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El borrador de mi madreEl borrador de mi madre

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El olor a borrador me trae con nitidez a la memoria el recuerdo mi madre. Ocurre que, cuando niños, la mayoría de las veces a mis hermanos y a mí nos tocó estudiar con libros usados; y una de las primeras tareas, que ella abanderaba con alegre diligencia, consistía en dejar lo más limpias posibles y dispuestas para la lectura y la escritura aquellas hojas que antes habían pasado por otras manos diferentes a las de sus hijos.

Conformaban el infaltable ritual de comienzo de año algunas como etapas cuyo recuerdo tengo fresco: primero, la excursión al mercado en busca de los libros; luego, encaminar nuestros pasos durante largas y largas horas adentrándonos por los parajes en que se levantaban los tenderetes que comerciaban este tipo de mercancía de ocasión; al final, la aventura de hallarlos en un estado digno y no permitir que su compra fuera a significar mucho desmedro en la siempre débil economía de la casa. Mi madre tenía claro que debía proveernos de los útiles indispensables para acudir al colegio, pero también se preocupaba por cuidar otros menesteres asimismo importantes para nosotros.

Cualquier esfuerzo, sin embargo, se volvía insignificante e indigno de ser mencionado si lo comparábamos con el goce que nos deparaba, al regreso, sacar los libros de la bolsa e irlos regando sobre la mesa familiar y comprobar que algunos apenas tenían trazadas unas cuantas líneas y que sólo restaba forrarlos de nuevo para empezar a llevarlos al colegio.

Cuando, por el contrario, el libro se encontraba bastante manoseado, prueba de que su anterior propietario le había dado buen uso o al menos había andado de acá para allá con éste debajo del brazo, se nos daba por escudriñar la letra, que nos permitía —no sin cierta arbitrariedad— juzgar al tipo de estudiante que lo había tenido en su manos: laborioso o desganado, creativo o conformista con la realidad, metódico o desordenado. Después venía la labor de ir haciendo desaparecer con el paso del borrador las respuestas y creaciones que quizás a aquel otro niño le había costado tantas horas de esfuerzo y dedicación y acaso algunas lágrimas.

A veces sucedía que en medio de aquella faena nos encontrábamos con la recompensa de algún apunte que nos hacía meditar o reír por la idea que encerraba. Mi madre se detenía en éste por un rato y lo leía en voz alta para nosotros, tras lo cual nos interrogaba queriendo saber nuestro parecer sobre la idea que esas palabras sugerían. Más de una logró sobrevivir de esta manera a la mano implacable de mi madre, que la dejaba incólume y agregaba sin querer con ese gesto un detalle pintoresco a las hojas del libro. A pesar de que muchas de ellas después las repasaba con lápices de colores diferentes y mostraba a mis amigos más allegados, ahora no recuerdo ninguna, pero sí se me aparece en la mente la sonrisa clara de mi madre celebrando el hallazgo. Cada vez que recuerdo ese hecho, me pregunto si no estará allí el origen de la devoción que siento por la palabra escrita.

Azul y con rayas blancas para las huellas del lápiz o alargado y de tonos grises para las dejadas por el bolígrafo, el borrador en las manos de mi madre se convertía en una herramienta eficaz que ella sabía mover con método y presteza sobre las hojas. Los títulos de grandes letras, las líneas en letras más pequeñas, las planas hechas de manera mecánica, los números, los signos, a veces pequeños bocetos de dibujos, iban dando paso a la blancura de una hoja que ella al final soplaba y acariciaba con amor, pues había quedado lista para ser usada por nosotros. Era, sin duda, su manera sutil de decirnos cuán confiada estaba en que a la mañana siguiente, al momento de entregarnos a los deberes escolares, volveríamos a llenarlas con los trazos de las ideas y ocurrencias de nuestras mentes y corazones infantiles, que ella nunca se cansaba de acicatear.

El que provoca en mí el olor a borrador no es, por lo tanto, un recuerdo triste, ni magnificado por la nostalgia. Desde que me hice maestro, se convirtió en uno de mis olores cotidianos, que me sigue a casa y se queda conmigo incluso en los días de asueto y en las largas temporadas en que no me toca a ir al colegio. Eso sí: cuando lo percibo en cualquier salón de clases, acostumbro a seguirlo con un afán que del que a veces yo mismo me sorprendo, pero que quizás muy pocos podrían notar.

Después de que doy con su origen, me dispongo sin grandes gestos muy cerca de la mano que borra y borra como lo hacía mi madre y allí, a su lado, me pongo a pensar que detrás de este niño que ahora intenta desaparecer el yerro que cometió, debe de haber también una amorosa y paciente madre que muchas veces tomó entre su mano la mano de su hijo para enseñarle que, detrás de ese sencillo acto de pulcritud y honestidad que no permite dejar pasar por alto los errores, hay de algún modo una reafirmación de la confianza en aquellos a quienes más amamos.

(de Apuntes de un profesor)