Sala de ensayo
Siete viajeros miran las calles habaneras

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La Habana

Yo creo que entre todas las ciudades que merecen
el nombre de civilizadas, no puede haber una siquiera
que se asemeje a nuestra patria
por la horrorosa inmundicia de sus calles. [...]
La Habana sería siempre un pantano
de inmundicias, mientras nosotros mismos
no impidamos los progresos de las bárbaras
costumbres que están introducidas. [...]

Manuel de Zequeira y Arango. “Policía de calle”,
El Criticón de la Havana. 1804.

De Cuba colonial siempre se ha tenido una visión paradisíaca o, por lo menos, ella predomina dentro del corpus oral y principalmente literario, heredado de los viajeros de la etapa colonial. El archipiélago cubano deslumbró a innumerables personajes, quienes no se detuvieron mucho, al escribir sus visiones o memorias, en contrastarlas con la realidad: y en esa dicotomía descansa una de las temáticas de los estudios coloniales aún inexploradas con verdadera profundidad.

La imagen de un objeto tiene un estrecho vínculo con el ángulo desde el cual se le mire. Nada nuevo para el campo de la óptica y las ciencias aledañas, pero muchas veces no nos detenemos al aprehender un discurso, principalmente literario, desde cuál posición están narrando: no hablo sólo de la madeja de técnicas narrativas, tan florecientes en estos años, sino desde qué posición social surge la narración, desde cuál grado de distanciamiento objeto-sujeto se narra o incluso desde qué estado anímico se escribe. Y estos viajeros coloniales, quienes desde sus escritos mostraban las grandezas y miserias de un pueblo, estaban motivados por disímiles objetivos, algunos nada plausibles.

Cuál es la imagen representativa o canónica de una nación, es una materia siempre objeto de innumerables trabajos teóricos y en el caso cubano aún no se ha podido “empotrar” tal recuadro de manera definitiva. La nación y su imagen van cambiando perennemente, y ello conlleva a reconocer la caducidad de las quizás hoy acertadas canonizaciones, las cuales pronto: y aquí este adverbio de tiempo es de primerísima importancia por su matiz dinámico, dejarán de ser las canónicas y se adentrarán al desfiladero de lo caduco, del no ser.

Es por ello que nos proponemos retroceder temporalmente y mostrar otra imagen, muy específica y distinta de la usual que ha sido legada habitualmente de La Habana. Pues de esa ciudad sobran las referencias bibliográficas de visiones acendradas y paradisíacas, mientras que de la mirada descarnada no abundan o por lo menos no en el grado de la primera.

Cuba, como los demás estados americanos, es el resultado de innumerables oleadas de inmigrantes quienes desde Europa, África o Asia, fueron conformando la nación. De esas oleadas quedaron innumerables testimonios: arquitectónicos, musicales, plásticos y fundamentalmente literarios, etc., y estos últimos servirán para el objetivo propuesto en este texto al extraer pasajes que muestren el rostro —otro— de aquellas calles sucias de La Habana colonial. Estos viajeros casi siempre no se movían de La Habana o sus áreas aledañas, aunque hay casos como el de Hippolyte Piron, natal de Santiago de Cuba, quien primero recorre la isla por la zona oriental y después llega a la capital.

Entre los viajeros que inauguran el siglo XIX está el Barón de Humboldt (1769-1859), considerado el Segundo Descubridor de Cuba. Este autor llega a La Habana el 19 de diciembre de 1800. En su Ensayo político sobre la isla de Cuba, obra cardinal de la época, publicada en 1827 en París, lega dentro de variadas descripciones: económicas, sociológicas, geográficas e incluso de la flora y la fauna, la imagen de las calles de La Habana a su llegada a la ciudad. Esta obra sonrojó a la sacarocracia cubana de la primera mitad del siglo XIX por intentar mostrar a Cuba tal cual era. De las calles dice:

