Entrevistas
Fernando SorrentinoFernando Sorrentino
“No sabría escribir un best-seller”

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En una tarde de invierno donde el sol ha desaparecido para darle paso al frío que llega profundo, me toca escribir una pequeña introducción sobre uno de los grandes escritores que ha producido la Argentina, llamado Fernando Sorrentino. Nacido en Buenos Aires el 8 de noviembre de 1942, desarrolló sus primeros pasos, como él dice, “en el cuadrilátero psicológico limitado por las avenidas Santa Fe, Juan B. Justo, Córdoba y Dorrego”, donde jugaba al fútbol en los potreros y alguna vez se agarró a las piñas. Ha escrito innumerables cuentos, relatos y libros, desde La regresión zoológica (Buenos Aires, Editores Dos), allá por el año 1969, hasta nuestros días cuando acaba de publicar La venganza del muerto (Alfaguara), reedición y ampliación de un antiguo volumen para chicos, El forajido sentimental (Losada), que contiene una serie de ensayos, y actualmente se trabaja en las Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, que se está traduciendo al búlgaro y saldrá publicado este año. Recomiendo con vehemencia, a todos aquellos amantes de la lectura que no conozcan el trazo literario de Fernando Sorrentino, puedan acercarse a su obra y descubrir la calidad de un enorme trabajo dentro de la literatura de nuestros tiempos.

—Pensando en tu infancia y adolescencia, quisiera saber cuál fue tu primera lectura y el impacto que produjo en tu realidad de aquel entonces.

Cuál fue mi primera lectura no podría determinarlo. Pero creo recordar que, cuando cumplí seis años, mi madre me regaló un ejemplar de Alicia en el País de las Maravillas; no era la edición del texto “verdadero” sino un libro de formato muy grande, para niños chiquitos, con muchas ilustraciones, algunas de las cuales elevaban sus cartulinas dando la ilusión de que tenían varias dimensiones. Hasta imagino que ese libro era de la Editorial Molino... Bueno, es probable que esa fue la primera vez que tuve un libro en mis manos.

En cuanto al impacto que me produjo..., sin duda que me encantó, pues, desde que aprendí a leer (antes de ingresar en la escuela primaria), una especie de imán me atraía hacia cualquier texto más o menos literario. Por ejemplo, los cuadernos escolares de mi infancia incluían dos láminas en colores (antes y después de cada pliego), que trataban, no sé, de física, de botánica, de historia..., etc. Pero también solían traer fábulas de Iriarte o de Samaniego, o fragmentos del Martín Fierro o del Fausto de Del Campo, etc. Y yo, con voracidad, solía engullirlos e inclusive aprenderlos de memoria.

A riesgo de extenderme en demasía, me gustaría decir que fui leyendo todo lo que caía en mis manos (Constancio C. Vigil, Salgari, Verne, Rider Haggard, Conan Doyle, etc.), hasta que un día... tuve mi primera y más intensa iluminación literaria. Eso ocurrió cuando empecé a leer David Copperfield, la maravillosa novela de Dickens. Yo tendría doce años, pues sé que eso ocurrió a fines de 1955, antes de la epidemia de poliomielitis, y, a pesar de mi corta edad, de inmediato sentí que entre Dickens y todos los autores que yo había leído hasta entonces había un enorme salto cualitativo en favor de Dickens: “¡Esta es la gran literatura!”, podría haber exclamado yo en ese momento (si hubiera poseído algún concepto literario). Lo cierto es que, a partir de ahí, empecé a saber comparar y fui aprendiendo a discernir los valores estéticos de unos y otros autores.

—¿Cuándo te diste cuenta de tu potencial para la escritura y sentiste la necesidad de comenzar a escribir?

Es que ni me di cuenta ni dejé de darme cuenta. Siempre he tratado de escribir (incluso desde la escuela primaria), pero he cometido muchísimas torpezas de ejecución. Digamos que me he sentido más o menos conforme (y subrayo más o menos, porque también ahí subsisten, aunque en menores dosis, ciertos defectos “antifuncionales”, como el exceso de palabrerío) a partir de Imperios y servidumbres (1972), que es mi segundo libro y donde advertí la conveniencia de no “hacerme el canchero” con la escritura: advertí que el orden narrativo, la precisión semántica y la sobriedad sintáctica eran más eficaces que las seudonovedades y “audacias” que suelen acompañar al escritor primerizo (o meramente tonto).

