Artículos y reportajes
La gran novela latinoamericana
Carlos Fuentes
Ensayo
Alfaguara
España, 2011
ISBN: 9788420407647
448 páginas
Carlos Fuentes: un estudio extenso y profundo de “la gran novela latinoamericana”

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La fotografía de un libro, cuya portada muestra la imagen de una alfombra roja aterciopelada sobre los escaños de una escalera, sirve de portada a la obra titulada La gran novela latinoamericana, de Carlos Fuentes, publicada por Alfaguara del Grupo Santillana en 2011, que se encuentra también en formato digital en Amazon Kindle. Esta imagen eleva el objeto de su estudio a toda su grandeza y majestuosidad, a la vez que refleja la visión de palimpsesto que el autor proyecta en esta obra, no sólo de la literatura latinoamericana sino de toda la literatura: de una cosa sobre otra que arranca de la que está escondida debajo de ella. Este es el hilo central del análisis de Fuentes: toda creación literaria contiene una anterior, y a esa anterior se antepone otra; todas marcadas por el tiempo y el espacio, en la historia; tiempo y espacio que se diluyen en la forma presente para presentar una cara “nueva”.

Con el descubrimiento de América se abrió la visión de espacio que coincide con las ideas del Renacimiento y éste, según Fuentes, es “una de las claves profundas de gestación de la novela Iberoamericana” (1.p.19). La rígida visión del hombre en la época medieval marcada por el geocentrismo y la escolástica, da paso a una amplitud de espacio en donde la naturaleza se presenta “desproporcionada, excesiva, hiperbólica, inconmensurable” (1.p.16), y de ahí surge el sentimiento de asombro de los primeros exploradores que se continúa en las narraciones de autores como Rómulo Gallegos, Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez.

Una naturaleza exuberante se extiende ante los descubridores, cada cosa nueva necesita un nombre, flora y fauna se abren ante sus ojos en un escenario paradisíaco: aves exóticas de intenso colorido, animales inimaginables, árboles, plantas y flores que exaltan los sentidos. Esto impresionó a los cronistas de la época, entre los cuales se destaca Bernal Díaz del Castillo, considerado por Fuentes “nuestro primer novelista” (1.p.25). Cuando llegó con las huestes de Cortés al Nuevo Mundo, Bernal Díaz del Castillo sólo tenía 24 años. Sus crónicas fueron acabadas en 1668 a la edad de 73 años; por tanto, en su relato nos enfrenta a diferentes hombres en su dimensión real bajo la perspectiva de cincuenta años ya pasados, hombres que tomaron parte en la conquista. Es decir, Bernal, al igual que Marcel Proust, dice Fuentes, rememoró un mundo lejano en el tiempo, “sólo que en lugar de magdalenas mojadas en té, los resortes de la memoria en Bernal eran los guerreros, el número de sus corceles, la lista de sus batallas”(1.p.29) y también esta naturaleza nueva. El sentimiento de asombro de Bernal, en sus propias palabras, fue ver cosas “nunca oídas, ni vistas, ni aun soñadas, como veíamos” (1.p.31). Ésta es épica y novela, sostiene Fuentes: épica porque se funda en la realidad, en lo sucedido en la historia y en Bernal épica no individual sino de cada uno de los hombres que participaron en ella (1.p.34); novela porque Bernal Díaz del Castillo “transforma los hechos del pasado y los rememora en un suceso continuo que está siendo leído en el futuro... pero que realmente tiene lugar en el presente, donde tanto la obra literaria y el lector siempre y finalmente se encuentran” (1.p.34-35). La memoria “está en el suceder” que “es el moderno recuerdo del novelista”, caracterizada por “cinco rasgos profundamente novelísticos”, presentes en la obra de Bernal: la caracterización de individuos concretos; la atención al detalle de acontecimientos banales que borran la imagen heroica de los individuos (“Cortés pierde una alpargata en Champotón y cae en el lodo”); la murmuración; la presencia de retratos sociales (que reflejan las ambiciones señoriales en Cortés y los conquistadores); y la teatralidad y la intriga, utilizada en el caso de la conquista para impresionar a los indios (1.p.35-36).