Las calles son estrechas en lo general, y las más aun no están empedradas. Como las piedras vienen de Veracruz, y el transportarlas es muy costoso, habían tenido, poco antes de mi viaje, la rara idea de suplir el empedrado por medio de la reunión de grandes troncos de árboles, como se hace en Alemania y en Rusia, cuando se construyen diques para atravesar parajes pantanosos. Bien pronto abandonaron este proyecto y los viajeros que llegaban de nuevo veían con sorpresa los más hermosos troncos de caoba sepultados en los barrancos de La Habana. Durante mi estancia en la América española, pocas ciudades de ella presentaban un aspecto más asqueroso que La Habana, por falta de buenas autoridades; porque se andaba en el barro hasta la rodilla; la multitud de calesas o volantes, que son los carruajes característicos de La Habana; las carretas cargadas de cajas de azúcar, los cargadores que se movían entre los transeúntes; todo ello hacía enfadosa y humillante la situación de los de a pie. El olor de la carne salada o del tasajo apestaba muchas veces las casas y las calles tortuosas.1

Humboldt queda impresionado de la suciedad de las calles habaneras, suciedad que no es óbice para deslumbrarse por otros aspectos de la isla como la flora y la fauna, más otros propios de aquella aristocracia tan presta a consumar la adefagia y que se sintió traicionada al conocer la obra referida del sabio europeo, pues a él le abrió las puertas como a uno más de su clase.

En el año 1839 llega a La Habana el viajero español Jacinto Salas y Quiroga (1813-1849), quien se sorprende aún sin desembarcar del grado de corrupción del sistema de aduana y de gobierno en general, que le impide bajar a tierra por trámites burocráticos. Cuando todo parecía perdido y debía permanecer un día más a bordo en plena bahía habanera, por encontrarse además cerradas las oficinas respectivas para los trámites, siendo apenas las dos de la tarde, el capitán de la fragata, con breves susurros y pasando algunas monedas a las manos de los oficiales del caso, obtuvo el imposible, momentos antes, permiso para desembarcar.

El viajero Jacinto Salas y Quiroga publica en 1840 su obra Viaje a Cuba, un año después de su estancia en la isla, y relata las disímiles aventuras que vivió en la colonia española. De sus calles dice:

La vista general de La Habana es curiosa; desde luego nota el europeo, con extrañeza, que si bien las calles son tiradas a cordel y en divisiones iguales, esta regularidad en el conjunto no está del mismo modo observada en los detalles. Así que, al lado de un suntuoso palacio, se ve una mezquina y asquerosa casa y la construcción más moderna y elegante al lado de la más antigua e irracional. No se nota en los edificios disparidad tan extrema, aunque nada fuera menos extraño que ver una iglesia antiquísima y un teatro moderno.

Las calles no son muy anchas, cual fuera necesario en un país de tanta concurrencia y es que no es posible vivir sin el auxilio de la bienhechora brisa. Y en su movible, rara vez seco piso, jamás descansa el pie de las bellas americanas. El forastero, ignorante de los usos del país, o poco acomodado para sostener un carruaje o curioso y observador que discurre por aquellas calles, se ve casi solo, sin encontrar más que hombres de color, ocupados en su faena y muchedumbre infinita de quitrines (carruajes del país) que embaracen su marcha. Tal es el número crecido de éstos que necesario se hace la atención más cuidadosa para no ser atropellado por alguno...2

No encuentra las calles habaneras tan asquerosas como Humboldt, pero sí muy peligrosas para desandarlas. Casi coincidiendo con la estadía del viajero Salas y Quiroga, llega a la isla el médico estadounidense John G. Wurdemann (1810-1849), quien la visitó en tres ocasiones: 1841, 1842 y 1843, respectivamente. Este médico escribe un libro que intenta mostrar las potencialidades climáticas de la isla, para el mejoramiento de las condiciones fisiológicas de organismos en desventaja, dentro de climas invernales, como los del hemisferio norteamericano, y resalta que el clima cubano es incluso superior en bondad al meridional de Italia, meca por excelencia de los ingleses. Como es de suponer este viajero no se propone mostrar una isla insalubre cuando pretende canalizar viajes terapéuticos, pero no deja de hacer referencia a aspectos interesantes de la sociedad y sistema de gobierno. Dice en referencia a las calles:

La Habana, en la condición y orden de sus calles, presenta un fuerte contraste con las grandes ciudades de Europa. Mientras en éstas se observa toda variedad, desde las viejas y estrechas callejuelas lodosas, que en sus curvas ejemplifican la belleza de la línea de Hogarth, hasta las calles modernas, anchas y rectas, con sus aceras de piedras lisas y su limpio pavimento de madera, las de la metrópolis de Cuba tienen apariencia uniforme, se cruzan unas a otras en ángulos rectos y se extienden en líneas derechas de un extremo de la ciudad al otro. En 1854 sólo tenía cuatro, por lo que los notarios de aquellos días comenzaban ciertas escrituras con la frase “Se publica en las cuatro calles de esta Villa”;* pero a consecuencia de la regularidad de ellas, hoy no exceden de quince dentro de las murallas. Todas están bien adoquinadas, gracias a la energía de Tacón; mas su estrechez ha impedido la formación de aceras, a menos que se llame así a la estrecha hilera de lajas próximas a las casas, más abajo a menudo del nivel de la calle. No es raro que la usen por igual carros y peatones; y en época de lluvia, por convertirse en arroyos, difícilmente se las pueda preferir al medio de la calle. No es sorprendente, por lo tanto, que las señoras de La Habana no paseen por la ciudad; por cierto, la ausencia de formas femeninas en los activos gentíos que pasan ante los ojos del extranjero constituye uno de sus rasgos más notables.

En las más frecuentadas vías de la ciudad se requiere considerable habilidad para hacerse camino a salvo. Además de una multitud de carros estrechos, sustentados, sin embargo, en ruedas de hierro tan bajas, que se podría pasar con facilidad sobre uno si obstruye la calle, la pesada volanta con sus largos ejes y grandes ruedas, pasa muy cerca de usted a cada momento...3

* La Habana en sus primeros días (nota incluida en la página referenciada).

Otro viajero que dejó un testimonio interesante sobre la isla es Hippolyte Piron (1824-¿1876?), creole santiaguero quien fue educado en Francia y regresa temporalmente a Cuba en 1859. Desembarca entre marzo y abril de ese año y escribe un libro titulado La isla de Cuba, publicado íntegramente en Francia en 1876, que a pesar de los desniveles propios del texto e incluso de su dudosa veracidad informativa, en referencia a sucesos de valor capital, para la isla en el año de su publicación, es de suma importancia por la variedad de información y matices que presenta. De las calles habaneras, en la parte final del libro, dice:

En la parte antigua de La Habana, las calles son estrechas, sinuosas, mal pavimentadas y a menudo llenas de fango, y las aceras demasiado estrechas. Se encuentran con frecuencia surcadas por las volantas, cuyas dos grandes ruedas salpican con abundancia a los paseantes, sin que éstos puedan evitarlo.

Las damas ricas de La Habana han adoptado la perezosa costumbre de no salir sino en coche. Esta costumbre se encuadra bien con su tendencia a la excesiva negligencia y con un gusto de refinamiento elegante. Sus pies pequeños, calzados con zapatillas de Cenicienta, son demasiado preciosos y delicados para dejarlos manchar con el fango de las calles antiguas y aun para fatigarse caminando por las aceras de las calles nuevas.4

