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Puyehue personal
Después de la erupción del volcán, junio 2011

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Erupción del volcán Puyehue, el 4 de junio de 2011.

 

La ciudad de Neuquén sigue aplastada por un manto. Igual, no detiene nuestros movimientos. Hay momentos que podríamos dar brazadas.

Afecta los materiales ferrosos, mucho más que a los tejidos humanos. Otra constatación, con su diagonal, de que no somos de hierro.

Aquí estamos acostumbrados a los polvos. No a éste. Tiene otro olor y también otro color, pero no dejamos que se escape de la percepción general que tenemos del polvo. Hemos aceptado, sin contubernios ni asambleas ni decisiones a dedo, que la nube del fondo de la tierra participe del humor que suele generarnos el polvo.

Un día es más denso que otro y cubre veredas, coches, zócalos y escalones; cualquier clase de superficie. Se larga a su vez a hacer glisados, con final degradé, finamente soplado hacia el interior de todas las casas y todos los departamentos. El dibujo del ángulo de apertura sobre el suelo va de acuerdo a la boquilla. Cuando caen cenizas, uno se da cuenta que el mundo está lleno de tajos, fisuras, huecos; juntas enojadas, resistencia a adherir.

La ceniza volcánica es abrasiva. Además de corroer y transmitir electricidad al humedecerse, contagia su aspereza. Las vueltas de cerradura se ponen ásperas, cualquiera sea el motivo de la cerradura. En el giro que conducimos al auto, cruje la dirección. El embrague chirrea al pisarlo. Avisan que se oxidan los rulemanes de los ejes de las ruedas y del alternador. La bomba de agua, el eje del ventilador, las pastillas de frenos, los pistones. La chapa del coche también se oxida, como las cadenas olvidadas en la intemperie.

A la ciudad rionegrina de Ingeniero Jacobacci no llega casi asistencia porque nadie quiere andar por ahí. De los tres primeros camiones que llevaban barbijos, agua potable, colirio para los ojos y otras minucias indispensables, ninguno salió como vino. Uno de ellos ni siquiera llegó. Los filos del talco volcánico reventaron el motor 30 kilómetros antes del destino. Se mete por todos lados, como las pesadillas en los sueños.

Dos semanas después los transportistas seguían negándose a viajar a la rionegrina Línea Sur, incluida Jacobacci. Finalmente arribó un tren desde San Antonio Oeste cargado con 35 mil fardos. Sólo el quince por ciento sirvió para alimentar el ganado. El resto, pasto mezclado con hojarasca y basura, y fardos ardidos. Los principales damnificados fueron las comunidades mapuches. Sacaron fotos.

Todo lo que cae o decanta ha sido horas antes gas. Al tocar el frío de la alta libertad, solidifica en piedra pómez. Es decir, la piedra de sílice, magnesio, calcio, potasio, aluminio, sodio, poco cloro-flúor-azufre, más hierro y titanio, se produce a miles de metros de altura. Las pómez más grandes y la arena gruesa, descienden en la zona más cercana al volcán, Villa La Angostura y alrededores, hasta Bariloche. El resto forma una pluma montada sobre el viento. Es como un inmenso cóndor mineral que va espolvoreando el encargo que le dio el volcán. Una vez depositado el material sobre el suelo, lo toma el viento y muestra sus bailes.

La zona lacustre de Bariloche, Villa La Angostura, Traful y San Martín de los Andes no se salva del espolvoreado. Sólo que tiene el privilegio de sumarle arena gruesa y lluvia, que mitiga las irritaciones y provoca cortocircuitos, además de tapar los desagües de las casas, de las calles y las descargas naturales de los cerros, instalando el peligro de violentas vomitadas. Eso pasó en la ruta a Chile. Un deslave se llevó más de treinta metros de asfalto y la acumulación de cenizas mojadas aplastó la confitería y oficinas de la aduana.

El viento casi nunca sopla argentino, en dirección a Chile. El Pacífico nos la ha jurado desde el comienzo de los tiempos continentales. Moriremos sin saber por qué. Sólo podemos describirlo.

Jacobacci, vieja localidad de 10 mil y pico de habitantes, querría sacarse de encima al menos 100 kilómetros de los que la separan de Bariloche. Sentarse a no más de 20, para poder alternar el fino entalco con arena gruesa y un poco de lluvia. Condenada de antemano con tres años de sequía intensa y dos más de sequía media, permanece en la maldita franja de la Línea Sur; plena estepa patagónica, al oriente, en posición casi horizontal al volcán.

