Sala de ensayo
“The Road”, de Cormac McCarthy
The Road
Cormac McCarthy
Picador, Londres
2008
The Road: el visceralismo de Cormac McCarthy

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Cuando el escritor le impone a su historia un cuándo y un dónde, se está delineando un tablero, se está imponiendo precisas reglas de juego. En su elección de un mundo post-apocalíptico, Cormac McCarthy en nada se diferencia de decenas de otros autores —no por nada se habla de lo apocalíptico o lo post-apocalíptico ya como género— o géneros: así de especializado viene el rubro. Pero, ¿qué es lo que hace de The Road la aguja de ese pajar? Justo cuando parecía que el tema era un callejón sin salida, cuando en el cine, por ejemplo, se había vuelto una excusa para ver estrellas combatiendo contra zombis o pandillas ciber-punk en insólitos trajes de cuero, y para el extraño placer de ver construcciones emblemáticas en ruinas, aparece The Road. (No debiéramos echar la culpa a los géneros de la mala fama que les hacen uno u otro adepto).

Ante todo, lo que distingue a The Road de otras obras del género es su verosimilitud. McCarthy narra un mundo verdaderamente post-apocalíptico, y dentro de ese mundo, coloca personas verdaderas: un padre y su hijo cuya verosimilitud no los priva de dimensiones dramáticas, sino exactamente lo contrario. Además aquí el autor no hace trampa, respeta las reglas del juego; es decir, en el mundo de The Road, a diferencia de los mundos de otras ficciones del género, hay lo que en toda obra que espere ser creíble y se presente como post-apocalíptica debería haber: nada. Claro que construir una historia sin absolutamente nada —sin personas, sin ciudades, sin la más mínima señal de vida— es un imposible. Lo cierto es que McCarthy transmite la sensación de desolación con una fuerza tal que las pequeñas e ineludibles violaciones a la premisa de la nada no parecen tales. Y es por eso que cuando aparece algo, por más mísero que sea —una lata de Coca Cola—, compartimos con los protagonistas los sentimientos de dolorosa felicidad que sólo puede conjurar el milagro.

Como se anuncia desde el título, bien se podría pensar a The Road como un equivalente literario de la road-movie, y una de las prácticas más comunes de este tipo de formato es el paisajismo. Bien, la nada no sólo no constituye un obstáculo al paisajismo de McCarthy, sino que constituye su tema, su oscura y prolífica musa:

He walked out in the gray light and stood and he saw for a brief moment the absolute truth of the world. The cold relentless circling of the intestate earth. Darkness implacable. The blind dogs of the sun in their running. The crushing black vacuum of the universe. And somewhere two hunted animals trembling like ground-foxes in their cover. Borrowed time and borrowed world and borrowed eyes with which to sorrow it (138).

La belleza de este pasaje me parece indiscutible —o me vence el esfuerzo de encontrar motivos para discutirla. Pero ¿dónde reside? Claramente no en lo descripto, ni en imágenes, ni en conceptos, sino en el puro lenguaje: en su concisión, en su fuerza —tildada por algunos de miltónica, bíblica—, en una laboriosidad de selección revelada por ejemplo en la combinación del sustantivo earth con el adjetivo intestate, un concepto de derecho referido a los modos de sucesión cuando el fallecido no deja testamento. (Dicho sea de paso, el two hunted animals, que literalmente sería motivo de optimismo, ya que significaría otras vidas, resulta a fin de cuentas una elegante y decepcionante autorreferencia del padre con su hijo).

En lo que se refiere a diálogos, pasajes como el siguiente abundan:

He’s going to die. We cant share what we have or we’ll die too.

I know.

So when are you going to talk to me again?

I’m talking now.

Are you sure?

Yes.

Okay.

Okay (53).

Además de que los diálogos con los chicos suelen ser efectivamente así, el intercambio de okays se trata de más que un mero derroche especular de asentimientos. En él entra en juego toda una psicología parental. Cuando un hijo responde okay —en español, bueno, está bien o similares— después de una admonición, una advertencia, un consejo o una simple enseñanza, puede estar no sólo diciendo que entendió, sino prometiendo entendimiento, fidelidad o recuerdo de lo que se le acaba de decir, por más contrario a sus deseos que sea. Y si el padre devuelve a su vez con otro okay, éste puede significar que está tomando nota de la promesa, que no se la va a olvidar y que la está archivando para un futuro en que se vea obligado a invocarla. Es decir, el intercambio suele constituir un pacto, una negociación entre la infancia y la adultez:

[...] All right, he said. But then tomorrow we go on.

The boy didn’t answer.

That’s the best deal you’re going to get.

Okay.

Okay means okay. It doesnt mean we negotiate another deal tomorrow.

What’s negotiate?

It means talk about it some more and come up with some other deal. There is no other deal. This is it.

Okay.

Okay.

