Sala de ensayo
“Edipo y la Esfinge”, de Jean-Auguste Dominique IngresLas palabras de Edipo

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“Padre, ¿acaso no ves que ardo?”.
Sigmund Freud, y la interpretación psicoanalítica de los sueños.

(Introducción)

Sigmund Freud repite para la cultura la vocación inmemorial, una vez pronunciada por el poeta latino Virgilio: “Donde ello era yo allí devendré”. Ciertamente el pensador austríaco estremeció el obscuro underground sobre el que reposaba la despreocupada vida burguesa del individuo moderno. La escala moral de valores y las más selectas construcciones del espíritu occidental, fueron súbitamente puestas en peligro por una nueva ciencia emergida; el psicoanálisis. Este método de investigación clínica provocó una crisis que hizo incluso peligrar el paradigma de la razón tal como nos llegaba a través de la herencia de la Grecia clásica, ya que no sólo se invirtieron los conceptos básicos de la psicología, al considerar al inconsciente el fenómeno primario de la conciencia, sino que, a partir del estudio de la enfermedad de la neurosis, fueron puestas al desnudo las motivaciones más íntimas del sujeto psicológico.

De origen judío, nacido en el oriente europeo, en una antigua región del extinto imperio austro-húngaro y discípulo directo de Charcot, notable especialista francés en enfermedades orgánicas del sistema nervioso, Freud inició su carrera en el siglo XIX como neurólogo, e interesado en llegar a comprender las verdaderas relaciones entre la mente y el cuerpo, convencido de que ambos términos tenían “una diferencia verbal no sustantiva”. No obstante, el profesor vienés se sumergió en estudios que intentaban demostrar la autonomía de la experiencia psicológica sobre otras formas de vida y conferían al plano simbólico, recreado por la imaginación lúdica, un espacio preponderante en la interpretación y tratamiento de las enfermedades mentales. A partir de los datos obtenidos mediante el estudio del paciente neurótico, la investigación psicoanalítica de comienzos del pasado siglo extrajo consecuencias pretendidamente universales, las cuales devinieron en una postulación metapsicológica: la formulación de una teoría general del hombre y la cultura. Para esto último el psicoanálisis aventuró la siguiente conjetura:

La experiencia histórica de la humanidad se conserva y repite en cada experiencia individual, haciendo que la “filogénesis”, entendida como el tránsito general de la civilización, sea correlativa con la “ontogénesis”, entendida como lo estrictamente particular de la existencia y condición humanas. A partir del descubrimiento previo de la personalidad neurótica, Freud globalizó el concepto hasta convertirlo en la pieza clave para la comprensión del comportamiento humano, entre tanto, la cultura era entendida como un fenómeno psicológico de sublimación ante un origen singularmente mórbido.

El pensamiento freudiano fue un inconfundible hito en la historia filosófica de Occidente. Después de él, la ciencia especializada volverá a insistir en el aspecto bioquímico de los padecimientos mentales, dejando intencionalmente a un lado la historicidad del paciente y los valores que brotan de la interacción social. En franca oposición, el psicoanálisis elaboró una excepcional doctrina amparada en el concepto sociohistórico del trauma. Pero aun más: los estudios llevados a cabo por Freud, guiados por la inferencia de un trauma ancestral, parecían restablecer por vía histórica la tesis religiosa —judeocristiana— del pecado y la culpa original.

Para el analista, en los albores de la humanidad se había cometido el peor de los crímenes: el Padre fue asesinado por el hijo para usurpar su lugar de autoridad en la comunidad y poseer sexualmente a su madre. Ese crimen no fue en modo alguno contingente, relataba una experiencia universal del hombre quien, después de realizar ese acto, levantó todas las prohibiciones posibles para impedir que se repitiera, puesto que amenazaba desde adentro el orden social establecido y la condición misma de su estructura psicológica. Para Freud estos hechos tenían un doble campo de aparición y de lectura: el que él localizaba, en su condición de especialista, en la imaginación neurótica de sus pacientes, y aquel en que los datos los proveía la historia; específicamente la nueva etnología que, con sus investigaciones de campo en las comunidades primitivas que todavía subsisten, aportaba un extraordinario material, apto para ser sumado como indispensable prueba empírica, a la teoría psicoanalítica del hombre y la cultura.

El pensador austríaco dedujo consecuencias teóricas generales que el estudio de esas pequeñas sociedades que conservan en estado larvario la memoria del más remoto pasado de la humanidad, parecía corroborar en parte: toda gens organiza su vida sobre los presupuestos de la rotunda prohibición del incesto y el asesinato a manos de otro miembro de la colectividad, y tales prohibiciones poseen un carácter hondamente religioso, primordialmente asentadas en el culto al tótem; entendido como el elemento espiritual que articula la comunidad en una estrecha relación de parentesco no consanguíneo, y que considera tabú la sexualidad endogámica y auspicia, consecuentemente, la exogamia. Dicha organización socio-totémica era principalmente económica, poseyendo un carácter manifiestamente fraternal.

El núcleo medular de la neurosis fue definido como el “complejo de Edipo”, debido a que el mito clásico describía, aproximadamente, una de las primeras formas en que hizo aparición la sexualidad, ya fuese desde un punto de vista filogénico —la comunidad primitiva— u ontogénico —la infancia del paciente. En este sistema de pensamiento, la neurosis, padecida simbólicamente por Edipo, poseía una etiología evidentemente histórica que se reproducía en cada experiencia individual: la represión social de su deseo. El individuo primitivo reprimido reflejaba una conducta que lo acercaba al individuo neurótico —edípico— de nuestro tiempo, quien no había hecho otra cosa que interiorizar mentalmente el sentimiento de represión. Siguiendo este esquema, la represión que pesa sobre ambos los conduce no sólo a introyectar el deseo, sino a oponer a la realidad el culto subjetivo a lo imaginario, creyendo por igual en la “omnipotencia de las ideas” y confiriéndole a las cosas propiedades psíquicas. De este modo, el salvaje construye un mundo animista sustentado en las representaciones del alma y asentado sobre un orden social —totémico— de prohibiciones, castigos y recompensas; mientras el sujeto moderno reproduce ese mismo sistema de disyunciones, aunque de una forma completamente ilusoria, entre tanto se evade del presente para acogerse a las reminiscencias de la infancia, o a las sublimaciones que, en ocasiones, proporciona la experiencia del arte. La internación psicológica de su deseo desrealiza cruelmente la existencia del sujeto psicológico, quien es substraído de su presente personal, exponiendo su vida al perenne fracaso ante los suyos. La neurosis sufrida por Edipo se vuelve así la neurosis de la cultura, porque lo que le sucede en abstracto al grave personaje, es lo que en la práctica ha podido vivir el individuo occidental en su angustioso, extenso y errático periclitar.

Edipo, figura capital de la escena griega, fue invocado por Freud siglos después para que representara ante el público moderno la arcana tragedia sofoclea, esta vez prologada por él. Para el psicoanalista, en el personaje clásico se concentran por igual arte, religión, sociedad, sexualidad y economía. Mas, si es cierto que Edipo de alguna manera parece poder explicar a la cultura, ésta muy pocas veces lo ha explicado convincentemente. Edipo, si nos atenemos a la teoría general del psicoanálisis, es el sujeto esencial de la cultura; él es su affaire interesante.

 

Uno

Según la tradición clásica, atesorada por Sófocles en su tragedia Edipo en Colono, Edipo, anciano, ciego y guiado por su hija Antígona, se encontró con Teseo, rey de Atenas, en los momentos postrimeros de su vida. Teseo, según antiguas versiones donde se confunden la historia y la leyenda, era el épico libertador de Atenas del tributo impuesto por los príncipes cretenses, el olvidadizo amante de Ariadna y el vencedor del Minotauro en su laberinto. Edipo le hizo una petición al hijo de Egeo que poseía la fuerza de una promesa o de un testamento: que su cuerpo fuese enterrado en Colono, dentro de los perímetros de la Ciudad-Estado de Atenas; que el lugar de su tumba se mantuviera en secreto y sólo fuera de su conocimiento, y que ese secreto se conservase de generación en generación. Si esa tradición perduraba, Atenas se vería libre de todo mal y sería grande entre todas las ciudades de la Hélade.

Federico Nietzsche escribió en su primer libro de juventud, El nacimiento de la tragedia, a propósito de Edipo: “Es sin dudas el personaje más doliente de la escena griega (...) pero al final ejerce a su alrededor, en virtud de su enorme sufrimiento, una fuerza mágica y bienhechora, la cual sigue actuando incluso después de su muerte”.

Edipo es el héroe que lucha contra la maldición del incesto, su leyenda narra la intensidad de ese desigual enfrentamiento, del que no ha podido salir intacto, pues en su figura se perciben los jirones sangrantes de una existencia violentada más allá de sus límites; entre tanto, la leyenda del laberinto donde cohabita el Minotauro condujo a Teseo al fondo de un dilema que para los griegos alcanzaba una significación dramática: si el bien y la belleza supremos son verdades correlativas, ¿por qué debemos llegar a ellos por vía de la degradación de la existencia, cuyo periplo es un sinuoso pasaje que amontona en su centro el horror y la concupiscencia? ¿No es acaso este camino el que ha propiciado, por sorprendente paradoja, la sabiduría de los héroes?