Jacobacci debió suspender las clases con la primera descarga de cenizas. El receso continúa y continuará hasta fines de julio, o sea, casi dos meses. Aunque no caiga más ceniza, necesitan al personal administrativo y a los docentes para trabajar sobre las nuevas situaciones.

La cantidad de ceniza-polvo que cayó en las primeras dos semanas sobre esa zona, podía ser tranquilamente multiplicada doscientas veces si la comparamos con la recibida por la ciudad de Neuquén. En realidad allá hay más, porque la que no cae de arriba, llega en vuelo. Hay más de 120 kilómetros de superficie entalcada al oeste de Jacobacci, lista para que el viento la haga despegar. El mayor desastre ocurre en las soledades de los campos de crianza de ganado menor, sobre los crianceros, los animales, las vertientes y aguadas, la vegetación. Cuando nos ponemos contentos en Neuquén, la desgracia está cayendo en esa zona. Y al revés. En términos de cenizas, no podemos hermanar los deseos ni el ánimo.

PuyehueLos opacos cristales, conformados en un setenta por ciento por sílice vítreo, filoso, puntiagudo, hacen estragos no sólo en toda clase de motores y transformadores y aisladores eléctricos, sino también en las tripas y dientes de las ovejas, que no saben qué comer ni qué tomar. Levantan polvo con las pezuñas en busca de pasto y lo respiran. Nunca la oveja le pone la cola al viento. La brisa ataca entonces sus ojos, el talco lima sus dientes y a las matas no las deja respirar. Más al norte, en la provincia de Neuquén, las damnificadas son las cabras y sus chivitos.

Sobre la composición tóxica, hay una versión del Centro Atómico Bariloche y otra de algunos investigadores, integrantes del Conicet. Para unos no es peligroso el revuelto de metales solidificados, todos con su óxido, dióxido o trióxido antepuesto. Para otros, hay que prestar mucha atención a las microburbujas de cloro, azufre y flúor, encerradas en cada piedra pómez. Combinados con el agua forman tres clases de ácidos llenos de u y de i. Las fuentes de agua con que se abastecen varias poblaciones estarían por lo menos bajo riesgo. Nadie sabe qué combinaciones se producen en el ducto del volcán.

Algunos dicen que en cinco, seis o siete años se obtendrán beneficios con la mineralización de la tierra. Otros afirman que con la próxima generación. Y otros más, que es puro cuento. Andrés Folgueras, creo que así se llama, doctor e investigador en geología, apoyado sobre estudios realizados hasta la fecha, sostiene que estas cenizas sólo favorecerán un poco a la estrecha franja que goza de un clima suficientemente húmedo como para provocar cierta descomposición. El gris debe pudrirse para ser bueno. El resto, semidesértico, dramáticamente entalcado, extendido por la provincia de Río Negro, el sur y el centro de Neuquén y el norte de Chubut, está condenado a perder alrededor de 750 mil animales, o sea, unos miles más o unos miles menos de la mitad de todos los animales, lo cual no significa nada para quienes lo van a perder irremediablemente todo. Y cualquiera sabe por qué. El que maneja su campo desde Buenos Aires u otra ciudad, mandará sus majadas a parir a La Pampa. Entonces, desde el punto de vista del ser humano, paleolítico o twittero, siempre son más los perjuicios que futuras bendiciones. El sur de Mendoza, con humedad y estructura de suelos igual a la patagónica, sólo que con menos fríos y menos vientos, recibió en la década de 1930 una descarga de cenizas semejante. Tardaron setenta años en recuperar la misma cantidad de ganado que habían perdido.

Un último pincelazo para las políticas de estado sobre el asunto, políticas que, por favor, no reduzcan a culpas exclusivas de la actual gestión nacional y la anterior K —el juego compulsivo de la mitad de los argentinos—: en el país no se monitorean en forma permanente los pocos volcanes peligrosos que tenemos. Ni siquiera el Copahue neuquino, el más peligroso de todos, sobre cuya ladera existen dos poblaciones, Termas del Copahue y Caviahue, habiendo tenido a principios de los 90 cuatro erupciones. Las nubes de gases estuvieron muy cerca de quitarle el componente humano a la turística Caviahue. Y sabiendo como hoy se sabe, por lectura satelital, que el volcán se ha estado deformando. Un lado se desinfló, aparentemente por la revuelta interna de aquellas cuatro erupciones. Y esos movimientos son geológica y vulcanológicamente preocupantes, porque además arriba hay dos lagunas que descargarían sus aguas calientes y sulfurosas sobre el borde de Caviahue.