—¿En algún momento de tu vida pensaste en dejar el camino de las letras para dedicarte a otra actividad?

Durante más de cuarenta años he trabajado como humilde profesor de lengua y literatura en diversos colegios secundarios. Aunque los salarios distaban de ser brillantes, esa actividad me permitió estar siempre en contacto con temas de mi agrado (tal vez por una oscura perversión, sucede que también me gustan muchísimo los vericuetos de la lingüística y hasta de la simple gramática). Y, paralelamente, digamos a ratos perdidos, fui escribiendo mis relatos, y, en general, tuve la fortuna de publicar todo lo que escribí. De manera que nunca se me pasó por la cabeza abandonar la docencia, pues, en mi primera juventud, fui empleado de oficina, y me pareció hallarme prisionero de una especie de pesadilla, de la que huí despavorido apenas obtuve mi título de profesor.

—¿Cuáles fueron los autores argentinos que más te impactaron y nos recomendarías para leer?

Hay un libro en particular y hay un autor de muchos libros que son inagotables. ¿Qué quiero decir con el adjetivo inagotables? Quiero significar que, en cada nueva lectura, vuelvo a encontrar sutilezas, matices, resonancias, que no había advertido antes. Es como si el mismo libro, cerrado, volviera a evolucionar entre una y otra lectura de las que yo realizo. El libro en cuestión pertenece al siglo XIX y es mi amado Martín Fierro, escrito por José Hernández (a quien me une la admiración que le tengo y el hecho de que ambos somos escorpianos). Y el escritor autor de muchos libros es —parece innecesario decirlo— Jorge Luis Borges, a quien leo y releo, y vuelvo a leer y a releer.

También puedo recomendar muchos cuentos magistrales de Cortázar (sobre todo los pertenecientes a sus primeros libros): “Casa tomada”, “Continuidad de los parques”, “Final del juego” (¡maravilloso relato, un cuento perfecto!). Pero sus últimos libros, en general, no me han gustado, y mucho menos ese mamotreto, inconexo y tartamudo, apto para complacer a la cándida gilada “intelectualosa”, titulado Rayuela.

Tal vez por deformación profesional, al leer cualquier texto, suelo decirme “Yo esto lo habría escrito de otro modo, o con otras palabras, o con otra construcción, etc.”. Sin embargo, cuando leo cuentos o novelas de Marco Denevi, siempre estoy completamente de acuerdo con él: he pasado horas agradabilísimas leyendo Rosaura a las diez, Los asesinos de los días de fiesta, Falsificaciones, Un pequeño café, Hierba del cielo, etc. Sin embargo, también en este caso debo decir que sus últimos libros en general no me han gustado.

Por supuesto, hay otros autores que me agradan, pero los tres que nombré son mis preferidos. Tampoco hay manera posible de que yo elogie a Eduardo Mallea (inverosímil y vanidoso), a Osvaldo Soriano (superficial y demagógico) o a Juan José Saer (tan majestuoso como somnífero).

—¿Podrías darnos tres recomendaciones para aquellos escritores que recién comienzan a transitar el camino de la literatura?

No sé... No hay dos personas iguales, ni siquiera parecidas... Si pienso en mí mismo, les diría que traten de arreglarse solos. Que lean y que escriban y que comparen sus escritos con los escritos de quienes se supone que saben. Que confíen en su propio criterio y, sobre todo, que no anden mostrando sus manuscritos a otras personas para pedir opinión ajena: toda opinión ajena no es más que eso: una opinión, y lo más probable es que esté equivocada y que termine por confundir al que pide esa opinión. Yo nunca mostré mis originales a nadie; siempre me pareció más funcional ponerme un balde en la cabeza para no mirar a los costados, escribir sin consultar a nadie y, a mi modo, bancarme el resultado de mis propias decisiones y elecciones.

—¿Por qué se hace tan difícil llegar a las grandes editoriales?

Se hace difícil o se hace muy fácil, dependiendo del contenido del texto: es muy fácil publicar, por ejemplo, un libro sobre los grandes amores de los astros y estrellitas del cine nacional... Hay feroz antagonismo entre comercio y cultura, y el comercio es banca, y la cultura, punto.