No es exactamente cierto que los griegos secularizaron el arte al separarlo de la religión, y esto explicaría su acentuada diferencia sociocultural con respecto a las grandes civilizaciones asiáticas. El gran imaginario helénico —esto Nietzsche lo pudo ver como pocos— responde a una aguda inquietud metafísica donde la experiencia artística comienza a ocupar el lugar que ocupaba antes la religión, haciendo suyas sus preguntas fundamentales, pero que al reubicarlas en el contexto de la expresión y la belleza, harán variar su milenaria significación. Lo que hay en el arte de empresa eminentemente secular, guarda una estrecha relación con la problemática histórica del hombre. En sus orígenes, esa empresa fue concomitante con la religión y, como ella, estuvo destinada a construir por vía paralela el mito originario de la especie, teniendo como auxiliar a la metáfora que, por un lado, sirvió para elaborar el imaginario cultural, y por el otro, para establecer al hombre sobre una de sus tantas definiciones posibles. Por eso, si la religión se viese hipotéticamente reducida al ámbito de la metáfora, y el arte se proyectara primordialmente hacia las preguntas por el significado y el sentido de las cosas, ambas experiencias culturales intercambiarían papeles en un libre juego de vasos comunicantes, y la primera pudiera ser entonces comprendida como una manifestación alegórica de carácter estético, y, el segundo, como una pregunta axiológica que adopta una forma alegórica.

Edipo y Teseo son los respectivos vencedores de la Esfinge y el Minotauro. Con las particulares victorias de estos dos héroes culturales se vieron representados los ideales trascendentales de la civilización helénica: la lucha contra lo inacabado e informe por medio de la intuición figurativa, a través de la aprehensión sensible de la forma y de la idea. Aunque la victoria sobre los monstruos es siempre parcial, de algún modo permanecen en la sombra y a la espera. El difícil triunfo sobre ellos es como un ciclo que se repite, mientras el enigma propuesto a Edipo por la Esfinge parece irónicamente aludir a su propio destino: “¿Quién es ese ser que al amanecer camina a gatas, al mediodía en dos pies y en la noche en tres?”. Edipo, niño, adulto y al final viejo, enfermo y ciego, apoyándose en un báculo. ¿Qué es lo que se muestra siempre como inacabado e informe y perpetuamente extraviado en la línea torcida de un rizoma? El destino mutilado del hombre, quien no ha podido acceder a su plena condición de figura. Porque, ¿no es en el contexto de esa civilización originaria en la que las fuertes tensiones entre la leyenda y la historia expresaron por primera vez la problemática milenaria de la especie?

Sólo hay una figura en el teatro helénico que puede rivalizar con Edipo en dolor y consternación, esa figura clásica es Orestes perseguido y enloquecido por las Erinias. Es como si ambos mitos se encontraran y bifurcaran a un mismo tiempo; el primero, al corroer desde adentro la familia humana, por medio del parricidio y el incesto; el segundo, al consumar el asesinato de la Madre en nombre de los principios que sostienen la idealidad paterna. En la tragedia de Esquilo, Las Euménides, se describe así a estos seres fatídicoslos cuales atormentan al átrida después de que éste ha consumado su crimen: “(...) carecen de alas, son negras y su sólo aspecto inspira horror”. Aludiendo al destino irrevocable —ananké— que ronda inclemente a los personajes clásicos, sentencia Freud: “El oráculo pronunció la misma maldición sobre nosotros antes de nuestro nacimiento”.

No sabemos hasta qué punto sería lícito indagar por qué del mismo modo en que existe para el psicoanálisis freudiano el “complejo de Edipo”, no fue nunca convenientemente establecido el “complejo de Orestes”. No obstante, el psicoanálisis terminó delineando, aunque fuera de una manera parcial, el llamado “complejo de Electra”, ejecutora junto a Orestes de la venganza de los hermanos. En un ensayo sobre el etnólogo estructuralista francés, Claude Lévi Strauss, el escritor mexicano Octavio Paz afirma —no es textual—: si en las sociedades occidentales, establecidas originalmente dentro de los límites psicológicos que prescribe el régimen patriarcal, Edipo traza la escabrosa parábola de un constante regressus ad uterum que no acaba nunca de completarse, en sociedades donde los límites psicológicos los fija desde milenios la figura materna, la paradoja consiste no en querer llegar a la Madre, sino en “la imposibilidad de salir de ella”. Desde este ángulo, el mito de Orestes es anterior al de Edipo, puesto que si el segundo supone la crisis que subyace en una organización social donde las prerrogativas del Padre y las impugnaciones del hijo se enfrentan inexorablemente, el primero demarca el límite donde nace un nuevo tipo de sujeto psicológico emergido sobre las ruinas de la más antigua de las sociedades; el matriarcado. Entre tanto, en el ciclo de la leyenda tebana, Padre y Madre se convierten en fragmentos de la más radical transgresión, porque es el futuro de la familia en sí el que es puesto a prueba, y su disolución o reconstitución involucra el porvenir humano en su conjunto; al destino de la especie encarnado en la persona psicológica del hijo de Layo y Yocasta.

Hay en Orestes como en Edipo algo que los confina al “no-lugar” de la locura, de la marginación patológica, y al intento de subversión en sí de todos los valores, mientras se nos presentan siempre a la espera, colocados “en el umbral” de todo conocimiento, y como “algo a punto —solamente a punto— de nacer”. Porque ambos asoman como entidades potenciales que no acaban de configurarse enteramente en el mapa de nuestra geografía existencial. Edipo no existe, no obstante “está ahí, siempre al acecho...”. Pero justamente por ser un delirio, un elemental fantasma lúdico, es que persiste irremediable en su latencia, poniendo a prueba el destino secular de la humanidad.

Bronislaw Malinowski, uno de los fundadores de la etnología moderna, aun admitiendo su inestimable deuda con Freud, expuso, con sus investigaciones de campo sobre las sociedades matriarcales, la incapacidad de la propuesta psicoanalítica para hacer de Edipo el protagonista omnipresente del comportamiento universal del hombre. Ya que el personaje clásico, como figura psicológica extrema, no puede aparecer allí donde el Padre todavía no ocupa ese lugar de autoridad que será luego disputado por el hijo. Por tanto, si el “complejo” no puede demostrar su universalidad, es porque no es del todo consustancial a la naturaleza humana y fracasaría como núcleo de una teoría global del hombre y la cultura. En términos generales, si entendiéramos los mitos de Orestes y Edipo como conceptos encerrados en sus respectivas particularidades, difícilmente coincidirían como postulados universales, y el psicoanálisis por sí mismo se volvería incapaz de elevarlos a esa posición. Por eso es que Edipo, como Orestes, sólo puede existir en el área interior de un triángulo psicológico, que es como un campo de fuerza traspasado por múltiples interacciones, donde se gesta no sólo la personalidad del hijo, sino en la que se le otorga un lugar especial a la precondición psicológica de los padres.

Deberíamos considerar que la propuesta más importante que nos dejó el freudismo, no es que el “complejo de Edipo”, estratificado, tenga que ser el núcleo definitivo de su metapsicología, sino que con el estudio de la neurosis se haya podido definir el rasgo más universal del comportamiento humano. Para ello, lo principal sería aislar convenientemente la figura psicológica de la cual brota la imaginación neurótica, partiendo de una interpretación mucho más libre e integradora. Imaginación neurótica que pudiera ser entendida como un concepto laxo y a la vez dinámico, que se desliza desde las figuras de Agamenón, Clitemnestra y Orestes, al mito de Edipo y sus padres, debido a que no se encuentra sujeta a una precondición inamovible y estrictamente fijada a una leyenda, para de esta manera resistir mejor la prueba de lo universal, y finalmente plasmar lo que realmente es en su instancia más esencial y constitutiva: “El complejo medular del hijo en el contexto también medular de la sociedad humana”.

Esto último tal vez explicaría la universalidad que posee la prohibición del incesto (Lévi Strauss), establecida con la aparente intención de ubicar al hijo dentro de un orden social muy bien delimitado. Por eso es quelos mitos de Orestes y Edipo fracasan en cuanto pretendemos convertirlos en nociones que describirían por separado el comportamiento global del género humano, en la misma magnitud en que se reconstituyen en cuanto se reúnen en la figura antropológica del deseo y la imaginación desbordante. Si, como hemos dicho, el mito de Orestes se halla ubicado en el momento en que se produjo la extinción de la sociedad matriarcal, junto a Edipo compone el complejo irresuelto de la neurosis, y define su otro polo psicológico. Pues ambas leyendas parecen insertarse en nuestra naturaleza para inmediatamente desvanecerse, esquinándose en el lugar más remoto del tiempo y la consciencia.