Chile tiene dos mil volcanes, sesenta de los cuales están catalogados como peligrosos. Veinte de ellos son monitoreados diariamente, cuarenta lo serán en el 2013 y los veinte restantes muy poco tiempo después. Igual, no hay que confiarse demasiado. La escala de peligrosidad, fijada por la proximidad de las últimas erupciones y vaivenes sísmicos, a veces vuela en pedazos. El Chaitén, volcán chileno, se llevó un pueblo de 6.000 habitantes en el 2008. No se monitoreaba porque su ciclo de erupciones importantes tenía entre 9.000 y 10.000 años, con algunos eventos hace 6.000 años. Así de irracional es la naturaleza.

 

Salí de madrugada de Neuquén y, para comenzar, el indicador de carga de la batería se cayó. A poco de andar, la luz de los faros parecía de velador. Sin razón constatable, de golpe el indicador se levantó, osciló y volvió a caer. El temor no era sólo quedarme sin luces, sino también sin limpiaparabrisas, sabiendo que me esperaba un temporal, o quedarme sin arranque en el medio de la nada. Pegué la vuelta, perdí una hora y se arregló solo. Volví a salir.

Me había pasado exactamente lo mismo veinte días atrás, al partir para dar la vuelta anterior por la cordillera. Esa vez me coloqué detrás de un camión iluminador y continué viaje. Encendía las luces solo cuando venía un vehículo en sentido contrario, para llegar al menos con dos velas a Cutral Có. El topónimo de la localidad petrolera significa agua de fuego. Está ubicada a 110 kilómetros hacia el oeste de Neuquén, en dirección a Zapala. Antes de llegar al emblema neuquino del petróleo, desapareció la falla, así que continué por buen augurio. El problema no se volvió a repetir, por lo que al regreso no pude mostrarle al electricista nada, y no era cuestión de ponerme a cambiar por las dudas el regulador de voltaje, la bobina y desarmar el alternador.

Esta vez pasó lo mismo. Cuando desapareció la falla, desapareció la falla. Miré cientos de veces la aguja de carga eléctrica durante los 185 kilómetros hasta Zapala. Ni una seña rara. Tomé entonces la ruta nacional 40, que baja por las serranías de Catan Lil hacia La Rinconada y el puente sobre el río Collón Curá, a otros 180 kilómetros, pero de Zapala. Durante el trayecto fui bordeando, literalmente, la interminable nube de cenizas que se dirigía en dirección noreste. Le metí pata para avanzar antes que se corriese un poquito sobre mi izquierda y me alcanzase. Pata es un decir, con combustión a gas en un Renault 12 a carburador y 300 kilogramos de miel encima, más un par de otras cositas. Recién cerca de La Rinconada me cubrió la nube. Por pocos kilómetros, pues ahí, en el puente, el camino se desvía bastante hacia el oeste, hacia el centro de la cordillera, para recorrer los 40 kilómetros que separan dicho cruce de la ciudad de Junín de los Andes. En realidad, la nube de material volcánico no descargaba en ese momento. Tapaba todos los reconocimientos que tenemos del cielo y oscurecía de forma notable el mediodía, pero le había dejado el trabajo al viento. Éste, como un mercenario, levantaba los cinco centímetros de ceniza ya depositada sobre el suelo, y al demonio. Pero, después de todo —incluida la acumulación de talco adentro del auto—, al constatar esta distribución de tareas, más afín a las experiencias patagónicas, me sentí más tranquilo.

Dejé la miel encargada por el ruso para su verdulería de Junín de los Andes y seguí viaje a San Martín. El paisaje, cada vez más gris, más opaco. No sólo habían caído cenizas sino paisajes también. El material ya era más grueso que el volátil talco previo. San Martín estaba por el momento fuera del área de descarga volcánica, por lo que las atenciones urbanas se concentraban, momentáneamente, en el temporal de lluvia y viento, y sus efectos frente a las obstrucciones de cenizas. Ya habían pasado palas mecánicas por las calles céntricas, pero seguían indemnes los montículos acumulados en las veredas por los frentistas. Hice mi rutina de ventas, muy menguada lógicamente y restringida a la miel. San Martín seguía sin clases y con largos cortes de luz, pero demostraba reacción. Debían evitar los taponamientos en los desagües, la caída de techos de las escuelas e instituciones públicas por acumulación de material volcánico y cuidar el abastecimiento de agua potable. Aunque se insistía con que la ceniza no era tóxica, mejor no probar los límites de su ingesta, considerando además que las partículas son filosas. En ese momento, la emergencia y las acciones de prevención, más los negros augurios sobre la temporada turística, todavía no dominaban el podio del miedo. El mayor impacto padecido hasta entonces por la población habían sido los truenos. También los pequeños movimientos sísmicos, pero sobre todo los truenos, y unos rayos rojizos y cortos localizados en altura. Truenos raros, que hacían temblar hasta la madera de las casas con sus bajos. El origen hay que buscarlo en el contacto violento de los gases despedidos por el volcán con el aire de altura.

