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Triste destino de algunos intelectuales

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Al grito de “¡La ética ha muerto, viva la estética!”, los intelectuales oficialistas, llenos de fervor y fatuidad, se han lanzado a producir contenidos simbólicos diversos, en escenarios académicos y mediáticos en los que, cual habilidosos esteticistas, reinterpretan y reescriben cien veces si es preciso los discursos y las acciones del gobierno en línea con sus conveniencias, ocultando sus imperfecciones, reduciendo sus impurezas con sofisticados afeites y drenajes manieristas del lenguaje, en base a culteranismos fashionables, que luego se replicarán en todo el sistema educativo y cultural hegemónico.

Algo similar a lo que realizan los asesores de imagen con las formas de la apariencia de sus contratantes, en tiempos de campañas electorales. Pero si éstos pueden disimular los achaques de la carne o las neurosis de sus majestades sólo hasta cierto punto, ya que como simples ilusionistas que son no pueden hacer milagros, los intelectuales oficialistas, en cambio, le hacen increíbles fotoshop a la realidad, garantizando satisfacciones virtuales masivas al mejorar su apariencia, al crear climas estimulantes de euforia y entusiasmo y al avalar ad literam la panoplia de improvisaciones, reacciones y berrinches de aquellas, basadas en limitaciones intelectuales, infantilismo y narcisismo, emergentes habituales de la egolatría.

Pero si las limitaciones intelectuales de los gobernantes son superables con ciencia —que pondrán los técnicos y especialistas siempre que se esté dispuesto a escucharlos—, el infantilismo y el narcisismo (léase autismo) que a menudo poseen en grado superlativo no tienen remedio cuando no existe allí la conciencia, por lo que las consecuencias inmediatas las pagará siempre la sociedad, hasta que llegue el momento adverso de que ésta les pase la factura. Ese momento siempre llega.

Más grave aun es que las justificaciones mercenarias no puedan corregir, ni mucho menos disimular o desviar la atención de la sociedad respecto de todo lo negativo y perjudicial para la vida social y de la nación toda cuando ello es deliberadamente decidido y ejecutado por los gobernantes con la cabeza fría y con jactancia.

Esto significa que debemos incluir en el análisis la variable de las intenciones aparentes y ocultas de éstos como determinantes de sus acciones, lo cual nos pone frente a la contradicción flagrante entre las necesidades, los anhelos, los derechos y la voluntad mayoritaria de la ciudadanía, constantemente subrogados por las necesidades, conveniencias y anhelos particulares de los gobernantes y sus funcionarios de mayor nivel.

Si la constitución real de nuestros sistemas republicanos instala de hecho el hiperpresidencialismo y el populismo, el resultado fatal ha de ser el padecimiento crónico de la democracia y la república.

Sin embargo, el soberano, el pueblo, desplazado, manipulado, engañado y estafado preferirá la continuidad de hecho y de derecho del mal gobernante, por temor a abrir la puerta a las hoy antiguas e inservibles aventuras golpistas de inspiración fascista o comunista bajo la advocación de símbolos y valores revolucionarios como la libertad, la igualdad y la solidaridad, y digo revolucionarios porque siguen siendo utopías.

Los políticos opositores harán lo mismo por temor a ser tildados de fascistas aun cuando sean liberales o conservadores. Sus fervores liberales de otros tiempos los llevaron a pensar, al retorno de la vida democrática, en novedosos institutos jurídico-políticos de acción popular para abrir la política a la participación real y a la posibilidad de corregir rumbos rápidamente. No obstante, veinticinco años después, si algún político opositor planteara su implementación sería escarnecido universalmente por propios y extraños.

Eso revela que también existe un miedo terrible a utilizar la constitución hasta las últimas consecuencias, pues ello afectaría otra mítica variable política: la gobernabilidad, cuya laxitud permite y justifica entonces el estiramiento de las leyes para salvar los fines del sistema jurídico (¡...!).

Nuestra pobre cultura política se revela en varios puntos específicos: entre otros en el desconocimiento teórico práctico del republicanismo y la soberanía popular, por consiguiente de la constitución nacional; y por eso mismo se desconoce que cualquier gobernante puede ser dictador y fascista sin un coup d’etat basado en la fuerza y a cargo de militares, gendarmes, policías, comandos civiles ni milicias populares; simplemente basta reformar la constitución para cumplirla y hacerla cumplir en lo que a aquél le conviene, e incumplirla en lo que no.

Definiciones conceptuales, jurídicas y políticas tan complejas, necesarias y urgentes como terrorismo, genocidio y crímenes de lesa humanidad flotan en el limbo de la opinión y el relativismo ético que todo lo invade en procura de diluir los debates fundamentales y penetrar en todas las mentes planteando combates de retaguardia para consumo y entretenimiento del cholulismo nacional.

Así es posible hallar a muchos intelectuales percibidos vulgarmente como “progresistas”, ejerciendo, por ejemplo, una omnipresente crítica lapidaria —por cierto totalmente procedente— y de perfiles humanistas, a los desvíos históricos de la Iglesia Católica, como el desgraciado concepto de guerra justa, entre otros, que habilitaba al eje cortesano-eclesiástico a realizar crímenes horripilantes, aggiornado luego por la filosofía política en los tiempos recientes del Estado-Nación. Y sin embargo, esos mismos intelectuales, antiimperialistas y etc. (sic) no aplican un equivalente dictamen de la razón y la ética a las acciones de cuño similar cuando son llevadas a cabo por gobiernos que se titulan revolucionarios, socialistas o comunistas.

Proceden, pues, del mismo modo que los políticos, que tienen como guía práctica que no hay mejor defensa que un buen ataque... a los argumentos contrarios; e igual que los estrategas militares, que realizan maniobras diversionistas para confundir al enemigo... la sociedad, o desviar su atención; y que la Iglesia preconciliar, que sostenía la tesis de la guerra justa e injusta, en consecuencia, violencia justa e injusta.

Cuando pienso que esta labilidad de la moral política de ciertos intelectuales obedece a motivaciones innobles, tan poco elevadas como el mantenimiento de ciertos privilegios, no puedo menos que pensar con admiración en Juan Bautista Alberdi, especialmente en Alberdi el Viejo, cuya pasión intelectual y su honestidad es conmovedora. Deberían leer —dudo que lo hayan hecho— El crimen de la guerra, para aprender que un verdadero intelectual camina hacia adelante y no mira atrás para andar borrando sus propias huellas a intervalos regulares, como hacen ellos.

“Nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo a un mismo ciudadano en el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle y él se acostumbra a mandarlo; de donde se origina la usurpación y la tiranía. Un justo celo es la garantía de la libertad republicana, y nuestros ciudadanos deben temer con sobrada justicia que el mismo magistrado que los ha mandado mucho tiempo, los mande perpetuamente”.

Simón Bolívar (Discurso ante el Congreso de Angostura, 15 de febrero de 1819).