O. Paz ha escrito: “El hombre es un ser enfermo, y su enfermedad se llama fantasía”. La fantasía es esa experiencia universal que despliega a lo largo de la historia sus más variadas formas y es del todo correlativa a la existencia plural del hombre. Pero, ¿qué emociones contenidas —¿edípicas?, ¿orestianas?— proliferan en el interior de cualquier elucidación acerca de estos seres trágicos? ¿Por qué es que esas lacerantes pesadillas nos conciernen? Y sobre todo, ¿por qué es que alcanzan para siempre, y gracias a la Tragedia ática, ese valor absolutamente universal, como si el arte clásico pudiera brindarles, con respecto a la humanidad, ese estrecho vínculo que la historia y la sociedad le negaron en parte?

 

Daniel Paul Schreber
Según Freud, la homosexualidad reprimida de Schreber (en la gráfica) era pábulo de su comportamiento neurótico.

Dos

En las últimas décadas del siglo XIX, por la misma época en que Freud iniciaba sus investigaciones, el arqueólogo prusiano Heinrich Schliemann descubría en Asia Menor las ruinas milenarias de Troya, junto al estrecho del antiguo Helesponto y entre los ríos Escamandro y Simois. Y del mismo modo en que Troya se encuentra inscrita a una particular geografía, el pensador austríaco nos entregó las primeras detalladas descripciones sobre la geografía interior del subconsciente, y su extraordinaria labor, como la de Schliemann, fue arqueológica.

Si nos situásemos en el peregrino “caso Schreber”, quien constituye, por su invaluable testimonio, uno de los paradigmas de la psiquiatría moderna, veríamos que ese testimonio fue utilizado por Freud para iniciar desde él una de sus grandes excavaciones en los estratos inferiores de la conciencia. Aquel gran perturbado que fue Schreber asumió, con respecto al valor de las palabras, una actitud semejante a la de un poeta como Federico Hölderlin, quien resumiera en una frase esa compleja relación existencial con la omnipresencia del lenguaje padecida por el sujeto psicológico: “La Palabra es la morada del hombre”. Anota por su parte Schreber en su memorabilia alucinada: “(...) palabras que se introducen por la fuerza en el espíritu de uno y que se desarrollan allí como cuando uno recita una lección de memoria. La voluntad nada puede hacer contra estas palabras. De modo que uno se ve forzado a pensar sin tregua”. Más allá de ese “pensar sin tregua”, detrás de ese pertinaz enclaustramiento en “la morada del verbo”, y de ese exceso de significación que de tanto decir termina por no significar, ¿qué es lo que el gran paranoico que era Schreber, o el extraordinario poeta que fue Hölderlin, nos quisieron expresar? Sobre todo cuando el lenguaje deviene en letanía interminable, en insaciable monólogo circular pronunciado a la manera de un agotador catecismo. La pregunta sobre el significado de la Palabra es la misma que O. Paz restablece a nivel literario, y que Lévi Strauss le hiciera al lenguaje: “¿Qué quiere decir, decir?”. Interrogación que resultaría ambigua si no fuera porque el testimonio de Schreber, como el del poeta, alcanzara en ocasiones una acentuación mística: “(...) era como si cada noche durara varios siglos, de modo tal que, durante esta inmensidad de tiempo, bien podían haberse operado en la especie humana, en la tierra misma y en todo el sistema solar, las transformaciones más profundas”. ¿Cuál es el papel que juega el lenguaje en relación a esta certeza paranoica? Tal vez la creencia de que si el lenguaje se detiene, el universo entero colapsaría, y que, en esa interminable noche —soportada indistintamente por el loco y el poeta—, la labor inestimable del pensamiento y la poesía consiste en salvar al mundo.

Frente a toda la angustia que provoca la conciencia culpable, el paciente neurótico despliega en su interior la cortina del lenguaje, con la intención de que su palabra sustituya a la realidad, que de algún modo la fantasía resuelva aquello que su vida acuclillada no ha podido solucionar y lo devuelva a la ilusión de un temps retrouvé, que es también el tiempo magnífico de Dios y de los ángeles.

Según Freud, la homosexualidad reprimida de Schreber era pábulo de su comportamiento neurótico, y suponía un agudo conflicto con la figura paterna que de algún modo podría reproducir frente a ésta, una pasiva actitud de idolatría más cercana a la ideación característica de un Orestes que a la de un Edipo parricida. No obstante, en su delirio Schreber cree ser “la mujer de Dios” como si Edipo y Orestes nada tuvieran que hacer allí, y “el síndrome del hijo” se diluyera en la noche terrífica de la sexualidad más absoluta. Mas, ¿quién es el que fornica? ¿El hijo? ¿El padre? ¿“La mujer de Dios”? ¿Sigue Schreber encerrado en el triángulo original de la familia? ¿No es ese Dios que lo posee —que la posee “a ella, insaciable meretriz”— el Padre fundamental?

En el libro de la interpretación de los sueños de Freud, existe este pasaje sobrecogedor: la noche de la muerte del hijo, el Padre le visita en su recámara; allí está el hijo amortajado y el Padre, agobiado por el cansancio, se ha ido a recostar a la habitación contigua... ¿No es acaso ese sueño compartido que ambos experimentan, el que denuncia a esa “pequeña muerte” que es la sexualidad? Sumergido en ella el hijo atraviesa los angustiosos linderos de la muerte psicológica y reaparece bajo el slogan rutilante de “la mujer de Dios”. “El caso Schreber” representó una de las exploraciones más profundas del inconsciente, allí el pensador austríaco anduvo por las ruinas de la personalidad humana, rodeó los abrojos milenarios de su sexualidad deshecha, vislumbró lo que para él era la tragedia irresuelta de la especie, y se detuvo horrorizado.

Pero prosigamos con el sueño que el propio Freud tuviera y que alcanzara merecida importancia para exploradores posteriores del inconsciente, como el psicólogo estructuralista Jacques-Marie Lacan: una de las velas se ha caído y ha prendido fuego a las vestiduras del niño, a los graves cortinajes de su féretro, y el Padre despierta en la habitación contigua al horror de Thánatos. Y estas son las palabras que salen del umbral del inconsciente: “Padre, ¿acaso no ves que ardo?”. La habitación contigua es el lugar de las obscuras visiones, aunque también del mito más prolongado de la historia de Occidente: el Sacrificio del Hijo y el Dios que, inconscientemente, no le escucha ni le mira y le deja morir. El sueño paterno de la muerte del hijo sacrificado, “máximo símbolo para la familia cristianizada”, como nos lo recuerda el psicoanalista francés, ¿qué refleja? Que Thánatos reina allí donde el Padre no nos escucha. Pero, ¿qué catástrofe ha acontecido que el fundamento originario de todos los diálogos no puede reanudarse, y las figuras principales del triángulo psicológico —Padre, Madre e hijo— ya no se comunican entre sí? Pues el Padre se ha convertido en sólo una postulación de la razón teórica —teológica—, entre tanto el hijo ha sido inútilmente sacrificado en su altar... pues el sueño de la muerte del hijo no era sino “el deseo reprimido del Padre”. ¿No es esta la inútil remesa de casi dos mil años de civilización cristiana?

El mito del Dios único, entrevisto en las pesadillas de Orestes y en las emociones laceradas de Edipo, pertenece a ese tortuoso territorio, explorado un día por el psicoanálisis, en el que la fantasía y el delirio nos advierten de un ambiguo significado de las cosas que nos asalta y subvierte en el interior de nuestra conciencia. Porque, ¿acaso no es Orestes el hijo que regresa de un largo exilio para levantar ante la Madre el ideal del Padre muerto con la misma convicción de quien opone un concepto abstracto frente a la naturaleza corruptible? El mito de Orestes no sólo simboliza el fin de la sociedad matriarcal, sino que tamaña idealización de la figura paterna indica que ha emergido una nueva actitud psicológica, la cual describe un cambio conceptual acontecido en el cielo de la especulación teológica. De tal magnitud y lugar, como si lo más importante fuera despejar las huellas objetivas de semejante idealización y con ella, las razones psicológicas que ulteriormente dieron motivo al mito de Dios. Y para eso, Orestes y Edipo convergen en una unidad dialéctica que, por un lado, los dispara a extremos opuestos, y, por el otro, tiende a sintetizarlos en un complejo orden cultural vivido agónicamente por el paciente neurótico.