A la mañana siguiente continuaba lloviendo muy fuerte. Tenía dos opciones para llegar a Bariloche. O regresaba a Junín de los Andes y al puente del Collón Curá —unos 80 kilómetros—, para recorrer otros 100 kilómetros hacia el sureste hasta empalmar la ruta que va a Bariloche, es decir, toda una vuelta bastante larga, o me lanzaba por la ruta de los 7 Lagos, al interior de las montañas, para pasar por Villa La Angostura, el pueblo más impactado por el volcán. El riesgo de esta opción era grande, pues además de la ceniza acumulada en el camino, no sabía cuán deteriorada estaba por la lluvia nocturna, así como obstruida por las ramas de los árboles desgajados por el viento. La información de Vialidad era parcial. Ni la cuadrilla había andado esa mañana por ahí. Mi racionamiento fue simple. Por el lado más seguro —todo asfalto, con circulación de vehículos— agregaba kilómetros y estaba expuesto con mayor probabilidad a la nube y su descarga de cenizas en polvo. Una deducción manipulada, pero en fin. Aunque si acertaba, retrasaba considerablemente mi viaje. Agregué a mi especulación una nevada de la tarde anterior en esa ruta más segura, la 237, ocurrida en un trayecto que no iba a transitar. Por el camino de los 7 Lagos, en cambio, todo era claramente inseguro. Pero quizá podría pasar y ver cómo había quedado uno de mis puntos de ventas. Y acercarme a un suceso natural que, con mucha suerte, te toca una vez en la vida.

A medida que me internaba, aumentaba la cantidad de ceniza depositada. Las cañas coihues, cada vez más dobladas por el peso, apuntaban al suelo. Lo mismo sucedía con las ramas de los árboles jóvenes y especialmente con los de hojas más grandes. La impresión de peso resultaba bastante abrumadora. Tras la cortina de lluvia comenzaron a recortarse estampas de animales. Concretamente vacas, toros y terneros, parados en el medio del camino, cada vez con mayor frecuencia. No logré ver uno siquiera que no tuviera el lomo, la cabeza y la nariz cubiertos por una capa de cenizas compactada por el agua. Nada de manchones. Cobertura total, como la que soportaba el suelo y la que vería después sobre metros y metros de lagos y lagunas. La cobertura gris uniformaba el lomo del destino de todos esos animales. Entre las razones que desconozco, era evidente que los rumiantes subían o bajaban al camino para aprovechar los surcos de agua menos turbias. Portaban también cenizas, pero incomparablemente menos que los torrentes que descendían de la montaña. Todos los arroyos, arroyuelos y chorrillos bajaban al límite del desborde y con una cantidad impresionante de material gris. Si el lago Lácar mantenía todavía su color, no ocurría lo mismo con aquellos otros que veía a medida que avanzaba. Con notoria turbidez, habían mutado del color habitual al turquesa y hasta a un verde claro, un verde de algas. En los lagos más pequeños y lagunas menos profundas, uno podía preguntarse sobre el destino de la fauna ictícola, absorbiendo partículas abrasivas por sus branquias.

Entre los pequeños grupos de ganado bovino que fui encontrando, en una zona densa en vegetación, poco antes del cruce sobre el Pichi Traful, se presentó otro motivo para bajar la velocidad y dos cambios. Aquí y allá, ramas de árboles tendidos sobre la ruta. Algunas cortadas por los de Vialidad seguramente el día anterior, dejaban un paso angosto por uno u otro lado. Otras ramas, que impresionaban más por el follaje que por el diámetro de sus palos, había que pasarlas despacio por encima. El sector es una sucesión de curvas y contracurvas en bajada de una montaña escarpada. En esas circunstancias, presiona la incógnita de qué se hallará en el próximo giro.

