Letras
Emoción

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Tuve una experiencia singular anoche en la embajada francesa en mi concierto de despedida. ¿Tienes un momento? Quisiera contarte algo.

¿Me creerías si te dijera que un ciego puede emocionarse ante una puesta de sol? No... ¿no es cierto? Sin embargo yo pienso que podría hacerlo y participar con el alma y otros sentidos a esa fiesta de colores, que percibe sin verla.

Cuando era joven y estaba terminando mis estudios de música sabía que mis manos estaban hechas para sostener el arco y presionar las cuerdas del violín. También sabía que tenía talento y podía ser un virtuoso, pero no lo era. Mi juventud me llevaba a desatender ese don que pocos reciben y contaba con mi habilidad para conseguir la correcta interpretación de una melodía.

Estaba enamorado de una joven pianista algo mayor que yo.

Era una intérprete mediocre, pero ella no aspiraba a más, no deseaba hacer de la música el centro de su existencia. Acababa de divorciarse y aunque correspondía a mi sentimiento con cariño, no conseguía hacerla vibrar en nuestras relaciones íntimas.

Me daba cuenta que se mostraba fría e indiferente, tan fría e indiferente como ante mis interpretaciones musicales. Algo estaba fallando.

Después de un tiempo se transfirió al extranjero. Al despedirse, me reveló lo que fallaba. Al hacerlo puso mucho tacto y dulzura, tratando de no ofenderme, pero percibí un cierto desprecio, no carente de compasión.

Sus palabras tuvieron la dureza de una semilla que penetra con fuerza en un terreno árido.

Debo a las palabras de esa mujer que se alejaba de mi vida, el haberme convertido en uno de los mejores.

Me dijo que yo no ponía ni constancia ni pasión en lo que hacía, que tocaba el instrumento utilizando una técnica desprovista de alma. “Lo que das no es suficiente, debes darlo con todos tus sentidos con más devoción y constancia”.

Su última recomendación al alejarse definitivamente de mi vida fue: “No malogres tu talento”.

Estas palabras me sacudieron. No podía recuperarla, pero aún podía seguir su consejo con respecto a la música. Estudié, practiqué, trabajé sin cansancio. Tuve momentos de exaltación y otros de desaliento. Aspiraba a dar lo máximo. Quería llegar a ser lo que podía ser: el mejor. Debía merecerme a mí mismo y respetar el don que poseía. Puse todos mis sentidos en el empeño y vibré con las manifestaciones de belleza y armonía de la naturaleza y del arte; aprendí a sentir.

Pasaron veinte años desde entonces. No la volví a ver, hasta ayer. Entró en la sala con su esposo. Estaba por comenzar el concierto. Me sorprendí al verla allí. Yo esperaba las indicaciones del director y éste aguardaba a que el silencio de la sala fuera completo.

Había incluido en el programa el doble concierto de Brahms sin sospechar que ella estaría allí para escucharlo. Era su preferido. Al final, cuando la orquestra tocaba y yo aguardaba mi entrada en el allegro vivace, la miré y vi que dos lágrimas rodaban por sus mejillas pálidas, buscando las comisuras de sus labios.

Llegaron los aplausos y al inclinarme en el saludo la miré a los ojos. Ella me sonrió levemente, aprobando y sonriendo. Me vi rodeado de mucha gente. Un camarero me entregó una tarjeta. “Te felicito, lo has logrado, he disfrutado enormemente. La emoción que trasmitiste me sacudió como una descarga eléctrica. Gracias”.

La busqué en la sala pero me dijeron que se había ido.

Veo que no comprendes qué relación guarda lo que te acabo de contar con mi pregunta inicial de si un ciego puede gozar de una puesta de sol... supe más tarde que ella, a causa de una explosión, había quedado sorda.