Buscando todavía respuestas vayamos a “Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci”, aproximadamente como el psicoanálisis se acercara a esta figura ejemplar del Arte del Renacimiento italiano. Y estas son palabras textuales de Leonardo: “Parezco predestinado a ocuparme muy particularmente del buitre, puesto que uno de mis primeros recuerdos de infancia es el de que, estando todavía en la cuna, un buitre vino hacia mí, me abrió la boca y con su cola me golpeó varias veces los labios”. Siglos después, el estudioso y contemporáneo de Freud, Oskar Pfister, realizaba un peculiar hallazgo en el cuadro del artista Santa Ana, la Virgen y el niño con el cordero: oculto entre los pliegues del ropaje de la Virgen estaba la sombra disimulada de un buitre, tal como si fuera un acto fallido del inconsciente el que allí hubiese dejado su impronta.La figura obscura del pájaro, aparecida en la fértil imaginación del niño que fuera Leonardo, se transfiere a la silueta en sombras localizada en la pintura, y, en los dos casos, remite a una experiencia de dudoso signo, vivida por el pintor en la más temprana infancia. Porque lo que ha hecho Leonardo es trasladar su experiencia, severamente traumática, a la experiencia original de “el Hijo de Dios”; como si mediante una insólita vivencia, el artista alcanzara una intuición universal que modificara incluso el concepto del pecado original, ya que era como si “el niño-Divino” hubiera caído también víctima del maleficio del buitre simbólico. ¿Es este un postulado de la imaginación delirante y del sueño más abstracto y cruel de la especie? ¿Cómo podría reconstituirse el sujeto psicológico después de una experiencia semejante, en caso de haber sido sufrida en la realidad y más allá de los símbolos? ¿Es el buitre otra prefiguración del Padre abstracto? Y, ¿es el mismo Padre que reaparece con todo su poder y esplendor en los libros del Pentateuco del pueblo hebreo, donde tramará la perdición futura del hijo de los Evangelios, una vez que la Biblia se insertara, en calidad de testimonio sagrado, como forma constituyente del sueño mórbido de la civilización de Occidente?

Cuando Freud abordó la personalidad psicológica del individuo incorporado a una tradición y sociedad judías, globalizó la práctica de la circuncisión para convertirla en el símbolo universal del “complejo de castración”, a través de la cual el Padre reafirmaba su radical virilidad sobre el hijo, en un contexto donde el orden de la familia reproducía al de la sociedad: la leyenda bíblica del sacrificio de Isaac a manos de su padre Abraham, como prueba suprema de lealtad exigida al gran patriarca por el Dios antropomórfico del Sinaí, reflejaba una tradición milenaria de evidente sujeción psicológica que ha quedado inscrita en la estructura de la familia occidental, y que se transfiere, a través del símbolo de la circuncisión, de Dios al hombre y del Padre al hijo.

A partir de esto cabría preguntar, ¿por qué no se acostó nunca en el diván psicoanalítico a la figura del Padre? ¿Por qué es que el psicoanálisis deja a éste, como particular figura del triángulo familiar, al margen de sus investigaciones? ¿Acaso porque el Padre representa el indiscutible principio de autoridad en un doble sentido, social y psicológico, y colocarlo en entredicho habría significado poner en peligro el orden establecido de la civilización y la cultura? Por tanto, del mismo modo en que el psicoanálisis traslada a la persona del hijo la leyenda edípica, ¿no sería trasladable a la persona del Padre la leyenda del dios Saturno, devorador de sus hijos? Para el artista que fue Leonardo, la experiencia unigénita del hijo, vinculada a la sombra letífera de un buitre —entendida como incesto y progresiva devoración— es concebida in extremis, y como tal reinstalada en el cuadro de “la familia de Dios”. Mientras la tradición cultural, convencionalmente establecida, nos ofrece la descripción de un mártir enteramente desexualizado, ubicado en el contexto de una soledad cósmica que lo aparta intencionalmente de los accidentes de la familia humana en aras de la sublimación más absoluta. De esta manera, la personalidad evangélica de Jesús expresa el miedo ancestral que puede sentir el individuo occidental ante su propia sexualidad, y es justamente ese manso camino el que ha elegido “el hombre cristianizado”, sometido posteriormente a la investigación psicoanalítica.

Pero, ¿qué resultados perentorios arrojaron estas sucesivas investigaciones “arqueológicas”? Quizás dejar bien restablecida la conciencia de culpa para el individuo occidental, a partir de un intento de racionalización del mito bíblico de la Caída original que lo reconstituía científicamente, para instalarlo en la historia mediante la hipótesis de un trauma de suma consecuencia para la humanidad. Para el analista, el enfermo neurótico no sólo posee la capacidad de reproducir los elementos capitales de esa supuesta lesión original, en la cual se lee “la abominable historia del mundo”, sino que en su propia perversión enumera la condición irredimible de su naturaleza.

La consciencia del neurótico es así un lugar en penumbras donde se manifiestan conocimientos fragmentarios, inconexos, y criterios no convenientemente esclarecidos. Detrás de la supuesta coherencia de las cosas parece habitar un trasfondo ignoto, una circunstancia nebulosa que abarca una forma de vida mucho más profunda, una experiencia vital tal vez más intensa, que vierte de manera discontinua sobre nosotros un significado radical que la conciencia no acaba de concientizar. No obstante, la situación del “no-consciente” no debería ser entendida como un espacio escatológico donde Edipo y Orestes se manifiestan ajenos al mundo; por el contrario, ambos inciden permanentemente en él por medio de las fallas de la conciencia. La persistente actividad del inconsciente no es una autónoma condición per se, sino que es el resultado objetivo e inagotable de una relación: la represión social que pesa sobre el individuo, y el modo en que esa represión ha sido revertida bajo la forma bifurcada de una específica significación cultural. El inconsciente, lo demuestra Freud, es sólo el área no concientizada de la cultura, del mismo modo que la cultura es el ámbito donde el sujeto, de una manera u otra, proyecta constantemente su actividad.

El héroe clásico debe así sortear el laberinto pendiente de un hilo que le otorgue un sentido y una coherencia, no debiendo detenerse demasiado en los recodos donde acechan su propio deseo y las elucubraciones más tortuosas. Y de la misma manera en que la pasión incestuosa de Ariadna, la soledad onanística del Minotauro y el parricidio involuntario perpetrado por Teseo —consumado en la figura del rey Egeo— componen la verdadera naturaleza del Laberinto Minoico, el análisis psicoanalítico quiso ser el sentido y el hilo de Ariadna que permitiera acceder a los enigmas del inconsciente, aunque su contenido fuera en realidad inagotable, porque se sustentaba sobre la función creadora del deseo. Eso es, primordialmente, Edipo y Orestes, y es además Teseo y Schreber: el deseo proyectado bajo la forma de una red que extiende dramáticamente en el espacio y en el tiempo la madeja de la cultura. Y como en el laberinto, toda experiencia existencial se encuentra bifurcada entre lo que es y lo que creemos ser, entre lo que somos y el “deber ser”. No es por eso casual que las bases, tanto sociohistóricas como psicológicas, del “imperativo moral categórico” (Kant), hayan sido propuestas y explicadas por Freud: la represión ante el deseo; la autorrestricción frente a la fuerza —edípica— de una trasgresión que terminaría por rebasar los límites admitidos por la civilización.

 

Tres

En el Teatro griego más originario, el personaje que encarnaba al dios Dionisos se presentaba como el puro acontecer del deseo, exteriorizando sobre el escenario la catarsis provocada por la embriaguez del vino y la danza ditirámbica. En ese teatro, el dios era concebido como la escenificación intransferible del ser. Para Nietzsche, si Jesús de Nazaret repetía la culpa trágica de Dionisos, como el Nazareno, el infalible destino del dios de las bacantes era ser sacrificado para renacer en los festivales áticos de la vendimia. Pienso que no se ha meditado lo suficiente que esa relación única que tuvo el griego con el dolor, que tanto conmueve a Nietzsche, preludia el nacimiento histórico del Cristianismo. Por eso es que los primeros actores buscaban ser semejantes al dios, intentando conservar la fuerza inaugural del arte de la tragedia, devenida con el tiempo en drama, y con el Cristianismo, en auto sacramental.

Una de las características que soporta el teatro por la época de Eurípides, es que Dionisos, como peculiar prefiguración del ser, ha comenzado a desaparecer de los escenarios. Su plasmación escénica implicaba una integración tan grande del arte con la vida —de la simple apariencia con la nuda realidad— en un instante en que el “espectador estético” todavía no ha aparecido y donde las obras no eran sino una gran fiesta popular. Era la Tragedia, el sublime “canto del chivo”, porqueese teatro era el gran festival de la pandemocracia. Es muy difícil encontrar un pensador que haga una defensa de la cultura popular tan apasionada, como la que realiza Nietzsche en su primer libro de juventud. Para él, la auténtica tragedia murió en manos de Eurípides y de Sócrates. Del primero, porque elaboró, con la genialidad de un precursor, el complejo arte de la representación dramatúrgica; del segundo, porque con él el ser dejó de ser un postulado colectivo del pueblo, para convertirse en patrimonio exclusivo del filósofo, en materia de especulación, en tesis académica y en estricta resultante del rigor teórico.

Orestes y Edipo fueron héroes dramáticos, ya que pertenecían a ese segundo momento de la escena griega. Pero ambos conservaron los nexos originales del hombre con la naturaleza trágica de la existencia, y es la rémora vital que autores como Esquilo y Sófocles supieron expresar en sus respectivas obras. Siglos después, William Shakespeare escribirá la tragedia Hamlet, príncipe de Dinamarca. Ypara decirlo con palabras de Freud y Lacan, “esa obra reforzará —y en cierto sentido explicará— a Edipo”.