Después de las dos primeras y grandes caídas de cenizas, en algún momento las máquinas viales habían limpiado el camino, apilando en los costados el material. Las precipitaciones volcánicas posteriores se compactaron con el agua de lluvia. Por eso, dentro de todo, se podía transitar. A lo sumo, uno estaba unos centímetros más arriba de lo habitual.

Algo anunciaba la negrura del cielo más adelante. Ni por equivocación podía confundir eso con las nubes bajas y los tonos plomizos de una buena nevada. Diluvio, debía ser un verdadero diluvio. Reacomodé entonces el nylon que protegía mis talonarios de ventas y otras cosas colocadas en la bandeja que el Renault 12 tiene bajo el tablero. Con lluvia intensa suele gotear lindo y sucio desde la cavidad externa de la calefacción. Metí la mano en la mochila con el fin de comprobar que llevaba suficientes bolsas de plástico para enfundarme en caso de tener que meter las patas en el barro gris. De paso, repasé un par de prevenciones argentinas más, como los alambres. Estaba a unos 10 o 15 kilómetros antes del desvío a Villa Traful. Atrás llevaba un gran machete, filtros de aire de repuesto, tapa de distribuidor, bujías, cable acelerador y herramientas. Hasta ese momento, después de recorrer unos 60 y pico de kilómetros, no me había cruzado con un solo vehículo. Nadie. Pero nadie. Así ingresé a la negrura.

La explicación llegó antes de volver a hacerme la pregunta. Diluvio, efectivamente un diluvio, pero con barro. El pastiche arrojado desde la negrura empezó a lentificar el limpiaparabrisas. Lo puse a máxima velocidad y traté de avanzar más rápido, no sólo para salir de esa cloaca aérea sino para alivianar el esfuerzo del limpiaparabrisas. Si fallaba, estaba frito. Esa cosa me cubriría en segundos y quedaría varado. Los sancochos golpeaban la chapa y el parabrisas como si me hubiera metido en las coordenadas de un ataque masivo, en zona de guerra; nada más que nada menos, entre un bichito humano y la naturaleza, tratando de escapar del inmenso poder de fuego de la naturaleza. Racionalmente no existe tal guerra. Es un indicador de nuestra imbecilidad. Civilizada imbecilidad. Pero, ¡alguna forma simbólica ha debido tomar el instinto de supervivencia! ¡Ha sido parte necesaria de la evolución humana! Mala sea..., no hemos dejado atrás nuestra prehistoria, al menos en estos temas.

Después de andar 5 kilómetros con el limpiaparabrisas como escudo mecánico, mientras acercaba cada vez más los ojos a un par de turbias franjas del vidrio mejor barridas, justo de mi lado el brazo de la escobilla dijo basta. Quedó inmóvil sobre el borde externo del parabrisas, suspendido en el aire. No podía detenerme, así que semirrecostado sobre el asiento del acompañante, con mis brazos estirados al volante, seguí manejando gracias al trabajo de la otra escobilla. Con lo que acababa de pasar, no tenía más opción que acelerar la marcha un poco más, a pesar de la posición de manejo y la escasa visibilidad. No sabía cuántas idas y vueltas más iba a resistir el mecanismo derecho, del lado del acompañante que no tenía.

Fueron 15 kilómetros oscuros, de infierno. De golpe, así como había entrado, salí del área de cobertura del surtidor de barro volcánico. Llovía, pero agua. Paré y grité. Emití un sonido poco civilizado, que no podría repetir. Reí, también fuerte. Experimentaba una mezcla de haber traspasado un obstáculo de alto riesgo, en una gran aventura infantil, y una sensación de contacto con mi instinto animal de supervivencia. Sonará como literatura de mala estopa, inverosímil, presuntuoso, pero sentí un resabio de animalidad. Y desde ya, el descomunal poder de la naturaleza, sin los velos protectores de presencias humanas. Ni rastros de un hombre.

Paré, hice pis bajo la lluvia, toqué los granos gruesos lanzados por el volcán, y gracias al bolso de herramientas arreglé el limpiaparabrisas.

 

PuyehueEntrar a Villa La Angostura fue una historia completamente distinta. En vez de los miedos ligados a la propia supervivencia, golpeaba la pregunta por la supervivencia de un pueblo. Me impactaba hacerme esa pregunta. He pasado durante años por la Villa, por ventas y en camino hacia Bariloche. El gris cubría los jardines de las primeras viviendas y hosterías. En los frentes de las casas se acumulaban las descargas de los techos. Algunos pocos automóviles o camionetas, enterrados e irreconocibles, exponían con crudeza la cantidad de ceniza precipitada. También las calles internas, intransitables. Al asfalto de la ruta se lo infería, debajo de la capa gris compactada. Las motoniveladoras habían empujado la arena suelta a los costados. Esa primera imagen urbana, con los ingresos vehiculares de las casas totalmente tapados, las viviendas —todas— sin luz, la ausencia de habitantes a la vista y de autos circulando, y todo, pero todo bajo un uniforme gris, calaba los huesos.