Con este deseo de expansión “todos los dramas de la Europa renacentista van a ser representados en la América europea: el drama maquiavélico del poder, el drama erasmiano del humanismo, el drama utópico de Tomás Moro” (1.p.38). América pasa a ser la utopía de Europa, y esto se refleja en la literatura. Son tres las ideas centrales de la libertad renacentista, representadas por Tomás Moro, Maquiavelo y Erasmo de Rotterdam: Tomás Moro y su idea de la Utopía, textualmente “lugar que no existe”, afirmación de “lo que debería ser”; Maquiavelo y su idea de actuar sobre “lo que es” para formular su idea de gobierno; y Erasmo de Rotterdam que nos invita a pensar con relativismo para plantearnos “lo que puede ser”. El Príncipe de Maquiavelo no fue publicado hasta 1532, después de la conquista de México, pero, dice Fuentes, Cortés antecede y “es prueba viva del maquiavelismo”... pues El Príncipe es “una alabanza de la voluntad y una negación de la providencia, un manual del hombre nuevo del Renacimiento que se prepara para convertirse en el nuevo estadista” (1.p.38).

La literatura hispanoamericana, afirma Fuentes, es una tríada “nacida de los mitos de las culturas indígenas, de las epopeyas de la conquista y de las utopías del Renacimiento” (1.p.126), donde tiempo y espacio adquieren una nueva dimensión en lo que se denomina cronotopía, característica “de la narrativa en lengua española de nuestro hemisferio”, es decir “la transformación del espacio en tiempo: transformación de la selva de La vorágine en la historia de Los pasos perdidos y la fundación de Cien años de soledad. Tiempo del espacio que los contiene a todos en El Aleph y espacio del tiempo urbano en Rayuela. Naturaleza virgen de Rómulo Gallegos, libro y biblioteca reflejados de Jorge Luis Borges, ciudad aural e intransitable de Luis Rafael Sánchez. Para Rulfo la cronotopía americana, el encuentro de tiempo y espacio, no es río ni selva ni ciudad ni espejo: es una tumba” (1.p.127). En Rayuela, de Julio Cortázar, encontramos a Talita y Traveller, a La Maga y Oliveira, caracterización de personajes que responden al relativismo de Erasmo, al Elogio de la locura. “El Aleph” de Luis Borges es el espacio que contiene todos los espacios. He aquí la limitación del lenguaje, el espacio de todos los espacios no puede ser descrito con el lenguaje, porque una visión simultánea no puede ser expresada sino sucesivamente, porque el lenguaje es una sucesión de palabras. Dentro de esta concepción Fuentes afirma que Erasmo y “su espíritu de la ironía, del pluralismo y del relativismo, ha sobrevivido como uno de los valores más exigentes, aunque políticamente menos cumplidos, de la civilización iberoamericana, desde Cervantes a Cortázar” (1.p.21).

Para los europeos del Renacimiento “el Nuevo Mundo carece de tiempo, carece de historia” por tanto ellos “transforman a éste en una Utopía... La invención de América es la invención de Utopía” (1.p.21). Esta es una corriente que fluye en ambas direcciones porque la conquista de América permea la literatura europea, donde “entran el amor y la imaginación sin Dios, como los conciben la Cleopatra de Shakespeare y el Quijote de Cervantes” (1.p.18).

Al abordar el arte y la literatura hispanoamericana, nos asegura Fuentes, hay que tener en cuenta esta tríada (mito, epopeya, utopía) en el ámbito de todos los perfiles bosquejados por la historia: “indígenas, negros, ibéricos y, a través de Iberia, mediterráneos: españoles y portugueses, pero también judíos y árabes, romanos y griegos” —que “fueron amasados en una vasta cultura mestiza, la cultura de las Américas” (1.p.67). De allí emergió la cultura urbana: “la ciudad devino protagonista tanto de nuestra novela moderna como de la tradicional: Buenos Aires en Arlt, Borges, Macedonio, Sábato, Cortázar, Bioy Casares; Santiago en los novelistas chilenos; Lima en Vargas Llosa y Bryce Echenique; La Habana en Lezama Lima; la ciudad de México en Gustavo Sainz y Fernando del Paso” (1.p.67).