Hamlet es el personaje universal en quien primero cristalizó, en su forma más acusada, la interrogación ontológica. Lo paradójico es que la pregunta sobre el ser sólo puede aparecer ante su carencia más manifiesta, cuando hace mucho que ha dejado de estar entre nosotros, quedando confinado a la erudición y al abuso extenuante del lenguaje. Remitiéndose a Federico Hölderlin, el filósofo alemán Martin Heidegger nos repite: “...se le entregó al hombre el más peligroso de los bienes, la Palabra (...)”. Porque mediante la Palabra el hombre quedó preso de la sutil tasación del pensamiento y confundió “lo esencial con lo no esencial”. Por eso, si la Palabra nos salva también nos condena; nos salva, porque por ella se alza “la Casa del hombre”, con sus misterios, maravillas y ensoñaciones; nos condena, porque en esa Casa las ventanas y las puertas están clausuradas, y ese prolongado enclaustramiento engendra la náusea. Decía Hamlet que en esa peculiar Mansión lo terrible eran los sueños. Y este criterio encierra una verdad tautológica: lo terrible son los sueños porque nos hacen soñar. ¿Cuál es el sueño de ese célebre personaje del teatro isabelino que se hace eco de las pesadillas de la especie? Aquel que nos susurra que el verdadero peligro, la abrumadora profundidad abisal, está bajo nuestros pies, y es en vano toda huida, puesto que aun refugiados “en el espacio huero y diminuto de un cascarón de nuez”, nos alcanzarían “los obscuros sueños monstruosos”. Si la conquista del ser significa la sanación más integradora, su obsesiva búsqueda no es del todo ajena a la locura; Hamlet nos lo recuerda a cada instante. El fantasma del rey que se le apareciera al príncipe en la alta cima de una de las murallas del castillo en sombras, no es otro que el Padre escatológico, el mismo que causara la perdición de Orestes y la agonía culpable de Edipo. Ya que el Padre opera como un fatal veredicto sobre nuestra conciencia: otorgarnos una misión, aunque ésta fuese terrible.

Hamlet, interpretado por Mel Gibson en el filme de Franco Zeffirelli (1990)
Hamlet, interpretado por Mel Gibson en el filme de Franco Zeffirelli (1990).

Hay una frase harto elocuente —ya citada—, pertenece al sueño de Freud, que sitúa la problemática relación con el Padre en su más exacta configuración: “...¿acaso no ves que ardo?”. Quien habla es obviamente el hijo, y lo hace desde el abarcador horizonte de su “ubicación medular”. Esa oración se convierte en una de las piezas claves de interpretación, puesto que es en su relación inmediata con el Padre, que la Palabra del hijo cobra sentido y dimensión universal, no sólo porque éste pretende franquear los límites psicológicos de la familia, sino porque sueña con reabrir, desde un nuevo espacio presuntamente conquistado, el diálogo con el Autor universal, portador de la fuerza genésica del Logos y la autoridad de la Tradición. Si Edipo parece decirnos que habitamos un mundo donde los signos nos engañan y nuestro destino es cruel y perverso; Hamlet, en su lugar, nos hablará de una prevaricación que confunde y extravía a la vida: el reino ha sido subvertido por la codicia, un traidor ocupa el trono de su padre y su madre disfruta sobre un lecho infame.

Hay un momento, acaso único, de infernación, que puede llegar a ser vivido por el sujeto neurótico como la ausencia más absoluta de significado, o al menos, como si los extraviados signos indicaran hacia una dirección donde las fuentes de lo cognoscible o racionable quedasen desbordadas. ¿Le sucede a Hamlet el mismo fenómeno psicológico que se pudo constatar en el “caso Schreber”? Nos expone como respuesta el psicoanálisis, describiendo una conducta que a ratos nos recuerda la del príncipe danés: “(...) Schreber parece haber perdido todo vínculo con los demás. Lo atribuye a un derrumbe temporal y lo llama su tiempo sagrado. Así es como Schreber tiene que vérselas con fenómenos tan extraños que superan todo límite; escapan al mismo Dios. Se trata de lo inconmensurable, de la singularidad extrema. Schreber se siente como si se hallara, pues, ante una alteridad radical y se descubre a sí mismo inaccesible”.

Hamlet comoSchreber, percibe que el universo se desploma, que los valores más irreemplazables han sido mancillados, y lo que sucede en la tierra y en el cielo sucede en su propia Casa: Edipo termina su vida desterrado, enfermo y ciego; Hamlet, por su parte, enloquece y muere. Mas, ¿qué es lo que los distingue? En la gran pieza isabelina, lo que está en ciernes en Edipo posee allí una significación de primer orden: la Ciudad política agoniza y las instituciones de los hombres ya no pueden ser legítimas. Para ambos el profundo conflicto no se resuelve, en el caso del rey Edipo, porque Tebas, como Ciudad elegida para realizar en ella su misión, ha quedado estigmatizada por la transgresión de las leyes consanguíneas; en el caso del príncipe danés, porque los problemas que suscita la existencia cada época tiende a volverlos insolubles. Pero si hay algo en la locura del príncipe que recuerda esencialmente al tebano, es que pocos personajes de la literatura universal han sido tan escarnecidos, estando aun ahítos de un pletórico sentido. Si a Edipo le ha sido prohibido su deseo, a Hamlet le fue embargado por sus mayores su derecho a ser, y ambos sucumben por igual, buscando ansiosamente una nueva visión del mundo. Pocas obras del arte han encarnado con tanta vehemencia ese extraño maridaje entre razón y sinrazón, mito y significado. Pero, sobre todo, cómo un mundo absolutamente corrompido por la maldad humana puede todavía estar dispuesto a entregarnos sus contenidos más profundos, haciéndolos resurgir de los marjales del escarnio y la desesperación.

No obstante, Hamlet insiste en que hay algo en lo que no se ha equivocado, algo fundamental que ha podido entrever en la densa niebla de la existencia. Y es ese aterrador lugar común que nos sucede a todos, pero sin embargo “hace mugir y retroceder a las estrellas” (Léon Bloy). Y es precisamente allí donde se atrinchera la abrumada existencia —en ese formidable cielo que no es para nada especulativo— porque ya no se ignora que hay un lugar en que todo es cierto. Que hay algo sobre lo cual no podemos hacer concesiones.

Cuando la Esfinge interrogó a Edipo en la cima de la acrópolis tebana, lo que la hizo sentirse vencida y arrojarse al abismo no fue la coherencia de la respuesta, fue la entereza del héroe. En el hijo acerbo de Layo y Yocasta se alzaba la voluntad de un significado, la paciente capacidad de un menester, la asombrosa intención de escoger, pese a los hombres y los dioses, su privilegiado destino. Ese regressus ad uterum que atenaza toda existencia edípica, y que es, intrínsecamente, su verdadera tragedia psicológica, pero que es tan persistente que obliga a rehacer una pregunta: ¿qué buscaba Edipo en realidad? ¿Acaso no fue el significado omitido por sus mayores sobre su condición natural, lo que le arrastró al peor de los infortunios, enfrentado como nadie a la verdad de su ser para dar paso a la muda certeza y al movimiento que lo llevaría a estar por fin en plena posesión del auténtico en sí de su conciencia, como de la amarga comprensión de su destino? ¿Para qué derribó entonces el mito de la Esfinge y liberó a su pueblo, si renunciando más tarde a su reino inició el largo camino del destierro, culminando su extraordinario periplo ante las puertas de la mítica ciudad de Atenas y frente a la mirada escrutadora de Teseo, en quien confió su hermético y dramático testamento?

Si bien es cierto que, siguiendo el laberíntico camino de lo edípico, se llega a la Madre, es cierto además que Edipo no se detiene y continúa avanzando, quizás como intentando mostrarnos la instancia vertebrada de una intuición fortalecida al calor del más temerario de los peregrinajes existenciales: aquel que explora las vías de lo que Erich Fromm probablemente llamaría “una sociedad no represiva, altamente gratificante”, situada más allá del principio paterno de autoridad, y donde reinara, en la región de la más extrema lejanía, un universo regido por el “Principio del Placer”.

