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Carruaje para un hombre que agoniza

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Que no se oiga ya que los ricos devoran a los pobres
y que la justicia es sólo para aquéllos.

M. B.

Con la definida certeza de los moribundos, el hombre sabe mejor que nadie que la vida está escurriéndose de entre sus manos. Flotando en la atmósfera de la exigua habitación hay aromas varios: alcanfor y ungüentos poco identificables que la negra Paula, empleando un pañuelo embebido en líquido verde, aplica, para aliviar las horas, sobre la frente del hombre. Todo será inútil, sin embargo: un carruaje viene marchando sobre las calles de tierra; un lento, polvoriento, inexorable carruaje que ha de detenerse en poco tiempo más justo ante la casa del hombre cuya vida se extingue.

Fuera del cuarto tenuemente alumbrado con apenas un candil, la ciudad de los Buenos Aires amanece a un día que estará colmado de negociaciones y nerviosismos. Todos son ahora enemigos de todos. ¿Qué habrá sido de aquellas luminosas ideas de unidad y de perseverancia revolucionaria? Nada resulta hoy, dentro de este mundo, más lejano que aquel mayo irrepetible.

—Debimos haber sido más implacables —murmura el hombre que agoniza, sin abrir sus ojos.

La negra Paula deposita el pañuelo dentro de una vasija que hay hacia el costado de la cama y lo embebe una vez más en el líquido verde. Luego lleva nuevamente el trozo de tela fina a la frente del enfermo.

—¿Y mi hermana Juana?

—Se retiró a descansar un momento, doctor.

—¿Y Castro? ¿Y Sullivan? ¿Están aquí?

—También se retiraron un momento, doctor. Pero ya regresan, ya regresan todos, doctor.

—Debimos haber sido más implacables —repite él, siempre con los párpados cerrados.

—Sí, doctor. Debieron serlo. Descanse usted ahora, doctor —concilia la negra, sin dejar de sostener el paño húmedo sobre la cabeza del hombre.

—¿Por qué permitimos que nos derrotaran así?

—Sí, doctor. ¿Por qué lo permitieron? Pero ahora no hable, doctor. Ahora descanse, doctor.

—Es que nos vencieron menos los de afuera que los de adentro, Paula.

Hay un crucifijo muy modesto, de madera sin lustrar, colgando de la pared y coronando la cabecera de la cama; hay una pequeña mesa, con el candil y con la vasija de líquido oloroso y verde, hacia la izquierda del lecho; hay una silla algo rota, dispuesta sobre un costado, de cuyo respaldo cuelga una vieja chaqueta que acaso pertenezca, ya inútilmente, al hombre que agoniza. Y eso es todo, no hay más que eso, apenas eso.

El carruaje, negro como la noche que ya comienza a declinar, avanza con llamativa lentitud en busca de su destino. Es el día anterior al inicio del invierno. Hace frío. Son las siete en punto de la mañana.

La fiebre ha hecho estragos sobre el hombre que agoniza, quien abre ahora bruscamente sus ojos.

—Hay fuego —dice de pronto—. Hay fuego, Paula.

—No hay ningún fuego, doctor. Le parece a usted, pero no hay ningún fuego. Mejor descanse, doctor.

La negra Paula, que no es ni muy vieja ni muy mala, podrá creer lo que más le plazca. Pero lo cierto es que el fuego está allí, allí nomás, arrasando los campos, los montes, la tierra entera. Y por delante del fuego, la multitud: cientos de seres melancólicos y oscuros marchando a paso corto, llevando consigo sus pocas pobrezas. Y por detrás del fuego, más fuego aun: la ciudad hueca, abandonada, librada enteramente al ingreso de un enemigo que no hallará otra cosa que no sean casas ardiendo y calles despobladas; la ciudad entre y por detrás del fuego, entonces, el mismo fuego que se consume lentamente ahora, sin dañar enseres ni cortinados, y sin que Paula haya logrado apreciarlo ni por un instante.

En medio de la empobrecida habitación, tose el hombre que agoniza. Tose dos veces. Tres veces. Una tos débil y poco promisoria. La mano de la negra Paula no deja de confortarlo.

—¿Qué nos han dejado de todos aquellos sueños? —pregunta el hombre—. ¿De qué asuntos no nos despojaron? ¿De qué senda no nos apartaron?

Pero Paula ya no responde.

—¿Valieron la pena? ¿Valieron la pena aquellos sueños, Paula?

El carruaje no se detiene: sus cuatro caballos avanzan a paso lento. Ese paso, sin embargo, es incesante. El destino final del carruaje se halla cercano.

El hombre que agoniza ve ahora otras ciudades. Algunas de esas ciudades se despliegan a orillas de correntosos ríos de color marrón; algunos nombres de aquellas ciudades coinciden con nombres de batallas; y algunas de esas batallas, no todas, han sido derrotas. El caudal de los correntosos ríos de color marrón se ve abruptamente enriquecido entonces por otros ríos de color rojo. Hay gritos, estruendo, retumbar de cañones, caballos enardecidos ante el miedo, soldados que caen muertos con sus caras hundiéndose en el barro.