¿Cómo aborda Fuentes todos estos “perfiles”, todos estos “tiempos” y todos estos “espacios”? Fuentes indica que es imposible abarcarlos todos, más imposible aun es resumir la aproximación que hace el autor a ellos, sólo se intenta aquí invitar al lector a recorrer las páginas del libro lenta y reflexivamente, a saborear la historia y la literatura en este largo quehacer de la novela latinoamericana, porque la novela, como género literario, “es un cruce de caminos del destino individual y el destino colectivo expresado en el lenguaje” y “no hay novela sin historia”, señala Fuentes, desde Cervantes, cuando el Quijote “salió de su casa y ya no fue capaz de comprender el mundo hasta entonces transparente... la novela acompaña al hombre en su aventura dentro de un mundo repentinamente relativizado” (1.p.105). La historia y los individuos participantes en ella es lo que ha venido a engendrar la imaginación hasta nuestros días cuando nos ha entregado el asombro de lo real maravilloso, el realismo mágico, cúspide del “boom” de la novela latinoamericana.

El “boom”, que históricamente abarca entre mediados de los años cincuenta y mediados de los setenta, amplió los horizontes literarios hasta entonces enmarcados en lo rural o lo urbano, nacionalismo o cosmopolitanismo, realismo o fantasía. En Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, se encuentra “la tensión entre Utopía, Epopeya y Mito” (1.p.262), cuyo tiempo es la simultaneidad, donde “los hombres se defienden con la imaginación del caos circundante, de las selvas y los ríos, del inmenso, devorador magna suramericano” (1.p.265). En lo urbano, encontramos al chileno José Donoso y al argentino Julio Cortázar. El primero nos hace transitar por el horror de sus “pasillos sin destino, patios sin uso, moradas ciegas”. Nos enfrenta a “sus fetos y sus perros, sus gigantes cabezones, sus imbunches y bebés duplicados... Al contrario de Cortázar, donde las casas son tomadas, en Donoso las casas ya fueron tomadas desde siempre” (1.p.293).

Antecesores al “boom” fueron aquellas novelas que reflejaron la naturaleza del poder en la época post independista de América Latina. Sarmiento, con su Facundo de 1845, nos muestra la Argentina de la ciudad y el campo, donde predomina la forma arcaica de dominación, lo que Sarmiento denomina “la barbarie”. En esta etapa entran también “el cubano Cirilo Villaverde y Cecila Valdés (1839; 1882), costumbrista y romántica”, “el chileno Alberto Blest Gana, con Martín Rivas (1862)... Manuel Payno en México con Los bandidos de Río Frío (1888-1891)” y Vicente Riva Palacio con Monja, casada, virgen y mártir (1.p.76). En poesía, Rubén Darío, que la “renueva en castellano (en América y España) dejando un legado ambicioso y rico a los novelistas...” (1.p.77). Así también la novela misma es transformada por un brasileño; Joaquim María Machado de Assis” (1.p.77). Porque no se puede olvidar a nuestros primos de la lengua castellana cuya constitución como república llegó más tarde (1839-1908). Según Fuentes, Machado de Assis (1.pp.77-86) recobra por una parte la tradición de La Mancha: el humor cervantino al que el autor brasileño le da su toque propio, “mezcla de risa y melancolía que se resuelve, en más de una ocasión, en ironía” (1.p.82); y por otra, el “hambre universal de abarcarlo todo” (1.p.86) como en el Aleph de Borges.

De la barbarie, a “barbarie y civilización” con el venezolano Rómulo Gallegos y su visión de la violencia del siglo XX (1.pp.91-108) a los mexicanos: Mario Azuela con Los de abajo, “épica del desencanto” (1.pp.108-121) cuyos personajes son “las víctimas de todos los sueños y todas las pesadillas del Nuevo Mundo” (1.p.114); Juan Rulfo y su Pedro Páramo, quien “consagra varios géneros tradicionales de la literatura mexicana; la novela del campo, la novela de la revolución, abriendo en vez una modernidad narrativa...” (1.p.126) ya que “cuenta la historia épica del protagonista, pero esta historia es vulnerada por la historia mítica del lenguaje” (1.p.133), presente este último en la búsqueda del padre. De la naturaleza agreste y desolada de Rulfo a la indomable vegetación de la selva, a ser tragado por ella, como en la novela La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera, o a la empresa utópica de Carpentier y Los pasos perdidos (1.pp.161-195), donde se retrocede en tiempo y espacio a lo profundo de la selva para encontrar la utopía.

