Sala de ensayo
Lo prometeico: ¿fuego fatuo o luz de la conciencia?

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Prometeo le da el fuego a los humanos, grabado romano del siglo I

Indiferentemente de la multivocidad simbólica del mito de Prometeo tendría que reconocerse al menos dos hazañas que lo asimilan como estandarte de la “inteligencia” y del “progreso”, que lo entronizan como creador, como dador del patrimonio humano: proporcionarnos el fuego y las artes. Y éstas, más que dadivas, en realidad son la impronta prometeica que han marcado los estratos del conocimiento y de la integridad humana en su fuero y condición interna, o lo que a lo humano lo hace ser tal, y quizá, como lo ha denominado Nietzsche, lo que lo hace ser humano, demasiado humano; lo que evoca, lo que representa el significado de lo humano, siempre será su individuación y su sed de conocimiento, herencia directa de nuestro próvido amigo Prometeo. Así se nos muestra como emblema de la Humanidad, claro está, señalándolo de manera unívoca, es decir, acuñándolo como figura sintética, como un ex libris del libro que contiene, gracias a su generosidad, las proezas y portentos de la Humanidad.

Pero el lector que ha de leer ese libro ha de ser un lector avisado que sabe —como todo buen lector— leer entre líneas para comprenderlo en su totalidad y darse cuenta de que tiene entre sus manos un libro maravilloso que no cuenta sólo hazañas, sino que también comprende la historia de su destino, un libro mágico que le enseña que él también es un ser mágico que puede mirar al cielo con algo de intimidad, o sea puede verse reflejado en la esencia que comprende los misterios universales compenetrados en el nous inmortal que todo lo penetra y lo domina, pues está asistido, gracias a Prometeo, de esa Luz que destella en el Olimpo, de ese fuego vivificante.

Pero, en la realidad, para la hermenéutica de los símbolos, ¿qué significa ese fuego? Pues ciertamente, para la mayor parte de pueblos primitivos, ese fuego es un demiurgo procedente del Sol en su representación en la tierra y en los jeroglíficos egipcios, con el sentido solar de la llama, aparece asociado a la idea de vida y salud traduciéndose somáticamente como calor corporal,1 contraponiéndose entonces en dos sentidos: etéreo y telúrico, el primero de ellos es inmanente de su esencia y el segundo es externo, corporal, material; de modo que, relacionando el fuego con el Ser, comporta dos estratos de éste: el logos abstracto y el logos conceptual, el fuego puro y el fuego fatuo, fuego que tampoco pierde su naturaleza trémula en el hombre, quien, siempre veleidoso, oscila entre las sugestiones de la carne y el espíritu. Pero siempre habrá que recordar que el fuego que se ha robado Prometeo es el fuego centellante de la inteligencia de Zeus, es la Luz pura que guardan celosos los dioses en el Olimpo, su resplandor es fulgurante y tiene el poder de irradiar y engendrar vida, la diosa Atenea —Señora de la Sabiduría— surgió directamente de la resplandeciente cabeza del Cronida; pero también ese mismo resplandor puede extinguir la vida y fulminar a quien no lo resista, tal como le sucedió a la desdichada Sémele; de modo que ese fuego no es otra cosa que el espíritu, el nous, la conciencia del hombre, la fuerza generadora de la vida, por ende el alma universal y principio activo del mundo; ese ha sido el fuego que ha robado el muy osado Prometeo para los “efímeros”, una chispa sagrada que ilumina la conciencia del hombre pero que dependerá siempre de él conservarla pura u ofuscarla en la materialidad haciendo un fuego fatuo que ha de determinar su propio destino. Bachelard hace la siguiente reflexión:

Quien aporta el fuego aporta la luz, la luz del espíritu —la claridad metafórica—, la conciencia. Prometeo ha robado la conciencia a los dioses para dársela a los hombres. El don del fuego-luz-conciencia abre al hombre un nuevo destino. ¡Qué duro deber mantenerse en ese destino de conciencia, en ese destino de espiritualidad!2