Pero el minimalismo de McCarthy va más allá de la extensión de sus oraciones. En la novela, a pesar de haber bastante diálogo, no hay una sola comilla. No hay guiones, faltan apóstrofos (dont, cant), y son contables las comas. Si no hubiera funcionado, si la ausencia de esos supuestos estorbos hubiera resultado ella misma un estorbo, su minimalismo no hubiera sido más que una mera declaración de principios, uno de esos pretenciosos manifiestos literarios a la altura de los cuales no logran estar sus propios autores. Sin embargo, funciona. El texto se las arregla perfectamente sin esos signos, y si bien eso no es en absoluto decir que todos los autores deban seguir el camino de McCarthy, sí está bien que McCarthy siga el camino de McCarthy, o que lo haya seguido en esta obra.

Los personajes de la novela carecen de nombre. El padre es referido como the man y el hijo como the boy. Del único personaje que da su nombre, Ely, se sospecha que esté mintiendo. ¿Qué iluso se demoraría en nombres en el fin del mundo? Mentir respecto al propio nombre quizás suponga una vanidad aun más inútil. Todos tienen algo en común: no son nadie, o la misma trémula humanidad hurgando por el mísero sustento que prolongue la agonía un día más.

Aunque, después de todo, sí hay alguien que se distingue del resto. Para el padre, su hijo es un dios: “If he is not the word of God God never spoke” (3), “what if I said that he’s a god?” (183). Y no sólo por la válida aunque poco interesante razón de que sea su hijo. En una situación de catástrofe, de emergencia, la moralidad entra en un muy particular terreno. Justo en el momento en que ya no hay ningún Ente que la garantice, en que quedó enteramente librada a la disposición de cada uno, las cuestiones morales se volvieron más críticas que nunca. Porque tal vez no haya mayor obstáculo a la supervivencia del individuo que aquello sobre lo que se fundamenta la supervivencia del conjunto: la moralidad. En un mundo donde no quedan más que cenizas y hombres famélicos, tendrá más chances quien no tenga escrúpulos para robar y, sobre todo, quien sea capaz de destrabar uno de los más grandes tabúes de la civilización: el canibalismo.

En este contexto, la candidez y bondad naturales de un chico son el precioso y precario flameo de todo lo que hace humana a la humanidad. Son éstas las cualidades que lo hacen único, que lo divinizan. Y es lícito en este sentido que padre e hijo digan “we are carrying the fire” —nosotros llevamos el fuego. Sí, la frase linda con lo cursi, pero lo que es cursilería y lo que es maniqueísmo para el adulto, es para el menor la simple forma de la realidad. Los chicos no entienden demasiado de matices; si a la pregunta de si alguien es bueno o malo se les responde con algún punto intermedio, para ellos es una respuesta inconclusa, dudan, no quedan del todo satisfechos.

Para el chico protagonista no se trata sólo de encasillar en buenos o malos a los demás, sus resquemores éticos hacen que necesite ser continuamente reasegurado de la propia condición, de que él y su padre en efecto pertenecen al bando de los buenos. Y malo y bueno, lejos de tener valores abstractos, en la novela son por momentos equivalentes a practicar y no practicar el canibalismo:

We wouldn’t ever eat anybody, would we?

No. Of course not.

Even if we were starving?

We’re starving now.

You said we werent.

I said we werent dying. I didnt say we werent starving.

But we wouldnt.

No. We wouldnt.

No matter what.

No. No matter what.

Because we are the good guys.

Yes.

And we are carrying the fire.

And we are carrying the fire. Yes.

Okay (136).

¿Cómo criar un hijo en un mundo así? El camino es escarpado, y los precipicios no dejan costado sin cubrir. Hay dos cosas que son esenciales para mantener un hombre de pie, y en un punto, esas dos cosas que concuerdan en apuntalar la vida, en el mismo acto de hacerlo se contradicen entre sí: una es la esperanza, y la otra, la cautela, una forma de miedo:

If you are in the lookout all the time does that mean that you’re scared all the time?

Well. I suppose you have to be scared enough to be on the lookout in the first place.

To be cautious. Wacthful (160).

Para asegurar el bienestar del hijo, el padre tiene que instilar desconfianza y confianza a la vez. Tiene que enseñarle a no dejarse engrupir, pero al mismo tiempo tiene que estimular en él un motivo para seguir adelante, la esperanza de que en algún lugar, en algún momento, va a encontrar gente buena, otros portadores del fuego. Y a pesar de todas sus expresiones de cinismo, de egoísmo, de desconfianza, más que lógicas dadas las circunstancias, si hay alguien que tiene esperanza, o toda la minúscula esperanza que un mundo semejante puede albergar, es él, el padre. Es su esperanza la que abre y culmina la historia, la que apuesta por la vida cuando su mujer, la misma madre del chico, opta por la otra opción, la más sensata, la que la hace fría y despreciable en comparación. Esta esperanza a veces se manifiesta en oscuras formas. El padre aborrece de sueños placenteros, donde cenizas y desolación son reemplazadas por cielos azules y pajaritos:

[...] he was learning how to wake himself from such siren worlds (17).

