Artículos y reportajes
Mijaíl Shólojov
Mijaíl Shólojov.
Shólojov, Pasternak, la guerra y la paz

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El hecho de escribir presupone, o conlleva, el convencimiento de que resulta imposible ser prístino en el ejercicio del arte. Enrique Anderson Imbert, por caso, así lo declara en el cap. XIII de su ejemplar Historia de la literatura hispanoamericana con resignada voz: “Ay, en literatura narrativa no es posible la originalidad absoluta (...)”; y tanto la afirmación del maestro como nuestra corroboración tardía, no pueden ser sino el eco de los ecos innumerables que remiten a la admonición del Eclesiastés (v. 9, cap. 1), la que recuerda severamente a los hombres que “nada nuevo hay bajo el sol”.

Esta limitación, sin embargo, nunca ha sido un obstáculo insalvable para los creadores, y ha obrado en algunos como acicate de la imaginación, mientras que otros consideraron llanamente estar tratando la continuación de los mismos temas, sin evadir por ello ante el clásico la reverencia y el homenaje. Un ejemplo del primer supuesto lo hallamos en Borges, quien en el ensayo titulado “Kafka y sus precursores”, de Otras inquisiciones, postula una arriesgada teoría de la influencia literaria. En efecto, luego de examinar antecedentes como la parábola de Zenón, escritos de Kierkegaard y cuentos de León Bloy, entre otros, no duda en afirmar que debemos al inconfundible estilo del escritor checo la posibilidad de considerar a aquéllos como sus precursores. Dice: “El hecho es que cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro”. Con lo cual estaríamos ante una nueva y sorprendente inversión de la tríada hegeliana formulada desde la estética, capaz de hermanar a Borges con Marx, en eso de poner patas arriba el pensamiento del gran filósofo.

Pero, como dicho se tiene, hay los que no se paran en minucias de primacía, y siguen la senda trazada por un grande, como el que acepta su tiempo sin pretensiones a la hora de abordar ciertos temas —tal vez no difieran de los anteriores, ya que la admisión del anacronismo bien puede significar que no hay más que un libro, que los hombres escriben y reescriben sin cesar. En esta última clase de artistas me parece posible circunscribir a Mijaíl Shólojov y a Boris Pasternak. Las razones de tal adscripción son como sigue.

Hasta donde se me alcanza, Guerra y paz debe de significar para la literatura rusa lo que el Quijote para nuestra lengua y la Comedia para el italiano. Las dimensiones homéricas de la obra, la nitidez de los retratos físicos y psicológicos que brinda, la reflexión que sobre la filosofía de la historia trae, en fin, su perfección formal y su amenidad, autorizan a sostener la opinión sin desmedro de los otros grandísimos escritores que el país ha dado. No resulta extraño, si seguimos este razonamiento, que dos artistas de la talla de Mijaíl Shólojov (1905-1984) y Boris Pasternak (1890-1960), hayan construido su fama sobre dos novelas que pueden leerse como paráfrasis, o continuaciones del clásico de Tolstoi. Dicho esto, desde luego, sin dejar de valorar el resto de la obra ambos, también cuentista uno, y prosista y poeta exquisito el otro.

Boris Pasternak
Boris Pasternak.

Shólojov escribió su monumental El Don apacible entre 1928 y 1940, en plena juventud, al paso que Pasternak nos legó su única novela, Doctor Zhivago, a sólo tres años de su muerte. Ambos libros, como Guerra y paz, tratan de conflictos bélicos y humanos; también, comienzan con una calma crispada que vemos estallar ante nuestros ojos como a las pasiones de los protagonistas; todas tres, por fin, llegan a un cabo de esperanza, o desengaño, o ilusión, pero que no invita al sosiego: la quietud del presente está llamada a ser sólo el prolegómeno de otras guerras y otras miserias.

Las reflexiones que en torno a la filosofía de la historia ocupan la última parte del libro canónico no faltan, por cierto, en sus formidables epígonos. A Pasternak le es dado ser más explícito por el carácter de hombre ilustrado que reviste su personaje central, en contraposición al rudo cosaco de Shólojov. Estas sutilezas, pues, están repartidas en la saga, y también sugeridas por el relator omnisciente.