Cuando en Cuba rompen las armas la paz forzada en que se vivía, irrumpen disímiles periodistas y aventureros, para quienes mostrar a públicos foráneos e incluso nacionales, objetivos, medios y condiciones de la lucha del ejército cubano, conocido despectivamente por los españoles como mambí, era una peligrosa, pero gran aventura. Dentro de ellos llega a fines de 1872 el irlandés James J. O’Kelly (¿1842?-1916), enviado por el New York Herald. O’Kelly, después de sortear innumerables prohibiciones, logra adentrarse en territorio mambí, pero antes de contar su aventura en territorio insurrecto, muestra su mirada crítica y desengañada de las calles habaneras. Escribe:

Todo el que vaya a La Habana en busca de lo bello, corre gran riesgo de sufrir un desengaño. Como ciertas bellezas pintadas, luce bien de lejos. Sus calles son estrechas, sucias y mal empedradas, y sus aceras, que escasamente tienen diez pulgadas de ancho, son el único punto de refugio contra los coches que pasan rápidamente cerca de ellas, sin respetar en lo más mínimo la seguridad de los transeúntes. En tiempo de seca, la hediondez es espantosa, convirtiendo las calles cuando llueve en verdaderos arroyos, a consecuencia de la falta de propio desagüe y a pesar de tener La Habana la bahía a un lado y el océano al otro.5

(...)

No es necesario sino transitar por las calles de La Habana para comprender por qué el vómito y otras epidemias son tan mortíferas en dicha ciudad. Cuando transcurre algún tiempo sin llover, el mal olor es insoportable, sucediendo que en algunos barrios ni aun las tempestades tropicales pueden purificar la atmósfera. Parece que el ayuntamiento, el cual se compone de peninsulares, hace muy pocos esfuerzos para promover medidas inteligentes de reforma sanitaria, dando por resultado esta indiferencia que una parte considerable de la población perezca todos los años y que en los españoles sea en quienes más se ceban las enfermedades.6

En 1887 se publica en Madrid el libro Cuba y su gente (apuntes para su historia), libelo del autor español Francisco Moreno, funcionario menor de la administración de la isla, donde residió unos años, quien advierte que a pesar del buen trato recibido en la isla él la pintaba cual era. Su advertencia era un intento de remediar los posibles enjuiciamientos que recibiría su escrito sobre el País del Mondonguito (Cuba); debido a su mirada hipercrítica y quizás adulterada. Esta obra recibió como respuesta el libro Cuba y sus jueces, de Raimundo Cabrera; este último libro gozó de tal inusitado éxito para la época que de 1887 a 1891 se imprimió en siete ocasiones. De las calles habaneras escribe Francisco Moreno:

...y luego, al desembarcar, la desilusión y el desencanto. Calles todas rectas, pero sucias, asquerosas y mal empedradas; edificios de un solo piso, y á lo sumo de dos; rostros pálidos, cuerpos flacos y enclenques, con la sangre minada y carcomida por la anemia, la clorosis ó la dispepsia; negros y negras, apestando á grajo ó á catinga desde cien varas de distancia, y moviéndose al arrullador compás de las chancletas que arrastran; alguna que otra señorita cursi con semblante color de morcilla, ó revocada de albayalde, asomada á la ventana; muchos cafés y bodegas,* perfumados con el nauseabundo olor de la ginebra y del aguardiente de caña; vendutas...7

(...)

Para remate del panorama exterior que acabo de presentarte, á las diez de la noche, hora en que cierran los establecimientos comerciales, las filas de barriles con la cotidiana basura, con los restos del festin ó las sobras de la escasez alineados delante de la respectiva puerta; unos en el arroyo, otros obstruyendo la vía pública, todos exhalando una peste imposible de describir.8

(...)

Y una hora más tarde los barrenderos, elevando el polvo hasta el firmamento, como se eleva el humo del incensario, para que caiga sobre la ropa y narices del tranquilo ó transeúnte que sale del teatro y se retira á su casa.9

* Tiendas de comestibles y bebestibles al menudeo (nota incluida en la página referenciada).