Pero precisamente aquí se manifiesta el tamaño de su esperanza. Tiene una razón harto válida para hacerlo, y una razón que es la más tenaz afirmación de la vida:

He mistrusted all of that. He said the right dreams for a man in peril were dreams of peril and all else was the call of languor and of death (17).

Al tono apocalíptico, es decir, grandilocuente y perentorio, colaboran por momentos estructuras sintácticas inusuales o arcaicas y, alguna vez por mero contraste con la lengua estandarizada, poéticas. “Darkness implaccable” es un ejemplo. Aquí la operación es muy simple, consiste en una mera inversión del orden adjetivo-sustantivo admitido en inglés. Ya la inversión, sumada a la concisión, constituye un énfasis. Y la frase los necesita: darkness —oscuridad— es un sustantivo de difícil uso en poesía —o prosa poética, aquí el caso. De difícil uso por lo trillado, por el esfuerzo que requiere devolverle peso y significancia para que deje de ser una abusada convención de la autocompasión, del gótico o lo que sea. Hay varios adjetivos que quizás conceptualmente al sustantivo lo hubieran realzado más. Por caso, oscuridad total, oscuridad absoluta... No cabe duda de que implacable es mucho más eficaz. Otro ejemplo de estructura arcaica o poética: “The snow fell nor did it cease to fall” (101). Gramaticalmente el nor —tal como el español ni— requiere que la primera cláusula de la oración sea negativa, condición que no se cumple: La nieve cayó ni dejó de caer. Además del atractivo que quizás resida en el simple hecho de la violación gramatical, el nor parece poner de manifiesto la carga negativa implícita en la cláusula positiva: la nieve cayó, pero lo importante es que el protagonista no quería que cayera, quería que se detuviera, que no cayera.

Otra cosa que abunda en la novela son los neologismos. En la naturaleza de estos neologismos es en mi opinión reconocible la naturaleza general de la ficción de McCarthy. Me explico. Llamar muchas de sus coined words “neologismos” es emparentarlas, por ejemplo, con los portmanteau de Lewis Carroll o James Joyce. Sin embargo, nada más lejano. Hay una diferencia fundamental y que no podría tener un síntoma más revelador que el siguiente: a la palabra inventada de McCarthy el lector, incluso siendo el inglés su lengua madre, la busca en el diccionario. Es decir, o el lector se cree él mismo en falta, o como máximo sospecha de la validez de la palabra, y consulta el diccionario para cerciorarse. Y acá en mi opinión está su mérito: construye vocablos que podrían perfectamente haber existido, y que a veces hasta parecen más naturales que los que existen. Un caso:

When it was light enough to use the binoculars he glassed the valley below (2).

To glass; este verbono existe. En español estamos más que habituados a esta costumbre de verbalizar sustantivos, costumbre que es conscientemente abusiva, a veces con cierto matiz de chanza. Además de que el inglés no se presta tanto a estas deformaciones, to glass suena bien, natural, y de cualquier forma es más práctico que decir “to look through glasses”. De la misma manera que este neologismo requiere imaginación, pero no una imaginación aumentativa, no la imaginación que agrega, que es un plus, como pueden ser la de Joyce o la de Carroll, sino una imaginación regresiva, previa a la realidad, algo similar pasa con la ficción de McCarthy en general. Un adjetivo que quizás le calce bien es el de visceral. Calificar la ficción de McCarthy como realista sería una disminución. Ella se refiere a algo más que la realidad, pero en dirección inversa a lo que tradicionalmente consideramos como ficción, como fantasía; reformulemos: se refiere a algo menos que la realidad. Se refiere a un estadio anterior o más real que la realidad. Si nos figuramos la realidad como un cuerpo desnudo, la ficción sería comúnmente el cuerpo emperifollado, saturado de ropa, y la ficción de McCarthy, sus músculos, sus nervios, su esqueleto.

Para presentir su visión de la literatura quizás ayude su afamada desestimación de escritores como Marcel Proust y Henry James, a quienes declara no entender porque “no tratan de cuestiones relativas a la vida o la muerte”. El juicio es como mínimo debatible, ya que se apoya en la menos defendible de las exigencias: la exigencia temática. Además, por lo vago y al mismo tiempo ubicuo de los conceptos que demanda de todo escritor, sería difícil si no imposible diferenciar aquél que los incluyera de aquél que no (de alguna rebuscada manera, se podría sostener que hasta Samuel Beckett, cuando presume de no tratar de nada, trata al fin y al cabo de la vida y la muerte). En todo caso, la frase sirve menos para pensar con McCarthy que para pensar en McCarthy, una especie de cruce entre Walt Whitman y la Revelación de Juan llevada a la ficción: poético, intransigente, visionario, visceral.