Entre los perfiles culturales de América Latina se hace mención especial al barroco, cuyo representante más prominente en las letras es José Lezama Lima. El barroco se da en “lo que Lezama Lima llama contraconquista de lo puramente europeo por lo indo-afro-iberoamericano” (1.p.224). En su poesía (Las eras imaginarias) y narrativa (Paradiso) Lezama Lima propone, según Fuentes, que la memoria debe adquirir la plenitud de la forma, incluyendo la tragedia que debe ser restaurada por medio de la imaginación y por medio de ella también debe ser rescatada para que no sea solamente catástrofe (1.pp.224-225).

Para Fuentes el “boom” de la novela hispanoamericana tiene sus matices: “pre-boom”, “boom”, “post-boom”, “mini-boom”, e incluso “anti-boom” (1.p.333), que el lector acucioso podrá detenerse a estudiar en detalle en el libro mismo. Mención y análisis especial merece el escritor de Paraguay Augusto Roa Bastos y su novela Yo el Supremo, aparecida en español en 1974 basada en la vida del tirano de ese país, José Gaspar Rodríguez de Francia, que gobernó entre 1816 y 1840, declarándose “Dictador Perpetuo”. Esta novela, explica Fuentes, es un diálogo de autor a autor para entender al dictador, en el cual se hace uso de la imaginación para así llegar a entender a su país, creando con ello “una segunda nación de la imaginación y la cultura... fuerza real de un pueblo, no la frágil nación del discurso oficial y el archivo histórico” (1.p.303). Y como la historia latinoamericana está tan poblada de dictadores, esta temática que Miguel Ángel Asturias abordó en El señor Presidente y Vargas Llosa en La fiesta del Chivo, no ha cesado hasta nuestros días: está presente en Purgatorio de Tomás Eloy Martínez, con el tema de los desaparecidos y las prácticas siniestras de la dictadura militar en Argentina entre 1976 y 1981 (1.p.354). También en Carlos Franz, escritor chileno quien en su comedia negra, Almuerzo de vampiros, nos muestra al narrador moviéndose entre dos mundos: el de Pinochet y el anterior a la dictadura (1.pp.381-384).

Dentro de la literatura hispanoamericana contemporánea, varias novelas son analizadas por Fuentes en el contexto de esta disociación entre “lo que es”, “lo que debería ser” y “lo que puede ser”, entre la postulación escrita, oficial y burocrática de una formación social justa que se ajuste a nuestra realidad histórica, y la realidad a la que dicha postulación desemboca, pasando por la sociedad civil, las dictaduras y los sueños hechos añicos de la revolución nicaragüense. En esta búsqueda por la realización de nuestros sueños, la gran ciudad cobra importancia como foco central en que se desenvuelven las contradicciones de los planteamientos de Maquiavelo, Erasmo y Tomás Moro. En este contexto y posterior al “boom” está la generación literaria del “crack” en la que figuran escritores mexicanos como Jorge Volpi, Ignacio Padilla, Pedro Ángel Palou, Eloy Urroz, Cristina Rivera Garza. “Dichos autores reclaman el derecho a la diversidad, son críticos de lo inútil o rebasado” (1.p.360) y en su narrativa rompen violentamente con usos y costumbres de una sociedad política que no se resigna a abandonarlos. De ahí la palabra “crack”, del inglés, onomatopeya para significar una ruptura súbita. Pero eso no quiere decir que la ruptura estilística involucre rompimiento con la tradición literaria, porque, nos dice Fuentes, “las grandes formas de la gestación —mito, épica, utopía— culminan pero se adaptan a la escritura” (1.p.359). Por esto, no puede haber creación sin tradición. Los autores contemporáneos no pueden escribir como García Márquez, Rulfo, Cortázar, Gallegos, Rivera, etc., pero tampoco pueden escribir sin ellos (1.p.359). Esto conlleva una advertencia contra el chovinismo literario que rechaza toda influencia extranjera. Alfonso Reyes, quien se vio sometido a la crítica chovinista, dio una contestación a este problema en A vuelta de correo, diciendo, cita Fuentes: “La única manera de ser provechosamente nacional consiste en ser generosamente universal. Pues nunca la parte se entendió sin el todo. No, nadie ha prohibido a mis paisanos —y no consentiré que a mí nadie me lo prohíba— el interés por cuantas cosas interesan a la humanidad” (1.p.358). Porque, en el fondo, “La novela es un cruce de caminos del destino individual y el destino colectivo expresado en el lenguaje. La novela es una reintroducción del hombre en la historia y del sujeto en su destino; así es un instrumento para la libertad” (1.p.126). Uno se pregunta si esta frase no se aplica también a la poesía, a la reivindicación que formula Neruda del hombre americano donde el poeta, en su Canto general, modela su propia voz en la historia de la América Latina.