Así, pues, si cada hombre guarda en su alma el don de Prometeo, el fuego que lo anima, ha de mantenerlo incólume para que no se desvirtúe, pero lamentablemente, éste se le presenta en su doble concepción: positiva y negativa, y los hombres somos de almas veleidosas y nos cuesta remontarnos a la luz, pues somos seres de sombra, y aun cuando nuestro proveedor Prometeo nos haya ofrecido la diáfana Luz del Olimpo, hemos transformado ese fuego en un incendio que si no somos capaces de detenerlo, nos devorará en sus llamas, nos consumirá irreversiblemente, y quizá ese sea el destino pues hay que recordar que el fuego es el gran purificador y debe arrasar todo a su paso, para que luego el tiempo se encargue de regenerar los mundos que, como el ave Fénix, resurgirán de sus cenizas.

 

La fatalidad del fuego prometeico

La leyenda de Prometeo refleja los terribles peligros inherentes al don de la luz de la conciencia; a tal punto que quien entregó esa luz a los mortales, sólo pudo hacerlo cometiendo el crimen de violar las leyes de los dioses, y debió expiar este acto por una eterna herida en el centro de su vida instintiva.3

G. Bachelard.

Ese Titán que cometió la blasfemia, el crimen de trasformar la disposición divina para el progreso de una raza que estaba destinada a la extinción, debe expiar condenado a presidio eterno, a aherrojadas cadenas, su exceso de inquietud,4 su apasionamiento por una raza que no sabría disponer correctamente de tan preciado don y, por ello, ella misma debió sufrir la maldición que pesa sobre sus hombros: la conciencia de existir, atados al padecimiento que implica el vivir y, aunado a ello, soportar la contraparte maldita de su ser e irónicamente rodearla de amor,5 pues es parte de “sí mismo”, el funesto don que Zeus envía a los hombres para aminorar la productividad del fuego; asimismo Prometeo se verá cubierto bajo la temible sombra de las alas del águila que roe continuamente el órgano que presidió su altivez, su orgullosa manía de cambiar el designio de los dioses que irrumpió la armonía celeste, que cambió el curso del destino del hombre para siempre, que ahora ¡vive! Sí, pero maldito por saberse vivo, por su propia existencia. ¡Justo ha de ser el castigo del culpable!

De éste ha procedido la ruptura, provocada por un exceso de sensibilidad ante el sacrificio necesario a un orden mejor; sensibilidad que ofusca su inteligencia y la torna incapaz de elevarse hasta la comprensión del conjunto. Es un “apasionado de corta visión”, que ha hecho el bien —o lo que él creía tal— por inclinación arbitraria y no con la sana razón por guía. Por otra parte, la humanidad a la que ha preservado permanecerá, aun después de sus dones, como la humanidad de los “efímeros”, llena de debilidad e impotencia, y Prometeo será la causa de todo el mal futuro, del que no es responsable Zeus. Ese apasionado estaba también enceguecido por su orgullo: no ve sino sus propios derechos, sus propios servicios, y su castigo estará en justa proporción con su soberbia.6

Y, ¿cuál es el crimen de la humanidad? Si ha cometido un crimen es no haber sabido apreciar el regalo prometeico, haber dispuesto de ese fuego para fines rudimentarios y vanos, una humanidad efímera que no merece la preciada Luz de Zeus, porque no halla cómo expandirla con sabiduría verdadera, sino que, como buenos ahijados del Titán, nos apasionamos ante su brillo y ofuscamos su esplendor al querer dispersar ese fuego para groseros fines, para el desarrollo de su técnica, para fraguar la civilización devota a ese fin rudimentario y material, aprovechando así solamente el cariz devorador del fuego, excluyendo su beneficio autóctono que es iluminar la conciencia, no consumirla en un fuego fatuo que sólo le interesa forjar las pesadas cadenas de la civilización con el frío hierro de la indiferencia, en fin, ciegos por haber ofuscado la luz de la conciencia no comprendiendo su verdadero esplendor. Bachelard acota lo siguiente:

El fuego sería un don demasiado material si no estuviera acompañado por la luz. La luz misma no sería más que un pobre don si se juzgara por su utilidad, si no se traspusiera su valor en el reino de la conciencia lúcida. En el reino de la lucidez va a desarrollarse un superprometeísmo.7

De modo que el castigo de Prometeo, injusto o no, lo cierto es que tiene sus repercusión negativa inmediata, que no es otra que habernos sacado de ese feliz estado de ataraxia en el que nos encontrábamos cuando Cronos presidía el Olimpo y cuando aún Zeus era amigable con la raza humana y compartíamos el mismo elixir y ambrosía de los dioses, de habernos importunado llenándonos de espíritu propio a través de la fatalidad de aquel fuego prometeico que irrumpió nuestra relación con la divinidad y, una vez proscritos, nos siguió asechando con la ruina de la conciencia de vivir y sufrir nuestras calamidades, calamidades impuestas en su mayoría por nosotros mismos en nuestro afán de “progreso”.

El fuego desorientó a la humanidad, alejándola de la naturaleza y empujándola a poner todo su ingenio en la búsqueda de comodidades culturales. Al buscar lo nuevo a cualquier precio, el hombre se ha negado a sí mismo la felicidad.8

Felicidad cada vez más lejana, cada vez más sombría que, por irónico que parezca, se fundó en el fulgor de la claridad, y que quizás en un principio, y hasta por el mismo Prometeo, haya sido dada con la mejor de las intenciones, aunque eso es una cuestión que habrá que determinar, pues Esquilo también lo presenta sabedor del porvenir —cuestión que ya radica en su propio nombre—, y por tanto ha de suponerse que sabía también el funesto destino que le acaecería a la humanidad andando el tiempo, gracias a ese don que era demasiado para tan torpe criatura; sin embargo, sólo podría hacerse la salvedad de que era un espíritu soberbio, y que a pesar de su clarividencia, estaba cegado por su orgullo, y tal vez, sólo tal vez, quería darnos ese don para progreso nuestro sin medir consecuencias, y por ello, Esquilo le da a su tragedia un aire compasivo respecto al personaje. Quizás más avisado entre los poetas resulte Hesíodo, quien perfila un Prometeo dañino en todo sentido para los mortales, que supo ver en ese fuego el anuncio de un mal terrible para la humanidad futura, un fuego inexpugnable que terminaría devorándola.

Quizá sea ahora responsabilidad de los espíritus contemplativos capaces de avizorar este temible fin, poner alarma de nuestro funesto destino. Observemos esta pertinente reflexión de Revel:

Mi idea es la siguiente: mientras los intelectuales consideren como normal llamar “lucha por la libertad de espíritu” y por “los derechos del hombre” la única facultad, reivindicada para ellos mismos, de pleitear en lo abstracto por la libertad mientras la rehúsan para sus oponentes y de considerarse poseedores de la verdad mientras cultivan la mentira, el fracaso de la cultura, su impotencia para ejercer alguna influencia positiva sobre la historia, en el terreno moral, continuará en el futuro para mayor desgracia de la humanidad.

No obstante, me atrevo a esperar que ya hemos llegado al final de la época durante la cual los intelectuales se han esforzado, por encima de todo, en colocar a la humanidad bajo su dominio ideológico, y que estamos entrando en la era en la que, por fin, van a ajustarse a su vocación, que es poner el conocimiento al servicio de los hombres... y no solamente en el terreno científico y técnico. El paso de la época antigua, en que la esterilización del conocimiento era tenida por norma, a una época nueva, no es, por otra parte, una opción posible entre otras: es una necesidad. Nuestra civilización está condenada a ponerse de acuerdo consigo misma o bien retroceder hacia una fase primitiva, en la que no habrá contradicción entre el conocimiento y el comportamiento, porque ya no existirá el conocimiento.9