Si era ese y no otro el secreto contenido de la rebelión edípica contra la autoridad del Padre —el oculto utópos del gran proyecto de la transgresión—, ¿por qué es que todas las rebeliones del hijo contra el Padre han estado destinadas al fracaso? Seguramente porque constituyen la Revolución imposible, en la que el hijo victorioso termina restaurando en sí mismo la antigua autoridad, y prolonga con esto la agonía milenaria de la especie. Sin embargo, el psicoanálisis trasluce no haber comprendido cabalmente que el contenido radicalmente subversivo que retenía para sí el mito iba mucho más allá de una simple revuelta existencial contra la autoridad paterna, pues apuntaba hacia la configuración de una nueva cultura y sociedad humanas. Ya que si es cierto que la conducta del personaje clásico, en principio ciegamente instintiva, lo aparta de la vida en la comunidad, conduciéndolo a la soledad y al ludibrio, él se percibe a sí mismo como portador de una gran misión que le desborda, de un significado, acaso trascendental, desde el cual ambiciona reorganizar su pasado, actualizar su presente, explicar aquellas grandes verdades omitidas, comprendiendo para eso “el valor terapéutico de la memoria”, convirtiéndola en el sentido y la coherencia de su propia historia, haciéndose de esta manera carne de la experiencia más universal del hombre. Pues frente a Edipo se levanta el sol de la utopía y el sueño irrenunciable de su progenie. Si la enfermedad padecida por él es tal vez incurable, es incurable porque lo constituye (O. Paz), porque dicha enfermedad ha terminado por develar el contenido innegociablemente humano de su naturaleza. Si la enfermedad es esa condición que describe una pérdida esencial, es además la vigencia del mito: el origen y el destino del hombre. La neurosis se vuelve así el tiempo y la vida perdidos que vierten sobre nosotros su latencia, operando bajo la forma de una tenaz reminiscencia.

Como posible alternativa, y a tono con una particular corriente materialista del pensamiento etnológico y filosófico del siglo XX, el también profesor como Fromm, de la Escuela de Frankfurt, Herbert Marcuse, propuso en su libro Eros y civilización una corrección marxista al sistema de ideas elaborado por Freud, la cual serviría para poner de relieve los presupuestos sociohistóricos que la clásica definición freudiana del “Principio de la Realidad” no desarrollara suficientemente. Reinstalando para eso al sujeto psicológico en el contexto de una estrecha relación con una realidad más vasta y problematizada: la historia y sus diferentes estadios de socio-producción económica. Porque lo que a todas luces parece suceder es que Edipo ya no ignora “que la batalla hay que situarla en otra parte”.

 

Cuatro

Como resultado del impacto que el advenimiento de la Modernidad ocasionara en la religión, subvirtiendo sus vínculos históricos con la sociedad y poniendo en crisis sus grandes sistemas de pensamiento, el psicoanálisis pareció ocupar por un breve tiempo el ministerio que la Iglesia había asignado al lugar sacramentado del confesionario, y el pecado confesado del creyente se trocó en la consciencia exteriorizada del neurótico. El largo camino de la expiación, seguido durante siglos por el hombre cristianizado que buscaba la conciliación con el Padre celestial, de alguna manera parece evocar la suerte psicológica del individuo recostado en el diván psicoanalítico, quien, mediante la libre asociación de ideas, se somete al examen interpretativo de un clínico. Tanto el devoto como el neurótico manifiestan su relación con el pasado personal por medio de un remordimiento interminable, el cual contiene la fatiga milenaria de la especie erosionada por el tiempo sucesivo. Para ambos sólo el acto de contrición más prolijo, concebido como petición de indulgencia ante una autoridad socialmente reconocida, pudiera llegar a reparar esa grieta localizada en el tejido de la existencia.

Decía Freud que el artista era quien único podía curarse a sí mismo, y es que hay algo, en la particularísima experiencia del arte, que recuerda la honestidad original del confesionario, aunque superado por el rigor solitario de la autoconciencia. Para el pensador austríaco, el arte era el campo privilegiado del neurótico, su área indivisa de expansión existencial. La verdad del artista es así la verdad radical del mundo, porque esa verdad ha sido construida mediante el registro de una subjetividad avasalladora, y porque “detrás de la ilusión se encuentra el conocimiento” (H. Marcuse). Debido a esto es que Nietzsche pudo ver en el arte helénico la consumación del reino de la ilusión alzado por el hombre frente a la devastadora crudeza de la realidad, y fue eso lo que él aproximadamente llamó “la auténtica metafísica del mundo”. Esto último deja el camino abierto al criterio de que la religión colinda, en ocasiones, con la experiencia artística, en el terreno del proyecto mutuo de la imaginación, la acuciosa intuición y la profusa sensibilidad. Pero sobre todo, porque indistintamente el arte, o la religión, han provisto desde siempre al individuo de una justificación moral de la vida.

En vías de la elaboración de su metapsicología, Freud, oportunamente, se preguntaba si la religión no era una neurosis obsesiva de carácter universal. La neurosis, como la religión, nos habla de un paraíso fracturado y de un tiempo congelado donde hibernan las imágenes prodigiosas e imposibles del deseo. Y ambas reflejan por igual un conflicto irresuelto, un nudo capital localizado en el entretejido que existe entre el ordenamiento de las cosas y la historia cómplice de las ideas. El lenguaje metafórico y la coherencia interna que poseen los mitos cosmogónicos, expresan asimétricamente el orden de las cosas pero lo expresan, como si esa idealidad pudiese estar interrelacionada, en última instancia, con una realidad socio-determinada. Aquello que Marx aproximadamente denominara “un orden de relaciones sociales mitificado por la religión”, paradójicamente lo que hace es poner en evidencia las cercanas relaciones de las ideas y el mundo, pues las formas más relevantes de idealidad religiosa se encuentran ubicadas en el campo histórico, donde terminan por alinearse en el espacio objetivo de una configuración sociocultural.

Tempranamente Aristóteles aconsejaba una interpretación de los textos que distinguiera entre la literalidad y la alegoría. El mito inaugural del paraíso perdido, tal como lo narra el Génesis bíblico, hace especial énfasis en la desaparición de un arcano ordenamiento del mundo, y que esa catástrofe inicial condujo a sus habitantes primigenios a construir fuera de los antiguos límites establecidos por Dios-Padre, una nueva norma fundada por el trabajo y la vida en sociedad. Si el pecado de acceder al conocimiento les hizo concupiscentes, llevándolos a abandonar para siempre la inocencia salvaje del Edén, también les hizo contraer “la enfermedad del progreso” creando instrumentos de labor, instituciones y civilización. La fábula de la Caída original narra metafóricamente el comienzo de la historia a partir de sus dos actividades principales, intrínsecamente relacionadas: “la producción económica y la reproducción sexual” (Federico Engels).

Cuando Freud explicó el orden interno de las sociedades totémicas por medio de las prohibiciones, castigos y recompensas, lo que hizo fue coincidir con los postulados básicos del Génesis, según Moisés. El profesor vienés entendía las prohibiciones como el mecanismo que desde su interior habilita la existencia de la sociedad humana, en el mismo grado que el Dios-Páter lo hiciera, convirtiéndolas en la regla capital del paraíso, y de su posible transgresión, el principio moral de la expulsión. Esto no es casual, los libros que integran el Pentateuco y componen la primera parte de la Biblia, fueron unos de los primeros y más importantes documentos a los que tuvieron acceso los incipientes estudios etnológicos del siglo XIX. Por eso, al dejar implícita la relación entre la prohibición impuesta por el Dios-Páter de no comer de “el árbol del conocimiento” y la prohibición totémica como aparece en las primeras culturas, el psicoanálisis convirtió el viejo mito de la expulsión en fundamento del génesis histórico del hombre.

Ese mítico fin de un orden primario, ¿pudiera ser entendido como la disolución histórica de la Fratria original? ¿Fueron Adán y Eva alegorías bíblicas de la primera formación étnica que habitara sobre la tierra? ¿Es acaso Adán el símbolo del primer hombre lesionado por el conocimiento y el mitológico punto de partida de la larga herencia filogenética?

En la comunidad primitiva la prohibición obligaba a una sexualidad exogámica que le impedía proliferar en el interior del grupo parental, la cual buscaba preservar las identidades de padres, hijos y hermanos comunales, concebidos más allá de los lazos filogenéticos. Y los preservará del mismo modo que más tarde la familia de orientación consanguínea protegerá la identidad de sus miembros y su propia cohesión, con el rechazo a toda forma subterránea de sexualidad. Si partimos de que las primeras organizaciones sociales estaban establecidas sobre una amplia red parental, la cual involucraba, en función de la producción económica y el reparto equitativo, a todos los individuos inscritos a un mismo “árbol” totémico, la prohibición del incesto tenía un alcance universal, y su transgresión cobraba el sentido de una irreparable lesión en el corazón de la fraternidad.

La definición del incesto no es un concepto inmutable, socialmente invariable, debido a que el modo de entenderlo ha cambiado según los diferentes estadios del desarrollo histórico. Por tanto, esa condena no es un postulado abstracto de la consciencia moral, porque dicha prohibición ha aparecido siempre sustentada por un medio social específico, o por un grupo étnico en particular. Por supuesto, en la Fratria, el incesto no puede ser descrito como relaciones sexuales practicadas entre padres, hijos o hermanos consanguíneos, ya que allí el vínculo estrictamente biológico no existe, o simplemente carece de valor. Por otra parte, la idea de un Padre inserto en el hecho biológico de la procreación y a quien se le asigna un rol concreto en un grupo humano, es relativamente tardía. No sólo porque al individuo primitivo le era difícil reconocer el nexo causal entre el acto de la cópula y el nacimiento de un ser ocurrido nueve meses después, sino, esencialmente, porque las relaciones originales del Padre y el hijo se adherían a un espacio eminentemente social donde mutuamente se reconocían y donde recíprocamente construían sus identidades.