Dos preguntas quedan latentes al acabar este libro: la omisión que se hace de dos reconocidos autores de la novela hispanoamericana, directamente ligados al hilo central que atraviesa el análisis de Fuentes. El primero es el peruano José María Arguedas, cuya novela, Los ríos profundos, es relevante a la tríada mito, epopeya, utopía, que desarrolla Fuentes. En esta novela se palpa la escisión entre mito indigenista, destruido después de la Conquista, y la dura existencia del indio bajo el nuevo orden. Ernesto, el protagonista, cuando quiere retornar a la comunidad indígena, encuentra que la han reducido a un estado subhumano, diciendo: “Ya no escuchaban el lenguaje del ayllus; les habían hecho perder la memoria” (2.p.40). William Rowe, en su introducción a la novela de Arguedas editada por Pergamon Press in 1973, nos dice que Ernesto no se retrae a la memoria solamente, sino que confronta el pasado con el presente, cuyo efecto es dilucidar el conflicto entre mito y realidad presente, para intensificarlo. De esta forma su conexión con lo indígena es subjetiva y lo devuelve a la realidad para enfrentarla con la fortaleza espiritual que en ella encuentra. Hay en la obra de Arguedas un reencuentro entre la memoria y el presente para reconciliar la ruptura de estos dos tiempos; no, como sostiene Vargas Llosa en la introducción a la edición chilena de Los ríos profundos, de reclamar un retorno del protagonista al pasado, cuya conciencia está alienada del presente. El segundo autor olvidado por Fuentes es el chileno Roberto Bolaño, que en su novela Estrella distante trata la temática de la dictadura; en otra, Los detectives salvajes, siguiendo la tradición de Cortázar, se retrata la ciudad en los escenarios de México, Nicaragua, Estados Unidos, Francia, España, Austria, e Israel, y también en África. En esta novela se introduce una forma de humor gráfico, reduccionista, como el lenguaje escrito que encontramos en los aeropuertos internacionales para obviar las barreras lingüísticas (3.pp.577).

Fuentes no olvida, eso sí, a las escritoras latinoamericanas, comenzando por sor Juana Inés de la Cruz y Gabriela Mistral, muestras poéticas del mestizaje, y a las contemporáneas que han tomado como escenario de sus novelas a la ciudad en contraposición a lo rural. Entre ellas se encuentran Ángeles Mastretta, Carmen Boullosa, Cristina Rivera Garza (de México); Matilde Sánchez (de Uruguay); Luisa Valenzuela y Sylvia Iparraguirre (de Argentina); sin dejar de lado a una brasileña, Nélida Piñón, cuyas novelas analiza en bastante detalle; y otras como las chilenas Marcela Serrano e Isabel Allende; Laura Restrepo, colombiana; y la mexicana Laura Esquivel, a quienes menciona de paso enfocando el análisis de sus obras desde la perspectiva general del desarrollo literario en América Latina. Aunque por un lado no analiza en profundidad el carácter feminista que se trasluce en ellas (excepto en algunos casos, como en una novela de Cristina Rivera Garza, p.371), por otro, rechaza abiertamente el machismo que indudablemente ha minimizado el aporte de escritoras a la literatura del continente latinoamericano.

Y así, al final de este libro el círculo se cierra: 439 páginas de lenta e intensa lectura que nos devuelven al porqué de la portada del libro, a esta imagen de palimpsesto en la literatura. Es esta una obra de gran erudición, de un análisis profundo que abre el horizonte de la literatura a terrenos inesperados para el lector.

 

Bibliografía

  1. Carlos Fuentes, La gran novela latinoamericana, Alfaguara, Santillana Ediciones, Madrid, 2011.
  2. José María Arguedas, Los ríos profundos, Pergamon Press, London, 1973, First English Edition. Introducción por William Rowe.
  3. Roberto Bolaño, Los detectives salvajes, Editorial Anagrama, Barcelona, 1998.