Crucé a los bomberos. El camión intentaba, avanzando de cola, abrir una huella de cincuenta metros hasta un importante establecimiento educativo. No pudo ingresar. Vi un par de grupos de cuatro o seis hombrecitos amarillos sobre algunos techos. Después más, todos subidos a los techos, con palas anchas, escobas gruesas y otros elementos. Crucé el primer camión del ejército e inmediatamente la primera cuadrilla de la empresa provincial de electricidad (Epen), intentando limpiar las cenizas acumuladas sobre un transformador. Crucé más hombres cubiertos con capas amarillas, más trabajadores del Epen y cada vez más fajina militar. Acababan de llegar nueve camiones de una unidad militar de la ciudad de Neuquén. Después serían treinta, con equipos y personal, más cincuenta máquinas viales despachadas al lugar por la provincia. En un punto de reunión, al lado de la principal estación de servicio, una ambulancia camuflada, dos Unimog, camionetas militares 4 x 4, parte seguramente del grupo arribado desde la unidad militar de Bariloche. Un par de enormes camiones petroleros con cámaras de succión se preparaban para intentar destapar algunos desagües. El movimiento en la Villa era completamente extraño, ajeno, sin sus pobladores, sin mis compradores, sin visitantes. Un latido vivo de la desolación.

Los hombres amarillos trabajaban contra el reloj de una nueva caída de ceniza fina, mezclada con arena gruesa, agua o nieve. Los techos no aguantan tanto peso. Se vienen abajo, como sucedió en un corralón del pueblo y en la confitería y la aduana del paso internacional Cardenal Samoré, ex paso Puyehue. Otras construcciones de la Villa, con sectores de vidrios o paneles trasparentes, ya habían padecido también roturas o el colapso.

En toda La Angostura, el único negocio abierto era el supermercado Todo, abastecido por un grupo electrógeno. Ni una verdulería, ni un almacén, ni un mercado ni una carnicería ni un kiosco. Nada abierto. Tampoco los negocios de la cotizada avenida principal. Las veredas, vacías. La Secretaría de Cultura convertida en el comando de operaciones, donde coordinaban acciones el Ejército, la Gendarmería, Defensa Civil provincial, el Epen, empleados municipales y los primeros voluntarios. Por la radio municipal solicitaban la colaboración de los propietarios de vehículos 4 x 4. Todavía había, y habría por varios días, muchos lugares dentro del ejido urbano que la coordinación no podía asistir de forma continuada. No daban abasto ni con los trescientos cincuenta auxiliares enviados desde diferentes organismos provinciales y nacionales. Pobladores del Brazo Machete, al que se accede únicamente cruzando el lago, habían pedido por radio agua limpia y algunos elementos. Los doce centímetros de arena volcánica que cubrían el pelo del lago, ya habían hecho trizas el motor de una lancha de la Prefectura. Una segunda lancha lograría sortear la gran alfombra, pero le fue imposible regresar. Rompieron el motor allá. El grupo de Prefectura debió quedarse del otro lado del lago por dos días, hasta que otra embarcación logró sacarlos.

Treinta kilómetros a la redonda de la villa, la arena volcánica alcanzaba los cuarenta centímetros de altura. El cálculo en el casco urbano no bajaba de las 2 mil toneladas por manzana. Otros decían 3 mil. Un día sacaron unas cuantas toneladas, otro día se cubrió todo de nuevo. Para el que toma mejor dimensión de las cosas a través del volumen, he aquí el dato a casi tres semanas de la primera erupción: el volcán había descargado un total de 4,5 millones de metros cúbicos de arena y ceniza, sólo en el área urbanizada. Seis meses les llevaría a quinientos trabajadores, dedicados todos los días, limpiar la zona urbana. Diez meses para incluir los barrios suburbanos. Encima, no hay lugar para depositar tanta arena volcánica, ni siquiera extendiendo un manto sobre todas las playas de los alrededores. Villa La Angostura no es una ciudad típica, por lo que las ilusiones de darle a la gran alfombra gris un fin constructivo con algunos de los nuevos desocupados, no modificaba demasiado el ánimo. De no hallarse inconvenientes, la arena volcánica serviría para fabricar bloques, con la ventaja de poseer propiedades térmicas, aunque también gran capacidad para oxidar hierros.

