinamente —porque ni la nobleza tiene control alguno sobre la contingencia— los invitados fueron llegando al palacio con regalos y atenciones. Algunos de éstos se acoplaban perfecto a la temática general de la cumpleañera: grandes cajas con unicornios, princesas, tutús, varitas mágicas, coronas, maquillaje. Otros, con mucho pesar y una pizca de insolencia, rimaban mejor con la poética de su madre: ropa, cuadernos, lápices, bombachas. Pero en el palacio todo se recibía, hasta a un príncipe que venía, en vez de con su porte de nobleza, con el aspecto subyugado de un sapo: Juan ya había atravesado el rellano de la puerta principal, despeinado, en una remera blanca llena de barro y con la infaltable gomera en su mano derecha.

Pricila no vio ningún regalo en su otra mano, pero no le importó, él era el único regalo que quería. Se acercó a saludarlo y Juan se olvidó de decirle feliz cumpleaños. La princesa (suspendida en un vestido amplio y brilloso) lo hizo pasar y le dio un beso en la mejilla, pero el sapo siguió sapo. Un poco desilusionada, Pricila le sonrió para no caer en la oscuridad de los mármoles de su casa y Juan le devolvió la sonrisa, porque, después de todo, era un sapo feliz.

La tarde fue un caos forzoso: nenes corriendo por todos lados, gritando, bucando tesoros con los animadores de la fiesta, tirándose agua de la fuente, arrancando plantas, hurgueteando joyas de la abuela en el segundo piso, llorando infamias del sexo opuesto, y demás sucesos coloridos de esas tertulias harto conocidas. Juan y sus secuaces andaban por la cocina con ganas de cochinear. Como las gomeras no servían de mucho porque allí parecía no haber pájaros, él y dos de sus amigos habían decidido armar una pequeña guerra de comida. Sin duda, el príncipe, más que príncipe pertenecía a una legión romana, era de otro tiempo y otra cultura. Buscaron y buscaron por todos lados algo que los inspirara para empezar la batalla. Cuando a la tardecita casi noche divisaron la torta de tres pisos sobre una mesa, quedaron pétreos ante la belleza inefable de una obra maestra culinaria.

Pricila pasaba su cumpleaños encantada en su vestido azul, disfrutando cada minuto de su elaborada fantasía. Y sus amigos de la realeza parecían disfrutar todo tanto como ella. Lo que más le había gustado había sido el show de magia. El mago a cargo la había metido dentro de una caja y la había hecho desaparecer. A los pocos minutos, sentados todos los invitados sobre el suelo del jardín, la vieron reaparecer en uno de los balcones, con su vestido azul, y como en espera de algún príncipe azul que la fuera a buscar con algún lindo unicornio en su fábula andante. Ella se había enterado del truco del mago por ser parte del mismo, pero como era impermeable a los intentos imprudentes de la realidad, hizo como si en verdad hubiera viajado en el espacio.

A las nueve llegó el momento de soplar sus años en una velita simbólica. No había querido usar 10 porque en una sola se resumía su mayor deseo. Su madre fue a buscar la torta y Pricila esperó con todos los invitados alrededor de una gran mesa de mármol en el jardín. Pensó que no había casi nada más mágico que el fuego porque tendía a hacer que los espacios lucieran perfectos: con una prestancia tenue y delicada; con el suspenso ideal y la oscuridad suficiente que necesita toda historia de abolengo. Quizá por eso en la Edad Media habían proliferado los castillos. Súbitamente, castigados sus fabulosos pensamientos con la delicia rencorosa de la realidad, se oyó un grito de horror que venía de la cocina y que rebotaba en el eco ubicuo del palacio. La princesa y los nobles acudieron corriendo hacia allí y encontraron, en una imagen bestial, una coyuntura con tinte a revolución y salvajismo: alguien se había robado el balcón con la princesa y su flor blanca. Pricila supo inmediatamente quién había sido. Todos allí sabían quién había sido, pero, como suele ser parte del decoro real, nadie dijo nada. La princesa se portó como una dama, agarró la torta, la llevó al jardín, prendió la única vela y esperó a que los nobles comenzaran a cantarle el feliz cumpleaños. De a poco, primero pianísimo y luego con más ganas, las caras horrorizadas de los concurrentes soltaron algunas sílabas. Luego alguna música. Y finalmente ahogaron su consternación en aplausos apabullantes.

Cuando llegó la hora de irse, la cumpleañera clavó sus ojos en el sapo que sería ya sapo para siempre. Juan le devolvió la mirada un poco divertido, pero cuando notó que Pricila lo empujaba con unas pupilas escandalosas, se puso serio y salió sin despedirse. Mucho más tarde, a la hora de dormir, y estando la cumpleañera en la cama, dejó que se le escaparan algunas lágrimas. No lloraba por la torta, tampoco por ese saludo agrio del final. Lloraba porque la única princesa que debería haber sido robada de un balcón tendría que haber sido ella, en brazos de un príncipe azul que estaría allí admirándola, confesándole en silencio un amor eterno, mucho más eterno que el mazapán, y, definitivamente, mucho más fuerte y poderoso que la cizañera y entrometida realidad.