Letras
El Errante

Comparte este contenido con tus amigos

Él venía de tiempo en tiempo, siempre desnudo de silencios. Parecía una sombra en la carretera, pero cuando entraba a la calle de tierra, caminando entre los surcos de las carretas y sorteando aquí y allá los excrementos de las vacas, el pueblo lo atrapaba entre sus casas viejas y sus veredas oxidadas por el tiempo. Entonces, nos pertenecía.

Se llamaba a sí mismo hombre de todas las partes, pero allí lo conocíamos como “El Errante”.

Cada vez, al correrse la voz de que había llegado, todos los niños salíamos a su encuentro; caminábamos alrededor de él y lo seguíamos.

Aquel hombre extraño sin origen cierto y de edad desconocida, siempre sacaba de sus bolsillos algunos caramelos para regalarnos, o lápices de colores, o cualquier quincallería propicia para la avidez de nuestras pequeñas manos, pero no eran estas cosas lo que más felices nos hacía, sino el oírle contar sus emocionantes historias.

Hoy sé que lo que siempre esperábamos era su cargamento de ilusiones.

En la plaza se sentaba sobre una gran roca que, entre ida y venida, parecía estar esperándolo para, tal vez, deleitarse también con la narración de sus numerosas y maravillosas aventuras.

Contaba, con extraña y mágica verborrea, de los sitios que había visitado. Traía postales con imágenes de multicolores fuentes de agua, con catedrales recubiertas de oro y otros sitios que nuestra imaginación y sus palabras adornaban. Describía con tal detalle cada lugar por donde había caminado y los sitios y las gentes, que no nos quedaba duda alguna de que efectivamente había estado allí.

En alguna oportunidad, mientras nos explicaba todo esto, se quedaba inmóvil, con la mirada perdida en un mundo que anhelábamos, entonces, todos nos quedábamos muy quietos, observándolo, con un infinito respeto.

 

Nos decía, además, que había estado en la guerra. Hablaba de batallas y grandes caminatas por toda clase de terrenos, incluso había atravesado pantanos en donde el agua le daba por el cuello y él tenía que ir con los brazos en alto para evitar que su fusil se mojase. Debía explicarnos lo que era un pantano, pues lo más parecido a uno que conocíamos por allí, eran los charcos donde saltaban las ranas.

Nos explicaba de todas las cosas que hacían los soldados, y narraba con gran detalle el episodio en que cierta vez que le tocó pelear cuerpo a cuerpo contra un enemigo mostrándonos una enorme cicatriz en un brazo para comprobarlo.

Cuándo le preguntábamos por qué había ido a la guerra, sus ojos se ponían tristes, pero no nos dejaba con la duda.

“Un día vinieron a buscarme”, decía. “Tuve que ir con los soldados, a la fuerza. Mi mujer esperaba un hijo, se quedó sola, acurrucada junto a la puerta, con la barriga entre las manos, llorando. Cuando terminó la guerra y pude regresar, la casa estaba vacía. Nadie supo decirme a dónde había ido. Los vecinos me contaron que había parido una niña y que, un día, salió con ella sin decirle a nadie, tomando un rumbo desconocido. Es por eso que recorro los pueblos y las ciudades en su búsqueda; he estado en todo el mundo, hasta en las tierras en donde el mundo se termina, una vez...”.

Tantos sucesos le había tocado vivir, y en tantos sitios diferentes, que no conocíamos persona alguna con la que pudiésemos compararlo.

En el pueblecito aquel de los años cincuenta, perdido entre las montañas de un país antiguo y pobre, y en donde nada sucedía, a excepción de la lluvia, El Errante era algo misterioso y mágico.

Aunque los mayores aseguraban que tras aquella fuerte contextura, los gestos amables, la serenidad y la gracia del movimiento que sólo da la educación, se escondía una mente trastornada, reconocían sus momentos de lucidez y hasta lo recibían con beneplácito en las casas, formando amenas tertulias que duraban, a veces, varias horas.

Él traía noticias de otros pueblos y ciudades. Hablaba de acontecimientos inusitados que habían sucedido en la capital o en otras partes.

En ocasiones sacaba de su bolsa algún diario de cualquier fecha y relataba increíbles noticias, pues sabía leer y escribir, que ya era mucho decir entre aquellos pobres aldeanos.

A causa de ello, en más de una oportunidad le traían cartas de hijos o padres mandadas desde tierras lejanas para que él pudiese leerlas y ellos enterarse de lo que decían.

Cuando esto sucedía, siempre hacía un comentario del país de donde venían las cartas y en el que casualmente había estado. Uno de los más graciosos era cuando hablaba de un sitio llamado La Habana, en donde los hombres y las mujeres podían pasar toda una noche y hasta varios días bailando y tomando licor en los cabarets.