La villa seguiría por otra semana completa sin luz. Los barrios más populosos, como el Mallín, Piedritas y otros, pasarían tres semanas sin luz. No podían restablecer el servicio eléctrico por los múltiples cortocircuitos causados por la ceniza al mojarse. Inutilizaba los aisladores de los quinientos postes de luz que están plantados en la villa, así como conductores y transformadores. También en Neuquén las cenizas habían hecho lo suyo, dejando a 200 mil personas por largas horas sin electricidad. Pero en la villa, sin luz quiere decir, además, sin agua. Y también, en una alta proporción, sin calefacción, pues se utilizan radiadores y paneles eléctricos a falta de red de gas. Tampoco había acceso a Internet y escasas posibilidades telefónicas. Había caído el sistema de telefonía fija así como dos de las tres compañías de telefonía móvil que operan en la zona, ninguna de las cuales, valga recordar, da servicio a la totalidad de los barrios de la villa. Depende de dónde vivas, te retiene una u otra compañía. Las escuelas, desde ya, permanecían y permanecerían cerradas. En realidad, casi todo permanecería cerrado. De sus poco más de 11 mil habitantes censados, entre 3 mil y 3 mil quinientos abandonaron la localidad. Villa La Angostura vivía exclusivamente del turismo y ahora ningún negocio hacía caja. Los empleados, sin trabajo. Los comerciantes, sin ingresos. Los rentistas, sin el alquiler. Rota la cadena de pagos, más allá de los tranquilizantes provinciales que le daban al intendente para que siembre optimismo en los medios, a los catorce días ya había negocios cerrados definitivamente. No hay ninguna proyección fiable sobre cuánto tiempo continuará tosiendo el Puyehue. Y seguirá estando a 37 kilómetros.

 

Me habían asombrado los mantos de ceniza sobre el agua contra las costas angosturenses. Sin embargo, comparado con lo que estaba viendo camino a Bariloche, parecían poca cosa. El fenómeno en la profunda bahía que forma la Península Huemul, del mismo lago Nahuel Huapi, cortaba la respiración. Parecía que la playa del fondo había avanzado cientos de metros lago adentro. No había viento, así que la cobertura gris no se movía, provocando una sensación muy similar a la experimentada frente a un salar: al mirar la superficie, tan plana, tan uniforme, se pierde la noción de la distancia. El punto que uno aseguraría está a doscientos o trescientos metros, en realidad termina estando a más de seiscientos. No puedo arriesgar un tamaño para esa superficie gris, sólo decir que era inmensa.

 

Bariloche, comparado con lo que había visto, no parecía tan golpeada, a pesar de la impresión que causaba ver los montículos de ceniza todavía sobre la mismísima Mitre, la calle principal desde el punto de vista turístico. La ciudad había padecido la noche repentina y el registro oficial identificaba ciento cuarenta casas afectadas. Diez días después de la gran precipitación, continuaban completamente cerradas dieciocho escuelas y cada dos por tres se suspendían las clases en forma general, desde la primaria a la universidad. De los 15 mil turistas esperados en la temporada baja de junio, no había ninguno. Fuera de esos, los empaquetados ausentes, alguno que otro sacaba fotos al lago, manchado hasta donde daba la vista por islas de cenizas a la deriva. Aquí también un mazacote de ceniza flotante indiferenciaba los bordes del lago y avanzaba unas decenas de metros aguas adentro, pero ni por asomo en las proporciones de la Península Huemul. Después me daría cuenta del porqué.

A falta de excursiones, uno de los atractivos turísticos era juntar piedras llovidas de no menos de dos centímetros de ancho y fotografiar el leopardismo del lago. Unos turistas caminaban por ahí, entre las rocas. Pisaron el lago y se hundieron. Los tuvieron que sacar. Con viento, las olas parecían dunas en movimiento. Ni siquiera en la rompiente asomaba el agua.

 

Emprendí a primera hora de la tarde el regreso a Neuquén con la vista puesta en la densa nube de cenizas que avanzaba hacia el este. Debía cruzarla. Hasta las dieciocho o diecinueve horas seguía habilitada la ruta. Después, a esperar hasta las nueve de la mañana siguiente.