—¿El recuerdo más claro de tu infancia y que te gustaría relatarnos?

No hay nada especial. Tuve una infancia normal, en un hogar de clase media baja, dentro de una familia muy afectuosa. Mi vida se desarrolló dentro del cuadrilátero “psicológico” limitado por las avenidas Santa Fe, Juan B. Justo, Córdoba y Dorrego: uno podía trasponerlas, pero entraba en otro barrio: Las Cañitas, la ex Villa Alvear, Villa Crespo y Colegiales. En fin, jugué al fútbol en la calle y en los potreros, alguna vez me agarré a piñas por cuestiones de infracciones violentas tanto recibidas como ejercidas, hice la primaria y el secundario en establecimientos de mi barrio (Escuela Florencia G. de Peña —Bonpland y Nicaragua—, Escuela Juan Crisóstomo Lafinur —Gorriti entre Bonpland y Carranza—, Colegio Nacional Nº 4 Nicolás Avellaneda —El Salvador y Humboldt—) y fui, y sigo siendo, un consecuente hincha de la AKDé celeste y blanca. En fin, no hay en mi vida acontecimientos notables: nunca escalé el Everest, nunca me casé con Claudia Cardinale, nunca fui piloto de Fórmula 1: o sea una existencia tan gris como tantas otras...

—Acá podrías hablar de todos tus proyectos, tus libros publicados recientemente, todo lo que vos quieras difundir. Lo dejo a tu gusto.

Con respecto a nuevos libros, en el primer trimestre de 2011 publiqué La venganza del muerto (Alfaguara), reedición y ampliación de un antiguo volumen para chicos, y El forajido sentimental (Losada), que contiene una serie de ensayos, sin excluir algún toque humorístico, sobre mi idolatrado Borges. Las Siete conversaciones con Jorge Luis Borges se están traduciendo al búlgaro e imagino que aparecerán este año. De modo que no puedo quejarme de esterilidad. Por lo demás, jamás he escrito “profesionalmente”, con disciplina y horarios; escribo cuando tengo ganas, y cuando noto que el texto no se me resiste. Si se me rebela, me digo “Este no es para mí”, y lo abandono: no quiero trasmitirle al lector la fatiga del narrador cuando insiste en algo que no sale bien.

—¿Vender millones de ejemplares como best-sellers o seguir transitando un anonimato apacible escribiendo lo que uno realmente ama?

Por empezar, yo no sabría escribir un best-seller, pues no puedo ponerme en la cabeza de las personas que leen esos libros: puedo decir que la estupidez no es mi fuerte. Hace muchísimos años, y cuando a mí no me conocía nadie, me ofrecieron que escribiera una reseña sobre un best-seller norteamericano. Me habría resultado beneficioso hacerlo, pues me lo pagaban y era un modo de verme, como solía decirse, “en letras de molde”... No recuerdo el título del libro pero sé que trataba de los controladores de vuelos de los aeropuertos... Bueno, me resultó tan insoportable, que no pude avanzar más allá de la página 30, y preferí devolverlo y privarme del pago (que no era para rechazar en aquel momento de semiindigencia de mi vida).

De manera que, como tengo una concepción hedónica de la literatura, como lector y como narrador, siempre he leído y he escrito conducido por el abominable y frívolo principio del placer. Y no pienso cambiar de idea.

—¿Existe la diferencia entre un poeta y el escritor? ¿Cuáles son?

No creo: simplemente son vertientes o géneros distintos dentro de la literatura, y algunos escritores están más capacitados para un género que para otro. Yo, como lector, amo la poesía pero, en cuanto creador, no tengo la menor aptitud poética: por eso, no intento escribir poesía, pues ¿para qué agregar más fealdades al mundo?

—¿Qué mensaje nos dejarías hoy desde tu visión de la realidad del mundo que nos toca vivir?

No podría dejar ningún mensaje. Los razonamientos abstractos, generales o muy amplios me están vedados. Solamente capto y puedo elaborar en mi cerebro los hechos puntuales. En este sentido, sí podría decir que este mundo es bastante raro y supera, y con creces, las creaciones de la más audaz imaginación literaria.