No obstante, el motivo original de la prohibición puede seguir teniendo una explicación freudiana: preservar a la comunidad de una sexualidad indiscriminada que aniquilaría las identidades parentales, sumergiéndola en el caos. Es muy posible que haya existido una rivalidad prehistórica en el interior de los grupos humanos antes de que llegaran a establecerse en una definida formación social, y esa rivalidad era hondamente instintiva, ya que eran esos mismos instintos los que conducían al macho y a la hembra al apareamiento y a la tarea común de la supervivencia. Y esas características ancestrales eran recordadas por la cultura de la prohibición en tiempos fraternos. Aunque en su disposición más precisa, la condena universal del incesto estaba dirigida a evitar el apareamiento en el interior de la comunidad, debido a que crearía grupos que, inicialmente fundados por la atracción sexual y la necesidad instintiva de la reproducción, atomizarían la vida comunal y terminarían por establecerse como pequeños núcleos de economías y vidas independientes. Obviamente para que esto sucediera tenía que morir la cultura totémica y sus arcanos dioses tribales.

Entonces, ¿bajo qué condiciones se sitúa la contradicción histórica que desintegró la antigua comunidad fraternaly determinó el surgimiento de las familias consanguíneas, las cuales auspiciaban las relaciones sexuales dentro de un mismo grupo?

La primera forma de propiedad privada, socialmente instituida, fue erigida por la familia de alineación consanguínea, que por un lado se reticuló sobre sí misma frente a la sociedad, en su calidad de propiedad exclusiva del Páter-familia, quien convirtió la riqueza, la mujer y los hijos en patrimonio, y por el otro, creó las variantes de organización familiar sindiásmicas y monogámicas como hoy las conocemos. Aunque para esto último tuvo que trasvalorar el significado original de la prohibición del incesto, imponiéndosela al hijo, quien de su antigua condición de hijo libre y universal de la comunidad, se vio reducido al estrecho recinto de la ley paterna y la Propiedad, las cuales serían a su vez legitimadas por una moral abstracta y un nuevo orden sociocultural. El fin de la organización fraterna trajo inevitablemente consigo la abducción de la Madre y la ruina del hijo. Cuando esto ocurrió fue que las figuras del Padre y el hijo se volvieron antagónicas y apareció, reclamando su sitio en la historia de la cultura, la neurosis edípica.

¿Pudiera ser comprendida dicha neurosis como una consecuencia en estricto de un largo proceso de desnaturalización de la condición humana, provocado por la fractura de las relaciones originales del hombre con la naturaleza, que condujera al fin del universo totémico y de las reglas que regían allí el parentesco, los roles de la sexualidad, la producción económica y el reparto equitativo de la riqueza? Lo cierto es que Edipo nació en un momento histórico que el etnólogo Malinowski situaba en tiempos de la aparición del régimen patriarcal. La insurrección de Edipo contra la familia consanguínea, y el carácter abiertamente neurótico que ese enfrentamiento posee, no pueden ser separados de esta circunstancia. De lo que se desprende que el conflicto no está dado a-históricamente entre el hijo y el Padre ancestral, el conflicto tiene lugar en el momento específico en que entran en contradicción las leyes del desarrollo y el antiguo estatus fraternal de la comunidad: el efecto aniquilador que sobre ésta tuvo la aparición de las primeras formas de propiedad, las nuevas relaciones de producción y la atomización social derivada por el interés sexual y económico de los grupos en particular.

Sigmund Freud
Sigmund Freud.

Como observa H. Marcuse, aquello que Freud llamara “el Principio de la Realidad” no es una entidad inmutable, concebida como una categoría abstracta desprovista de historicidad, debido a que lo real se encuentra sometido al incesante cambio y transformación que le imponen los estadios del desarrollo, adscritos a los diferentes modos de producción. De esta manera, el profesor de la Escuela de Frankfurt propuso una corrección al pensamiento freudiano que quedó definida como “el Principio de actuación”, el cual partía del principio cardinalmente activo que describe la actitud volitiva del hombre con respecto a la realidad, quien la rehace al entregarle una determinada configuración histórica.

Del mismo modo que producción económica y reproducción sexual mutuamente se entrelazan en un espacio singularmente humano, a través de oposiciones dialécticas como población y consumo, todo sistema de producción contiene en su génesis una norma de reglamentación sexual. De esta manera, trabajo y sexualidad se vinculan entre sí como los pares opuestos y complementarios: si el fin inmediato de la sexualidad es el placer, la consecuencia inmediata del trabajo es traspasar el umbral de un consciente proceso de hominización que comienza por abarcar a la sexualidad, entregándole un lugar en el entramado social. Aunque a la abstracción que supone la separación arbitraria de trabajo y capital (Marx), le sucede la abstracta escisión de trabajo y sexualidad. En el mismo nivel instaurado por el régimen de la propiedad en que el trabajo se aliena y se des-hominiza, la sexualidad pierde, a su vez, su hominicidad para dejar de ser gratificante. Y es en ese recinto asfixiante donde habita la consternación de Edipo y se justifican las energías anómalas de su violencia.

Si, para Freud, el enfrentamiento entre el Padre y el hijo compone el binomio central del cual la historia entera depende, y para Marx, siguiendo los pasos de Hegel, naturalizar el concepto es entregarle a la naturaleza un significado conceptual que se vuelve histórico, el concepto que define la naturaleza de lo edípico no es tampoco separable de su historicidad. Es en ese terreno donde el binomio freudiano adquiere su plena connotación, porque de lo que se trata es de llegar a entender el fundamento social de ese antagonismo, y de las circunstancias objetivas que explicarían la permanente reactivación en la historia misma de dicho conflicto.

Si Moisés en Génesis se encargó de injertar, al principio mitificado de la historia, la familia patriarcal a-históricamente constituida, Freud no pudo, en última instancia, ver más allá en la historia del hombre que su origen filogenético. Mientras la naturaleza de lo edípico —condenada a estar inscrita a una filogenia que articula en torno a la figura sublimada del Padre, prevaricación y Propiedad— expresa unas relaciones históricas alienadas, donde la neurosis y la religión no son otras cosas que respuestas equívocas de la consciencia a un orden del mundo enajenado. Por eso es que Edipo puede ser descrito como una conciencia desdichada que pone en evidencia una disfunción de la sociedad, la cual se proyecta como una dislexia fundamental que afecta al pensamiento, e incluso a la coordinación en sí del cuerpo social. Aquello que el pensador austríaco llamara con énfasis “el malestar de la cultura”, creada por el sentimiento de perenne embarazo que trae consigo una vida reprimida, no es que tenga su causa en la conducta edípica, sino que Edipo porta consigo los males y las culpas de la humanidad.

Pero, ¿hasta qué punto sigue siendo sostenible la hipótesis de un trauma convertido en agente causal del comportamiento neurótico, y que de hecho guarda para la humanidad una lectura ético-religiosa con la noción del pecado original?

En sus reflexiones sobre el psicoanálisis, Carl Jung, uno de los pioneros junto a Freud de lo que devino en llamarse “psicología profunda”, llegó a decir que lo que su propia experiencia clínica demostraba, era que no se trataba de convertir la terapia en un método que se dedicara a extraer el trauma alojado en la vida del paciente, del mismo modo en que opera un escalpelo sobre un tumor maligno. Por el contrario, lo que se debía hacer era intentar rescatar en el neurótico su historicidad, entendida como el valor que la recuperación terapéutica le asigna a la memoria, pero en un sentido primordialmente activo en cuanto creativo. Para Jung era el presente el que tenía la capacidad de reactivar la neurosis y retroalimentar los traumas; por tanto, es también desde el presente donde se decide si puede salvarse o no la personalidad psicológica, en la justa medida en que la existencia del paciente se libere de las determinaciones factuales que fijan la enfermedad a un orden abstractamente causal, que no sólo lo despoja de su responsabilidad objetiva, sino del significado teleológico de su conducta moral. Jung llegó inclusive a afirmar que si el neurótico quería curarse estaba obligado a emprender la difícil tarea de “superarse a sí mismo”. Cosa esta última que ha sido desde siglos objeto exclusivo de las religiones, y que la propia religión cristiana heredó, proponiéndonos, a partir de las predicas exaltadas de san Pablo, la necesidad de un “hombre nuevo” no concupiscente, esencialmente entregado a la práctica cultural de nuevos valores.