La aniquilación del conocimiento, pero sobre todo dentro de los postulados del conocimiento pragmático, en el buen sentido de praxis, es decir, en la capacidad intelectual de verter el conocimiento para usufructo humano y no para su daño, es lo que el sentido común debería proporcionarnos, sin embargo, somos nosotros, pobladores de este turbulento, y quizás epíteto más propicio sería “apocalíptico” siglo XXI, quienes tenemos el último pase de la antorcha, en una lampadedromía10 donde se supone todos saboreábamos la victoria... ¡El triunfo de la civilización! Somos nosotros los encargados de encender, una vez más, la gran tea, pero debemos ser cautos y saber qué tipo de fuego conviene: aquel fuego esclarecedor, diáfano, revelador del camino hacia la luz de la conciencia, donde podemos vivir en armonía con el brillo del intelecto y del espíritu; o aquel fuego fatuo que lamentablemente nos arrojará al infierno de un triste sino, donde pereceremos en la obtusa carrera por burlar y sobrepasar los sagrados designios de la divinidad.

 

Notas

  1. Cf. Cirlot, Diccionario de símbolos, Barcelona, 1997, p. 215.
  2. G. Bachelard, Fragmentos de una poética del fuego, Buenos Aires, 1992, pp. 141-142.
  3. Bachelard, op. cit., p. 52.
  4. Cf. la fábula de Higinio CCXX.
  5. La mujer Cf. Hes. Op. vv. 58-59.
  6. Séchan, L., El mito de Prometeo, Buenos Aires, 1960, p. 29.
  7. Op. cit, p. 144.
  8. Medrano, L., Prometeos, Madrid, 2001, p. 39.
  9. Revel, J.F., El conocimiento inútil, Barcelona, 1989, pp. 339-340.
  10. Lampadedromías “λαμπαδηδρομία” o lampadeforias “λαμπαδηφορία” eran carreras de antorchas que formaban parte del programa de algunas festividades de la antigua Grecia. Parece que la institución de las lampadedromías tuviera su origen en las fiestas dedicadas a las divinidades ligadas al culto del fuego. En Atenas, primitivamente había tres: la de las Prometeas (fiesta en honor de Prometeo), la de las Hefestias (en honor de Hefesto) y la de las Panateneas (en honor de Atenea). Cf. Smith, W., Dictionary of Greek and Roman Antiquities, Boston, 1859, p. 666.

 

Bibliografía

  • Bachelard, Gaston, Fragmentos de una poética del fuego, Editorial Paidós Saicf, Buenos Aires, 1992.
  • Cirlot, Juan Eduardo, Diccionario de símbolos, Ediciones Siruela, Barcelona, España, 1998.
  • Esquilo, Prometeo encadenado, en: Poetas dramáticos griegos, traducción de De la Cruz, J. H., W. M. Jackson Editores, México, 1963.
  • Hesíodo, Obras completas, Editorial Gredos, Madrid, 1998.
  • Izzi, Massimo, Diccionario ilustrado de los monstruos, Alejandría-Olañeta, J.J., editor, Palma de Mallorca, 1996.
  • Kerényi, Karl, Los dioses de los griegos, Monte Ávila Editores, Caracas, 1999.
  • Kirk, G. S., El mito: su significado y funciones en las distintas culturas, Barral Editores, Barcelona, 1971.
  • Medrano, Luri Gregorio, Biografías de un mito: Prometeos, Editorial Trotta, Madrid, 2001.
  • Revel, Jean François, El conocimiento inútil, Editorial Planeta, Barcelona, España, 1989.
  • Séchan, Louis, El mito de Prometeo, Eudeba-Editorial Universitaria de Buenos Aires, Buenos Aires, 1960.
  • Seemann, Otto, Mitología clásica ilustrada, traducción por Eduardo Valentí, Editorial Vergara, Barcelona, 1958.
  • Smith Williams, Dictionary of Greek and Roman Antiquities, Little Brow and Company, Boston, 1859.
  • Vernant, Jean Pièrre & Naquet, Pièrre Vidal, Mito y tragedia en la Grecia antigua, vol. II, Ediciones Iberia Paidós, 2002.