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Leonardo

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Exposición de Leonardo da Vinci en la National Gallery de Londres

Para sentir la atmósfera de Londres, lo mejor es abrigarse bien y dejar que los pasos me conduzcan a través de la niebla atravesándola. Y avanzar por las calles como si me internara por un bosque encantado al que iluminan rótulos brillantes, cristales como espejos cuando se aspiran aromas de árboles centenarios que soñaron a Dickens y acariciaron la mirada de Keats y de Virginia Woolf y tantos otros y acaso también la de Turner, agitando las ramas a su paso como si fueran olas. Caminar por las orillas del acerado Támesis es toda una experiencia. Puedo de igual manera tomar la línea de autobuses 11 en Kings Road, mirar desde la ventanilla la catedral de Westminster, la imponente Abadía donde duermen los nombres no olvidados; pasar por el Parlamento y muy cerca de Downing Street y, siguiendo la Whitehall, alzar los ojos hasta el corazón de bronce que protege Nelson en Trafalgar Square para luego detenerme en mi destino. Ese destino que me conduce siempre por donde el Arte late. El Arte se encuentra ahora mismo ahí, justamente ahí, muy cerca, en la National Gallery, donde tiembla otra atmósfera de belleza inasible, cálida y luminosa en el misterio que nos muestra el diálogo de manos y de ojos de Leonardo, los rostros que idealizó Leonardo; el sfumatto único del genio de Leonardo, nueve de sus pinturas cuando tan sólo podemos disfrutar de quince en todo el mundo, 33 de sus bocetos y hasta una réplica de la maravillosa Última Cena en una planta especialmente habilitada para reconstruir su historia.

España aporta su cuadro El Salvador mundi que, por fin, mentes expertas han terminado por dictaminar o reconocer que efectivamente esa obra intemporal salió de las manos del maestro Da Vinci. Allí se muestra, con serena mirada compasiva, sosteniendo una esfera de cristal con la mano en actitud de bendecir, ocupando en la exposición el lugar merecido con todos los honores. En total, contabilizando dibujos y pinturas, son 60 obras maestras que proyectan el aire de lo que siempre será eterno. Mirándolas siento con más fuerza que el tiempo, ese concepto tan fugitivo, se me escapa como agua entre los dedos; que mi sombra dejará paso a otra efímera luz que buscará estas creaciones con la misma pasión y gratitud que yo ahora mismo experimento ante el fuego interior que las formara.

En este mundo tan uniformado ya no hay seres así, me digo convencida: ¿estamos perdiendo la capacidad para sentir el secreto oculto que guarda cada brizna, ahora que todo se nos muestra tal cual es por el milagro de la ciencia y la tecnología? Ante nuestros atónitos ojos pasa la belleza de este planeta; imágenes del universo que nos dejan perplejos y extasiados... No obstante, esta emoción recóndita, el escalofrío que nos acerca a estos cuadros, a esta vertiginosa claridad del misterio, alcanza otra dimensión muchísimo más íntima. Abrumadora en su acepción de que es rotunda, total y completa.

Lo perseguí en Milán, por los alrededores del Castillo Sforzesco, en aquellos lugares donde mi intuición me dictaba que él observaría el vuelo de los pájaros para sus visionarios artilugios. Busqué sus huellas impresas en el viento de la zona de Brera, la que tal vez recorrería a la caza de los rasgos oscuros de seres marginales para plasmar la imagen de Judas Iscariote. Y en el refectorio de Santa María delle Grazie, sentí la luz de las palabras pronunciadas por Cristo ante la traición de su discípulo: “...Lo que has de hacer, hazlo pronto”. Lo he captado en Florencia, en las antiguas luces sobre el dorado tiempo de las piedras donde los sueños fueron transparentes como las invisibles alas de ese primer ángel del taller de Verrocchio; y en el Arno calmado y en la neblina de las amanecidas cuando todo retiene esa delicadeza de cristal veneciano en que cada instante auroral se inaugura entre la irrealidad de los matices que se filtran por la ventana del alma de los ojos...

Sobre todo lo busco siempre en la Naturaleza a la que tanto gustaba escudriñar puesto que él buceaba en lo concreto de la experiencia: “Madre de todos los conocimientos” —como dejó apuntado—; en las múltiples formas que lo real contiene, en la fuerza telúrica, en los fenómenos atmosféricos, en la geometría del paisaje, en la física, en el dinamismo abarcador de los elementos y en esa privilegiada mente en constante movimiento que un genio como el suyo —como un raro milagro— alcanza y consigue proyectar. No se puede permanecer ante estos cuadros, inmóvil, y no acabar tocada. Me atraviesa la gracia de estos rasgos inalterables supervivientes de todas las barbaries que los han perseguido... Afrentas y bandazos de la historia, codiciosos saqueos, desolaciones y devastaciones, la cruz gamada del nazismo abyecto pretendiendo marcarlos...

Manos que no lograron salvar lo irrepetible de tanta vida humana rescataron estos cuadros, como continuación, como consuelo de que el arte nos salva de algún modo de tanta adversidad. De alguna forma estas obras imperecederas cumplieron por sí mismas un designio, un destino y, a través de los siglos, nos recuerdan que pese a la barbarie de tantas destrucciones como algunos perpetran, se alza sobre la oscuridad lo mucho que nos queda de altura y de grandeza, de belleza, de luminosidad, de vida, como un cálido soplo de esperanza que se elevará siempre sobre la podredumbre y los escombros.

Trasladado por primera vez desde el Louvre, el cuadro de la Virgen de las Rocas abandona su residencia habitual para mirarse frente a frente como en un desdoblamiento de espejos con la misma escenificación que guarda también la National Gallery. Pura poesía la de esta piramidal composición que nos envuelve en la nostalgia de lo que es siempre inasible, ese paisaje envolvente y secreto por donde el agua vivificadora sirve de fondo a la pureza de las expresiones en una delicada y armoniosa ternura.

Algo más allá la gracia aristocrática de Cecilia Gallerani (La dama del armiño). Nos atrapa ese movimiento en escorzo donde Leonardo magistralmente juega con la ilusión de una luz indirecta, con las transparencias, con los reflejos y los colores, con la simbología que contiene todo lo que ha deseado plasmar en este cuadro; en la elegante y refinada hermosura de una muchacha de diecisiete años que al parecer fue amante de Ludovico Sforza y que nos parece tan actual y tan absolutamente extraordinaria en la inmortalidad que el genio le ha otorgado...

Al salir, frente al aire desnudo como un verso, el cielo con la tierra confundido. Transparente, se filtra por la luz de la memoria el tiempo de los árboles en su clara inocencia desasida... ¡Cuánta sabiduría, Leonardo, para colmar de vida la belleza..! Una gota de agua, una sola, que arrastra el viento de una nube aislada, colma la travesía de la sed de un deseo...