Letras
Dos relatos

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Cadáver

Escucho la lluvia llorar estrellándose en mi ventana y a mis venas latir y quejarse por el flujo de odio que las contamina. Mis ojos hablan con la verdad que implica que mi espejo sangre mi imagen, que mis manos tiemblen ante este frío que las acompaña desde que nacieron como maldición aferrado a mis articulaciones que se rompen sin cesar frente a los ecos del pasado que no dejan vivir a un futuro que ruega lo respeten, lo dejen ser libre. Pero no puede, no puede ser libre. No debe de ser libre. No tiene el permiso de mis pulmones, ni éstos tienen el aire que necesitan para vivir más que yo. Y miro las voces fluir de las bocas huecas y sin sentido que rodean estas letras que no existen sin existir por ti. Y espero un rastro de ingenuidad en tus sonrisas que lloran más que las carcajadas que da la vida frente a nosotros.

La ciudad se infecta como un gran cuerpo enfermo que está a punto de morir y nosotros, el virus, se expande devorando sus entrañas de acero. Mis dientes rechinan como sus carreteras con los peces de hierro que las ensucian, como las nubes que estrían el cielo manchándolo de terrible felicidad.

Me encierro en un libro, me cobijo con sus páginas, vivo en él para que nadie observe mi vivir. Y siento un escalofrío que juega con mi espalda molestándola como montaña rusa. Y mis pensamientos juegan en mi cabeza como parque de diversiones, enfermizo. Me cosquillea la oreja cuando hablas de mí a la distancia, lo sé porque lo sé, porque lo siento, porque así debe de ser aunque no sea en realidad.

Y escucho los molestos latidos que me rodean, como bombas tratando de que la vida llegue a su flujo sanguíneo, de que sus cabezas sean capaces de aludir este grito que se hunde en las marañas del presente. Y pienso y pienso y pienso. Y muero y muero y muero. Y cada vez que muero renazco convertida en mí. En este ser. En lo que soy. Lo que soy... soy estas letras que se suicidan cortándose la tinta con adjetivos mal usados, soy uno más en el nido de peces de acero que ruedan por las venas de la ciudad, soy un virus más que carcome los intestinos de este ser sangrante. Mucha sangre, mis manos entintadas con este líquido maloliente, de costra, palpita en él la venganza de un andar que no debió existir cerca de mí. Porque soy la tentación de un asesinato. Soy un cadáver más en este ataúd, en esa fosa común que ya es mía, mi hogar. Y desde aquí, mientras veo cómo los gusanos pican y escogen esta carne que me envolvió como regalo desde que nací, respiro el polvo que cubre la madera de este huevo que los vivos me asignaron como mi lecho eterno. Escucho las pisadas de ellos sobre mí, colocando estúpidas flores para recordarme, una lápida con un epitafio que dice mi nombre, quienes me recuerdan, fechas, fechas, fechas que odio, que no importan, que sufren conmigo, que me acompañan en una eternidad de latidos incesantes que no han de acabar nunca. Y oigo cómo se van... me dejan... me abandonan, derraman unas lágrimas sobre la lápida y huyen a seguir viviendo. Porque dicen que la vida sigue. Los he escuchado decir esta estúpida frase tantas veces que la sé de memoria y mi memoria recuerda cuando yo la decía también y reía y sí, la vida siguió y sigue aquí debajo, aunque más abajo de mí no hay nada más que rocas, polvo y más insectos ansiosos de carne fresca, de ojos, de lenguas que empaparon el sudor de otros cuerpos que también han de ser devorados sin piedad por los mismos insectos.

Y mientras un gusano termina de comer mi dedo meñique, abro los ojos, las cuencas disponibles que no tienen ya nada dentro. Y los espero, sonrío, porque tú también has de llegar hasta este punto, todos estarán aquí y entonces veremos qué vida puede más y qué vida es la que continúa viviendo.

 

Te necesito...

Rubén llegó por fin a su casa. Las llaves se le cayeron en un charco de lodo, no pudo agacharse a recogerlas por lo que, con dedos temblorosos, tocó el timbre. La dulce voz de su esposa se escuchó por el interfón; Rubén trató de contestar la típica pregunta de ¿Quién? Sólo pudo escupir sangre. Al fin Graciela abrió. Por un momento vaciló en abrazar al hombre en la puerta quien parecía un vagabundo; dudó para después abrazarlo y ayudarle a entrar apoyado en su hombro. Rubén cojeaba. Al llegar a la sala le ayudó a recostarse en un sillón; la habitación estaba arriba y en esas condiciones no podría subir los escalones. Inmediatamente llamó al médico y limpió cada una de sus heridas con amor mientras le preguntaba en voz baja, como si no quisiera que la escuchara: ¿Qué te sucedió? ¿Quién te golpeó? ¿Reconociste a alguno?

Rubén negaba con la cabeza y la miraba a los ojos. Veía borroso. La escena era conmovedora: la esposa compasiva y abnegada curando a su marido con devoción y ternura. Tan sólo recordar que pensaba separarse de ella una semana antes... ¡Qué gran error hubiera sido!

Al fin llegó el doctor. Lo revisó y de inmediato pidió traslado al hospital. En su casa no podrían curar el brazo fracturado, coser las heridas y el esguince de cuello. Graciela se ofreció a pagar todos los gastos y a quedarse con Rubén en la noche. Se acomodó en un sillón viejo y roído junto a la cama del paciente. No se quejó del frío; durmió como perro fiel a sus pies. De vez en cuando se levantaba de su incómodo lecho para checar que su marido se encontrara bien. A Rubén, más que las heridas, le dolía haber tratado así a su mujer, haberla maltratado como lo había hecho le avergonzaba. Justo aquel día en la mañana le gritó que ya no la necesitaba más. Se dio cuenta de que la necesitaba a su lado más de lo imaginado. Se prometió a sí mismo jamás volverlo a hacer, incluso le pasó por la cabeza la idea de que se merecía la golpiza. Todo sucedió muy rápido. Unos tipos lo interceptaron fuera de su trabajo, lo obligaron a subirse a una camioneta negra y ahí lo patearon; le pegaron con bats, le dieron puñetazos hasta que la cara de su víctima pareció una mole de carne con sangre. Después lo dejaron tirado cerca de su casa. Rubén quiso parar un taxi, pero ninguno se detuvo. Él no los culpaba, después de todo por la facha que traía ni siquiera él se hubiese detenido. Mientras casi se arrastraba por las calles llegó a la conclusión de que era víctima de una venganza. Tal vez su amante o alguno de sus clientes...

Pasaron los días y Rubén regresó a su casa acompañado de su fiel esposa. Se quedó profundamente dormido. Graciela se acercó para besarlo y se percató de que incluso roncaba. Lo arropó bien y, justo cuando iba a recostarse a su lado, oyó el timbre de la puerta. Descalza, sacó una bolsa que mantenía escondida en un cajón y bajó con ella tratando de no hacer ruido. Abrió. Un tipo gigantesco y gordo la saludó. Quería pasar.

—¡No! —gritó ella—. Toma el dinero y vete.

Le aventó la bolsa y cerró la puerta. Suspiró. Todo estaría bien ahora. Cuando volteó para subir las escaleras, sorprendió a Rubén observándola con lágrimas en los ojos y un bat en la mano derecha. La miró con un odio que ella jamás había visto.

—¡Perdóname, Rubén! —se tiró a sus pies—. ¡Es que necesitaba que me necesitaras tanto!