Citaremos por último lo escrito por el secretario personal del general Salamanca, el español Tesifonte Gallego y García, quien en 1892 publica ya la segunda edición de su libro Apuntes del natural, Cuba por fuera, donde igual al anterior autor muestra a Cuba tal cual la ve. En el momento de la publicación de este libro preparaba un segundo titulado Cuba por dentro, el cual no ha sido posible consultar. Este autor enfatiza en el prólogo que no es su mirada adornada con recursos estilísticos propios de grandes escritores, que no intenta ofender ni agredir a nadie y advierte que Cuba ofrece distintos panoramas de los cuales poder escribir profusamente. Este libro —al contrario del de Francisco Moreno— recibe buena acogida y el afectuoso elogio de Julián del Casal, quien se complace en prodigarle una bella reseña. De las calles habaneras escribe Tesifonte Gallego:

No hay para qué ocultarlo. Las primeras impresiones no son agradables. Una población de 250.000 almas, encerrada en un círculo de los particulares negocios, una ciudad de calles estrechas y muy descuidadas, donde la vida mercantil se hace en camiseta, hasta en sitios céntricos; la falta de simetría en sus edificios, y donde la moneda que se emplea en las transacciones menudas y corrientes es un papel mugriento y hecho pedazos, no puede producir buena impresión, aunque Dios lo mande, y si el observador recorre la ciudad de diez á doce de la noche, y ve, y siente los cubos á las puertas de las casas, en las mismas aceras, ganas le dán de rehacer su maleta y volverse abordo, haciendo rumbo para otra parte.10

Estas miradas son apenas un esbozo o pequeño muestrario de la multiplicidad de viajeros que recorrieron a La Habana colonial y cuyos libros guardan un inmenso cúmulo de información útil para conocer a la isla en variados aspectos. Rodolfo Tro, médico y destacado investigador bibliográfico cubano, publica en 1950, como separata de la Revista de la Biblioteca Nacional, un valioso estudio titulado Cuba, viajes y descripciones (1493-1949), donde contabiliza, por país y siglo, la cantidad de libros de viajeros publicados en el mundo sobre la isla y, en referencia al siglo XIX, se alcanza el insospechado número de 355, de los cuales, salvo muy pocos, aún no han sido publicados en Cuba y debido a ello, el resto es solo dato erudito o rareza bibliográfica para estudiosos.

Lo probable es que en ese corpus estén —¿olvidados?— muchos testimonios sumamente interesantes sobre Cuba en general y específicamente sobre las calles habaneras, las cuales aún poseen rasgos coincidentes con las citas anteriores y ello no es impedimento para reconocer la magnitud y belleza de muchas, las cuales nuestro recuerdo crítico sitúa, al valorarlas comparativamente, aledañas a las sucias y asquerosas, pues en cada gran ciudad siempre hay restos de festín o muestras de miseria que es imposible ocultar, pues son el sino, la marca del hombre social que la dejadez humana y administrativa de la sociedad hace posible vislumbrar, padecer.

 

Notas

  1. Humboldt, Alejandro de, Ensayo político sobre la isla de Cuba, Biblioteca Ayacucho, Colección Claves de América, Venezuela, 2005, págs. 32-33.
  2. Salas y Quiroga, Jacinto, Viajes, Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1964, pág. 33.
  3. Wurdemann, John G., Notas sobre Cuba, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1989, págs. 49-51.
  4. Piron, Hippolyte, La isla de Cuba, Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 1995, pág. 210.
  5. O’Kelly, James J., La tierra del mambí, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2001, pág. 71.
  6. Ibíd., pág. 74.
  7. Moreno, F., Cuba y su gente (apuntes para su historia), Madrid, Establecimiento Tipográfico de Enrique Teodoro, 1887, pág. 11.
  8. Ibíd., pág. 12.
  9. Ibíd., pág. 13.
  10. Gallego y García, Tesifonte, Apuntes del natural, Cuba por fuera, La Habana, La Propaganda Literaria, 1892, pág. 9.