¿Qué ancho tendría la nube? Antes de empezar a responderme, hallé otra respuesta, a por qué las costas de Bariloche y Dina Huapi tenían menos cenizas en flotación que la bahía encerrada por la Península Huemul. El gran lago estaba descargando la polución volcánica por el río Limay, cuya naciente se encuentra al final de Dina Huapi, al este. Arenas y cenizas cubrían el río de borde a borde. Una manga gris y compacta bajaba a lo largo de 60 kilómetros. Ya había alcanzado y cubierto la cola del embalse Alicurá. Tarde o temprano llegaría al muro de la presa, levantada casi 60 kilómetros más allá. Dependía del caudal de ingreso de agua y de los vientos. La empresa hidroeléctrica había comenzado a bajar el nivel del embalse para dejar el pelo del agua a la altura exacta del vertedero. Con la ayuda de mallas similares a las usadas en los desastres petroleros, podrían conducir la gran masa pómez hasta dicho vertedero y desembarazarse de ella. De lo contrario, las arenas flotantes mezcladas con cenizas caerían por los conductos que alimentan las turbinas y las harían pedazos. Todavía no había respuestas a cómo controlar los efectos del posible material en decantación. Tampoco cuál de las cuatro represas ubicadas río abajo iba a cargar con la tarea de confinar o retener esa masa monstruosa. O no.

PuyehueLa visibilidad se había reducido bastante en el anfiteatro del Limay. Desde el camino, que da una gran curva paralela al río, costaba divisar la manga gris que avanzaba doscientos metros más abajo. De golpe el aire se puso mucho más sucio y la ceniza dentro del auto se volvió insoportable. Me puse la mascarilla más hermética —tenía de dos clases—, la capucha de la campera y unas antiparras para natación. Tuve que sacármelas inmediatamente, a pesar de que me exponía a la picazón. Si poco veía ya sin ellas, con ellas mucho peor. Estaba ingresando a otra experiencia tan intensa como aquella lluvia de barro. Las líneas blancas y amarillas de la ruta, y obviamente el asfalto, totalmente ocultados. No había diferencia entre carretera y banquina. Desaparecían también los puntos de referencia. Guardarraíl, carteles viales, sus postes, rocas, todo estaba cubierto con el mismo gris, estuviera en posición vertical o inclinado hacia adentro. Algo había pegado la ceniza a todo. En cuestión de un par de segundos bajó la luz. Se hizo de noche. Como un desmayo. Como la luz que se va apagando al perder el conocimiento. No lo digo solo para dar una imagen. Dudé seriamente si me estaba pasando algo a mí. Temo más lo que viene de mí que lo que llega de afuera. Tardé unos buenos instantes en procesar que eso ocurría en el exterior.

Debía seguir manejando. Apenas me servía forzar el recuerdo del camino. Lo conozco, lo transito todos los meses, pero para esto mis registros no me servían un corno. Solo lograba reconocer algunos fragmentos sobresalientes del trayecto, pero no podía ubicarlos. Vi una parte de paredón muy cerca de la ruta, pero no conseguí completarlo y diferenciarlo de otros paredones. Me faltaba el contexto. Concentrarme en reconocer lo conocido era gastar mucha atención, para reconfirmar que no tenía noción de dónde estaba. Todos sabemos que la otra variable referencial, la percepción del tiempo, en circunstancias como estas enloquece.

Ningún auto me había pasado y yo no había pasado a nadie, así que accidente con otro vehículo no tendría, o al menos su probabilidad era muy baja. Lo difícil era mantenerme dentro de la ruta, a pesar de que iba a muy poca velocidad. Tenía la sensación de que me había tragado un túnel. Por lo oscuro, por el encierro, por el aire viciado. Ni loco iba a parar. La noche duró lo suficiente para volverse interminable. Después, de a poco, comenzó el ocaso, algo de luz, pero sin mejorar demasiado la visibilidad.

Un total de 80 kilómetros de ancho ocupaba la bendita nube. Cerca de la confluencia del Collón Curá, recién me sentí liberado. No quiere decir que me había abandonado la ceniza en suspensión, pero sí un infierno. El segundo infierno. De cualquier modo, entre uno y otro, por razones bronquiales, prefiero morir bajo una lluvia de piedras.

Di gracias al autito. No se ahogó. Sólo algunas partes de fricción chillaban más que de costumbre.

No somos nada sin luz.

Ahora sé un poco más sobre qué sentiré si sobreviene la noche.


La luz del sol, tenue entre las cenizas del volcán Puyehue. Fotografía: Adrián Arquiola, del Observatorio de Funes.