Letras
El resplandor de la memoria
María Teresa Bravo Bañón
     Fotos familiares: José Bravo y María Salas

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José Bravo, mi abuelo, nació en 1904 en Lorca, provincia de Murcia, en el árido sudeste español. Fue el superviviente de cinco hermanos que no sobrevivieron en su primera infancia. Historias de hambre, miseria y alpargatas. Su padre era maestro itinerante y buhonero. Parece ser que recorría haciendas y cortijos enseñando a leer a los hijos de los campesinos, aunque los capataces lo echaban porque no querían campesinos que supieran leer y escribir, era peligroso. Siempre el conocimiento ha sido liberación. En un mundo de caciques, los capataces eran el brazo ejecutor de la ley del amo y quien impedía que cualquier instrucción llegara a la mano de obra esclava que un día pudiera pensar y rebelarse.

Pero a mi abuelo su padre le dejó un gran legado: el aprendizaje de una esmerada caligrafía y una ortografía perfecta, como una seña muy distinguida de cultura y conocimiento, casi únicamente patrimonio de los eruditos de entonces y los escribientes profesionales. También la base matemática adelantada, más allá de las cuatro operaciones, sino conocimientos de números enteros y racionales, así como las reglas del interés y del interés compuesto, y la resolución de problemas por la regla de tres directa e inversa.

Suficiente herencia como para sobresalir como élite, en un mundo rural en que los porcentajes de analfabetismo superaban el 90%.

Increíble también cuando recuerdo que todo ese bagaje lo recibió hasta los 8 años, pues esa es la edad en que se quedó huérfano.

Viajaban padre e hijo con su burra Onagra, cuando una noche un fulminante ataque al corazón acabó con la vida del padre. Al amanecer, unos campesinos encontraron a José, mi abuelo, abrazado a su cadáver y casi muerto de frío. La parroquia y el consistorio se encargaron del sepelio, pero la burra Onagra, su única posesión, sirvió para pagar los gastos del entierro.

Volvió a su pueblo, andando y descalzo. Desde entonces, él y su madre Simona tuvieron que sobrevivir trabajando en todo cuanto encontraban, hasta llegó a trabajar en las minas de Mazarrón y emigraron hasta Águilas, el último pueblo limítrofe con Almería. Allí fue donde cambió su vida.

Ignoro quién le enseñó o cómo aprendió el alfabeto Morse que de pronto se convirtió en una pasión. Un día el destino le puso en bandeja una gran oportunidad.

La Compañía Inglesa de Ferrocarriles, concesionaria de los ferrocarriles del sudeste de España, convocó una oposición para una plaza de telegrafista.

Pero uno de los requisitos imprescindibles era, según la costumbre de entonces, llevar una recomendación de algún cacique local.

Naturalmente mi abuelo era pobre, el hijo de Simona no tenía botas, ni zapatos, sólo alpargatas, y los “recomendados” de los caciques locales eran “gente de bota” que hubiera dicho Miguel Hernández, además él era un muchacho de tan solo 16 años y los otros pasaban la veintena.

Pero José, mi abuelo, no se dejó intimidar por el rechazo y se presentó ante el tribunal de la oposición. Era una prueba pública, le invitaron a marcharse, pero él no lo hizo, se quedó en un segundo plano, empeñado en hacer la prueba, como los dos “señoritos” aceptados.

Sacó su cuaderno. Empezó la caza de sonidos cortos y largos y el arte de traducirlos en palabras. Acababa antes que nadie, con diligencia, con velocidad. Un miembro del tribunal no le quitó ojo e intrigado por la perseverancia de aquel joven y su insistencia en querer eliminarse, se levantó, fue hacia él y le pidió el cuaderno.

Cuando descubrió la joya de su caligrafía y ortografía perfecta y la velocidad con que había captado los mensajes —una velocidad digna de los grandes telegrafistas de los trasatlánticos, entre ellos el Titanic— se quedó estupefacto. Sin decir una palabra, lo enseñó a los eminentes miembros del tribunal de oposiciones. Deliberaron entre ellos decidiendo darle la oportunidad de examinarse.

La noticia corrió como la pólvora por el pueblo, que acudió en tropel a ver cómo se jugaba el todo por el todo: o quedaba en ridículo y era el hazmerreír del pueblo, motivo para chanzas crueles, o se convertía en un héroe que demostraba ante todos que la perseverancia y la bravura eran las mejores armas para conseguir los sueños.

Y pasó la prueba brillantemente. La plaza de telegrafista fue suya. Aunque ingresó como meritorio y tuvieron que pasar dos años antes de cobrar su primer sueldo como telegrafista de la Compañía Inglesa de Ferrocarriles.

Aquella gesta siempre fue un modelo y un orgullo para todos nosotros, sus descendientes. Mi abuelo Bravo hizo honor a su apellido y nos abrió el camino de los sueños. Nada es imposible y siempre hay que luchar por lo que se desea

A los 18 años se fugó con María, de 15, mi abuela. Desde el pueblo donde se establecieron enviaron estas fotos a las familias, para que comprobaran el buen aspecto y lo bien que vivían ambos con el sueldo de telegrafista.

José Bravo
María Salas

Tuvieron 4 hijos, uno de ellos fue mi adorado padre.

José Bravo fue un gran telegrafista y vivían bien; pero la guerra civil volvió a traerles hambre, miseria y estraperlo. La falsa acusación de una partida de estraperlo lo llevó a la cárcel de Cartagena. Dicen que lloró tanto y tanto que el falso acusador retiró los cargos ante el juez.

Al día siguiente de su libertad, se volvió a reincorporar a sus trenes en la estación de Alicante, ciudad a la que se habían trasladado en 1939, cuando acabó la Guerra Civil.

Mis abuelos vivían en una casa muy grande del barrio de Benalúa, en Alicante, muy cerca de la enfermería en donde en 1942, murió de tisis el poeta Miguel Hernández.

Yo viví en esa casa los primeros 5 años de mi infancia.

Allí convivían tres generaciones, llegué a conocer a mi bisabuela María, que era tuerta, una gran devoradora de libros, con su único ojo. También los tíos, tías y primos de mi padre y visitas familiares ocasionales que se quedaban temporadas, pues había sitio para todos.

Había un gran patio, con los animales que eran mis compañeros, las tortugas, los pájaros, los conejos de indias... y hasta había jaulas de grillos que cantaban en las noches de verano.

Era una gran familia y yo una niña pequeña, que entre todos iban depositando un poquito de los sueños de cada uno ellos.

Una tarde hace poco, recordándolos, me di cuenta de que aquella casa de mi infancia ya estaba vacía y no quedaba ninguno, solo mi madre con 82 años.

Los busqué y busqué, emocionada y llorando, en las cosas pequeñas que me llegaban: desde el queso de bola que me daba mi abuela, hasta los vestidos almidonados que me había cosido y bordado mi madre; la mano de mi tía y el cariño de todos.

Me di cuenta de que estaban en mí, yo era un poco de todos ellos, y es entonces cuando les escribí este poema.

El resplandor de la memoria

En esta casa en donde la orfandad se multiplica
a la velocidad de vértigo
llevo tanto tiempo buscando vuestro amor,
tan sencillo, tan cotidiano, en la pura ternura de las cosas.
¡Oh, luz de la memoria!
—tesoro de los gestos minúsculos—
¡Os he encontrado en el espejo: soy yo misma!
Vosotros me llenasteis de amor y de esperanza,
por eso siempre seré una mujer creyendo
en la bienaventuranza de los hombres.