—El desorden de crear una revolución —piensa el hombre, sin hablar.

Y enseguida, empujado por el delirio de la fiebre altísima, señala:

—Monteagudo ha enloquecido, Paula. ¿Sabe usted lo que ha dicho? Ha dicho que sería necesario pasar a degüello al menos a la mitad de la gente de esta ciudad, para armar después un nuevo mayo. Eso es lo que ha dicho.

Y reafirma:

—Monteagudo ha enloquecido, Paula.

Y enseguida pregunta:

—¿Monteagudo ha enloquecido, Paula?

El carruaje viene avanzando por la calle De La Santísima Trinidad, cruza frente al Cabildo, comienza a emprender los últimos tramos del viaje.

El hombre que agoniza cree ahora estar releyendo algunos párrafos escritos por un general, el famoso general de Maipo, en carta donde se lo nombra a él, al hombre que ahora agoniza, enviada al diputado cuyano Godoy Cruz: “Lleno de integridad y talento natural, no tendrá los talentos de un Moreau o de un Bonaparte en punto a milicia, pero créame usted que es lo mejor que tenemos en la América del Sur”.

Comienza a clarear despacio sobre la ciudad del gran río. El día va a abrirse, ya no falta mucho. En pocas horas más, Buenos Aires estallará en tres gobernaciones al mismo tiempo.

—Mi primo está en Tiahuanaco, en el corazón del Collasuyo. ¿Alcanzas a verlo, Paula? Está entre ruinas, frente al lago sagrado, hablando con los indios, explicándoles de quién es en realidad la tierra. Juan José, debes hablar más fuerte para que todos puedan oírte; más fuerte, Juan José, que tu voz llegue a Buenos Aires, a las orejas de los mandones que no nos quieren ni a ti ni a mí, como tampoco quieren al Señor Secretario... Más fuerte, Juan José, que te escuche la gente, aun y sobre todo aquellos que no desean escuchar.

Doblando la última de las esquinas, y enfrentando ya el final, el carruaje lento, polvoriento, inexorable, se detiene en la calle Santo Domingo, justo frente a la antigua casa paterna, la de paredes lisas y rejas con adornos repujados en hierro.

—Con el viejo amo o con ninguno, Paula. Eso mismo le dije al inglés de mentón curvado y altanería sin límites. Con el viejo amo o con ninguno. Pero mejor con ninguno, Paula... Mejor con ninguno, porque para eso y para nada más fue que hicimos una revolución; porque para eso y para nada más es que se hacen todas las revoluciones.

Paula cabecea tenuemente en la silla algo rota: el cansancio ha logrado vencerla. En su mano izquierda ha quedado aprisionado fuertemente, sin embargo, el pañuelito embebido en líquido curador.

La puerta, mitad despintada y mitad verde, se abre silenciosamente.

El hombre es alto, viste de negro y sus botas brillan de un modo casi impertinente. No ingresa en el cuarto; observa, de pie, desde la galería. Lleva una capa pesada, que bien debe protegerlo del frío de la mañana.

—Es hora, doctor —indica entonces.

El hombre que ya no agoniza sale de su camastro y camina hacia la puerta de la habitación.

—Hay que avisar a Paula —dice, señalando a la mujer en la silla.

—No es necesario —responde el de las botas brillantes.

Enseguida salen a la calle, luego de cruzar la galería y un largo pasillo repleto de tiestos. Desde el lado del río, la claridad del día comienza a ser un hecho cabal.

El de negro abre la portezuela del carruaje. Los caballos parecen algo inquietos. El otro hombre coloca su pie derecho sobre el estribo de madera y antes de subir, pregunta:

—¿Valieron la pena aquellos sueños?

—Soy un simple cochero, doctor. No sabría cómo responder a su pregunta.

El hombre que ya no agoniza ingresa en el carruaje. El de las botas lustradas cierra la portezuela. Luego da un pequeño rodeo, sube al pescante y fustiga a los caballos.

La ciudad de los Buenos Aires está allí, tras la cortinilla que el hombre que ya no agoniza cierra meticulosamente. El frío y la hora han puesto poca gente en las calles. El carruaje cruza los caminos, ahora con la velocidad del viento. Nadie repara en él.

—¿Valieron la pena aquellos sueños?

Ya amaneció por completo. El día, y por razones muy ajenas a la partida del hombre que ya no agoniza, atravesará hoy toda suerte de disputas y agitaciones.

El carruaje se ha alejado prontamente: ya casi no es posible verlo, gracias a la polvareda que alza a su paso y a la distancia recorrida. Sin que nadie lo advierta, lleva en la caja un puñado de sueños que tal vez, con suerte, no se resquebrajen del todo, logrando regresar algún día a la ciudad, de la mano de otros hombres.