Esto levantaba los comentarios de todos, pues cómo era posible —se preguntaban— que un ser humano pudiese tener tal resistencia. Y también de qué vivían entonces, si no trabajaban. Por supuesto que esto se lo preguntaban los mayores, pues nosotros, los niños, creíamos con los ojos cerrados cuanto a él se le ocurriese decir.

 

Al llegar a la puerta de alguna casa le ofrecían comida, si era la hora, o una copa de aguardiente que aceptaba de buen grado.

Discutía de política y de negocios con los hombres, de la inmortalidad del alma y de muchos otros temas extraños, en todos los cuales pasaba por muy entendido.

A las mujeres les hablaba de modas o de la Reina, de la cual también parecía conocer mucho; no especificaba de que país era la Reina, pero la sola palabra tenía suficiente peso en aquellos patios con paredes de piedra desnuda y suelo de tierra simple, en donde picoteaban las gallinas y hociqueaban los cerdos, que eran, generalmente, los sitios en donde tenían lugar aquellas ocasionales tertulias.

A las jóvenes les contaba historias de amor de princesas y príncipes, con tal encanto y sabiduría que arrancaba profundos suspiros de sus tiernos corazones pueblerinos.

De esta forma captaba la atención de todos al hablar, no habiendo nadie en el pueblo que no se sintiese suficientemente pagado, con su conversación, por cualquier atención que le ofreciese.

 

Si algo lo diferenciaba notoriamente de los aldeanos del lugar, no eran sus ropas que, en mayor o menor grado se asemejaban a las de ellos, siempre vestidos para el trabajo; pero sí lo eran la forma de llevarlas, con la gracia y la majestuosidad de un Rey, su caminar pausado y sereno y su mirada que, aunque a veces se perdía en el mundo extraño de sus pensamientos, no dejaba de lado su orgullo y su independencia, lo que le daba, ante todos, un extraño poder.

 

Aunque nadie sabía si tenía una residencia fija en algún lugar, o dónde dormía, siempre andaba con su rostro limpio y el cabello muy bien peinado —esto lo pienso ahora—, mucho más que la mayoría de los del pueblo, que se dedicaban a la labranza de la tierra. Y no tenía las manos rústicas como las de ellos, las suyas eran absolutamente suaves, fuertes y limpias, con las uñas perfectamente recortadas.

Por estas y otras cosas, las gentes comentaban que era un hombre que había tenido estudios y fortuna y que, por alguna jugada del destino, había caído en desgracia.

Nosotros no entendíamos muy bien aquello, mas pensábamos que no estaba en desgracia en absoluto, pues era nuestro amigo, le queríamos y respetábamos como a ninguna otra persona.

En las tardes lo encontrábamos en la plaza, sentado sobre la gran roca; entonces, con su voz amable y profunda, nos hacía disfrutar de sus aventuras por esos mundos de Dios.

Si teníamos suerte, nos enseñaba sus tesoros: un reloj de oro, de larga cadena, labrado a mano por artesanos de no sé qué país lejano y desconocido; una navaja de hoja muy fina, con cachas de nácar, regalo de su coronel, a quien salvó la vida, peleando él solo contra más de veinte enemigos; un telescopio cuyo nombre aprendimos de él y que en aquella época sólo veíamos como un tubo con cristales por ambos lados, con el que se podía ver un árbol que estuviese a una legua, delante de nuestras propias narices; y un libro muy grueso, de páginas delgadas y amarillentas, que contenía, según él, toda la historia y todos los conocimientos del mundo.

Nosotros, como ya dije, dábamos por cierta, sin lugar a duda alguna, cualquier cosa que nos contase. Hacía rayas en la tierra con un bastón que siempre llevaba, dibujándonos mapas y señales para apoyar aquellas increíbles historias y haciéndonos soñar con ser protagonistas, algún día, de tan singulares y emocionantes aventuras.

Como embobados, le oíamos hablar de un viaje que había hecho a un sitio llamado Amazonas y de cómo había peleado con tigres y serpientes para salvar su vida; de un gran naufragio que había sufrido el barco en donde una vez viajaba y fue salvado por unos hombres que andaban semidesnudos que vivían en chozas y cazaban con flechas; de cómo, en otra ocasión, casi pierde la vida en el desierto, a donde había ido en una expedición, en busca del tesoro más grande que se había conocido; de cómo fue invitado por el emperador de un gran país del oriente, y le obsequió con regalos y gran cantidad de monedas y otros objetos de oro que luego unos ladrones, por quitárselos, casi lo matan.

Un día de primavera se fue, dejando el pueblo a sus espaldas por última vez. Con paso lento y seguro marchó por el camino por donde siempre venía, llevando consigo todos nuestros sueños.

El pueblo creció, nosotros crecimos, y de El Errante nada más se supo.

En el lugar en que estaba la gran roca construyeron una fuente, y allí los viajeros se paran a beber y a descansar sus cuerpos del camino.