De todos los sucesivos desgarramientos que ha padecido el individuo a lo largo del tiempo, es la separación de la existencia de su propia historicidad —el inmerecido despojo de ese contenido vital— el que más corroe la estructura de su ser. El hombre, al perder su historicidad, corre el riesgo de dejar de ser semejante a sí mismo y de ser asaltado en ese sitio, tan cercano a él, por la anomia y la ajenidad. Sin embargo, existe en el idioma alemán una palabra que otorga a la memoria una capacidad probablemente única, y que no guarda al parecer equivalencia en otro idioma. Tal palabra encierra el concepto de erinnerung. Por él lo que es recuerdo, estricta cifra que registra en el tiempo el paso indiferente de eventos, personas, fechas y lugares, se transforma en voluntad creadora; en capacidad de unir el tiempo sucesivo a un proyecto de vida dotado de máximas integraciones. Pues si la conciencia, como resultado del carácter cíclico que le confiere su condición de naturaleza, siempre termina por retornar a sí, lo hace porque no puede seguir siendo extraña a una historia que le pertenece desde el corazón de su significado, y es, también, volición unificadora del contenido de lo humano. Cuando la memoria recuperada abre por fin las puertas de su historicidad, el orden y la coherencia de la vida quedan por fin esclarecidos, y la actividad objetiva y cognoscente del individuo se despliega sobre el amplio horizonte de su propio destino.

Si fuera cierta la tesis freudiana de que siempre hay un recuerdo omitido, y es el mismo inconsciente el que se esfuerza por retenerlo en las sombras, debido a que la concientización de esa experiencia inhibida podría poner en peligro el equilibrio psicológico, es cierto además que lo que debería retornar del olvido es el hombre plenamente reconstituido, donde pasado, presente y futuro serían para él sólo formas escuálidas que adopta la conciencia para relacionarse con el significado preterido de su condición natural. Existe así un fenómeno definido por Freud como conversión, el cual tiene al parecer su origen en una severa lesión que ha sufrido el sujeto psicológico, que de algún modo sufrió también la cultura, y ha provocado un área en particular de amnesia, como si las historias respectivas del individuo y la humanidad se negaran a revelarnos sus más profundos contenidos. Entonces, ¿es concomitante el pasado cultural de la humanidad, que a ratos se nos presenta como una superficie en ruinas, con la memoria arruinada del neurótico?

Es en ese sentido que podrían repensarse las ruinas de Troya descubiertas para la Modernidad por Schliemann, como uno de esos espacios rotos que, en ocasiones, nos exhibe la cultura. Troya, si nos atenemos a los testimonios que nos dejara la literatura helénica, es una de las formas que adopta —¿histórica? ¿ficcional?— la mala conciencia. Si Troya realmente existió es cierto el pecado de Grecia, y sus ruinas, descubiertas hace más de un siglo, sirven para prestar testimonio de una conciencia culpable que atenazó a Occidente en el período clásico. Luego, ¿qué significado poseen los inciertos abrojos que crecen en ese paisaje abrasado? Lo que el arte de la antigüedad nos indica es que, si Ilión es la memoria espléndida que traza el periplo magnífico de Homero y la Tragedia ática, es además la memoria arruinada de las profecías culposas de Casandra, del llanto desconsolado de Príamo en la muerte de Héctor, de la cruel inmolación de la virgen Ifigenia, o del horroroso destino de Orestes, porque los conflictos que prestablece la sangre son en realidad insolubles; a la vez que componen el motivo radical de la súplica de la madre Anticlea ante Ulises, quien continuaba aferrado en los ínferos a las sombras fugitivas de sus padres:

Hijo, no permanezcas más tiempo en este valle de lágrimas, asciende hacia la luz.

Después de esos paisajes desolados que a ratos nos muestra la cultura, se encuentra la posibilidad de ascender al presente histórico que es, diáfanamente, el lugar excepcional donde laboran y se congregan los hombres. Por eso, si el Adán bíblico representa simbólicamente el principio de la larga herencia filogenética, Jesús de Nazaret, en cambio, es el hijo universal cuyo legado no hay que buscarlo en las obscuras raíces de la sangre, sino en el magisterio que se entrega a la reconstrucción de los lazos espirituales que se unifican en la Fratria primordial. Un hijo que pretende recuperar su antigua libertad y reencontrar, a partir de ella, al Padre universal en el terreno de los valores compartidos. Y un Padre cuyo contenido histórico no bate como un viento helado desde la sombra emblemática del Sinaí, donde se amontonan las tablas del Decálogo moral; por el contrario, su signo inconfundible es el arcoíris que asoma sobre la cima desnuda del monte Ararat, después de que fueran borradas por los torrentes del Diluvio las generaciones que engendrara Caín y sólo quedaran en pie los hijos universales de Abel.

Hay en definitiva un lugar que Freud denominó con las nociones especulares de limen y umbral, en el que la conciencia se abre hacia la sospecha de una verdad largamente obliterada. Dicha verdad, como señala Lacan, no es una particular alusión al inconsciente, concebido como el romántico páramo donde moran “las secretas divinidades de la noche”, esa verdad tampoco nos anuncia la llegada del esperado príncipe de las profecías, del predestinado que habita en la mágica canasta de tradiciones que componen el vasto cosmorama de Oriente y Occidente; es en realidad una certeza mucho más humilde; una intuición más íntima. Pues lo que está llamado a retornar desde el umbral de la protoconciencia hacia la realidad, es el dolor que se aciclona en el campo ontológico —“la llama en que arde”— donde se gesta y pervive lo real, y es, además, una forma específica de sensibilidad. Edipo, esa bella figura clásica, es el portador esencial, en cuanto histórico, de ese dolor, y en él se realiza el misterio de esa encarnación.

 

(La Constitución de Teseo)

El nacimiento de la Ciudad-Estado en la antigua Grecia tiene un valor sin duda extraordinario para la historia civil y sociocultural de Occidente, aunque su origen se pierde detrás de un horizonte francamente mitológico. Los antiguos anales le asignan al rey Teseo la puesta en vigor de una constitución por la cual se erigió en Atenas una democracia política. Según la leyenda, con la Constitución de Teseo es que el antiguo espacio jurídico de las pequeñas sociedades comunales se fusionó en un espacio mucho más amplio, regulado por una ley cívica que congregaba a los ciudadanos en torno a un ágora. Esta constitución quiso entregarle al hombre la nueva condición de hijo libre y universal de la Ciudad, y fue la específica respuesta histórica con la que la Atenas clásica buscó superar los conflictos inútiles de la sangre y, a la vez, el antiguo orden totémico negado por las leyes del desarrollo.

Fue la aparición de la propiedad privada lo que hizo colapsar a las arcanas hermandades, causando la división de la sociedad en clases y el desarrollo de un mercado que convirtió al dinero en la principal pieza de transacción. No obstante, el hombre griego necesitaba poder garantizar la cohesión interna de la sociedad ante las nuevas formaciones económicas emergidas, y acudió para esto a un principio universal que había estado presente en la Fratria original. Ya que todo proyecto histórico, si aspira a salvarse, debe comenzar por fortalecer aquellos principios que sustentan la mancomunidad.

La democracia ateniense es la fuente institucional donde surgen por primera vez en Occidente los derechos políticos del individuo-ciudadano, prudentemente alzados frente al despotismo de los emperadores asiáticos. El nuevo orden instaurado comenzó a dejar atrás la excesiva sujeción a la tradición y al pensamiento religioso, terminando por convertir a la vida en una entidad eminentemente mundana, sustentada a través del diálogo y el reconocimiento recíproco, tal como si en la Ciudad del Ática hubiera alboreado una lograda Modernidad mediterránea.

En el “capítulo de Jena”, Hegel fundamentó el origen del hombre sobre las premisas intransferiblemente históricas de sociedad, trabajo y lenguaje, pero el acceso del individuo a la realidad del presente es sólo viable si dichas premisas le permiten recuperar su responsabilidad moral, su horizonte teleológico, así como dejarlo provisto de un destino civil. En la tragedia de Antígona apreciamos la valiente defensa de los derechos y valores individuales frente a la totalidad abstracta del Estado, y es ella precisamente quien acompaña a su padre, Edipo, cuanto éste deja implícita con su llegada a Colono su última utopía, como el legado que, en la persona de Teseo, el tebano quiso dejarle a Atenas. Y es exactamente en ese lugar en que nace la Ciudad-Estado, donde se abren las puertas a la interrogación sobre el carácter todavía inconcluso de semejante legado, el cual halla su crítica más formidable en la siguiente observación de Engels: “Lo que perdió a Grecia no fue la democracia, sino un sistema esclavista que proscribía la existencia del trabajador libre”.

Por tanto, la pregunta si será posible o no reconstruir para la humanidad en su conjunto la fraternidad colectiva, no sólo ha quedado inscrita en el seno de la crítica marxista al régimen de la propiedad, sino que se encuentra además ceñida al alegórico lugar donde la tradición clásica sitúa la tumba de Edipo: en el interior de los perímetros jurídicos de Atenas. Con su muerte, Edipo se libra de todos sus estigmas en la misma magnitud en que alude a su integración a una colectividad mucho más grande, hondamente vívida y gratificantemente humana. Puesto que si, según Freud, el tebano está en el comienzo más obscuro y agónico de la historia, se encuentra también señalándonos el final, pero como una ardiente tentativa —un deseo incolmado e incólume— que no acabará nunca de cerrarse.

Este trabajo fue publicado previamente en la revista Destiempos, Nº 29, marzo-abril de 2011.