La novela de Tolstoi puede ser vista, desde el punto de vista político, como una parábola de la llegada a Rusia del liberalismo triunfante gracias a los ejércitos napoleónicos, de modo que los personajes —más allá del patriotismo— no pueden dejar de ver al sistema como un peligro para su clase, como un invasor. Igualmente, es de notar que Grígori Melejov, protagonista casi excluyente de El Don apacible, es un cosaco pero también un granjero, un propietario; y el doctor Zhivago, médico con vocación literaria, se nos aparece como un legítimo representante de la pequeña burguesía urbana. Los bolcheviques, que buscaron y fomentaron la alianza con estos sectores populares, no se cuidaron nunca de ocultar que, a la corta o a la larga, sus respectivos intereses entrarían en insalvable contradicción con la sociedad sin clases que se avizoraba como meta de la dictadura del proletariado. Previsiblemente, la desconfianza mutua existió desde el principio, y ambas novelas la destacan —cada una a su manera—, pero evitando el trazo grueso de obras análogas y coetáneas. No se evita, y esto es destacable, el tratamiento de tópicos tan caros al realismo socialista como la toma de conciencia y el sacrificio del individualismo, pero se lo hace desde la perplejidad y el conflicto, muy lejos de las formas preconizadas por La madre, de Máximo Gorki en literatura, o de Tempestad sobre Asia, de Vsevolod Pudovkin, y Chapaiev, el guerrillero rojo, de Sergei y Giorgi Vassiliev en cine, o de La madre del partisano, de Serguei Gerasimov en pintura.

El estilo de las novelas nos habla también de la política de su tiempo. Es evidente que, sin el oportunismo de los albores de revolución, Shólojov no hubiera podido escribir cosas como esta:

Bunchuk se calmó repentinamente, como si con el grito hubiera expulsado la rabia acumulada en su pecho. Dijo, mirándose con gesto fatigado las palmas de las manos:

—Resulta que exterminar la basura humana es un asunto sucio. Resulta que fusilar es perjudicial para la salud del cuerpo y el alma... —y por primera vez en presencia de Anna lanzó una soez blasfemia—. A los trabajos sucios van los tontos, las fieras o los fanáticos. ¿No es así? Todos quieren caminar por un jardín florido, pero, ¡diablos!, antes de plantar las flores y los árboles es preciso limpiar la suciedad. ¡Hay que abonar el terreno! ¡Hay que mancharse las manos! —continuó elevando la voz a pesar de que Anna, vuelta de espaldas, guardaba silencio—. ¡Hay que acabar con la basura, pero todos sienten asco y no quieren hacerlo! —acabó Bunchuk a gritos, sin cesar de aporrear la mesa, con los ojos inyectados de sangre.

(Libro segundo, quinta parte, capítulo XX).

Y, aunque amparado por el “deshielo” que trajo a la política soviética la denuncia de Kruschov de los crímenes del estalinismo, Pasternak vistió gran parte de su novela con el ropaje lujoso de su delicada poesía:

(La parturienta estaba) Levantada hacia el techo, más en alto que lo que suele estar la mayoría de los mortales, Tonia estaba sumida en la niebla de un sufrimiento ya vencido, como si de ella trascendiera una infinita postración. Parecía surgir en medio de la sala como emergería en un puerto una embarcación apenas atracada y descargada, que hubiese llevado a cabo la travesía del mar de la muerte, para alcanzar el continente de la vida con nuevas almas emigradas desde Dios sabía dónde. También Tonia había apenas efectuado el desembargo de un alma y yacía ahora anclada, reposando con toda la ligereza de sus costados liberados de su peso. Junto a ella reposaban también sus extenuados y tensos aparejos, su maderaje y su olvido, su extinguido recuerdo de los lugares donde había estado recientemente, de lo que había atravesado y cómo había alcanzado la orilla.

Y como nadie sabía dónde se encontraba el país bajo cuya bandera se había acogido, ni siquiera se sabía en qué idioma dirigirse a ella.

(Cuarta parte: “Madura lo inevitable”, capítulo 5).

El correr de las páginas descubrirá la disconformidad del autor con el rumbo de la revolución sin eufemismos, tal vez sabiendo que escribía para la prohibición y el escarnio. Doctor Zhivago no se publicaría en la URSS hasta 1987.

Quien pretenda cifrar estos dos grandes libros en pocas palabras va con derechura al fracaso, por defecto o por presunción. Quien lo haga, en cambio, ayudado de su obra modélica, no evitará el fracaso, pero lo habrá intentado sin riesgo de incurrir en el patetismo. Así, es posible afirmar sin vergüenza que ambos parecieran sugerir que, si el objetivo de lo historia no es

...la descripción de los episodios de la vida de los hombres rehuyendo la idea de la causa, sino el estudio de los movimientos de los pueblos y de la Humanidad, en tal caso tiene que proceder a la indagación de las leyes comunes a todos los elementos iguales de la libertad, indisolublemente vinculados entre sí, e infinitamente pequeños.

(Guerra y paz, epílogo, segunda parte, capítulo XI).

La literatura soviética recibió el reconocimiento del Premio Nobel en 1933, cuando se premió la obra notable de Iván Bunin.

Pero es difícil sustraerse a la sensación de que la tremenda injusticia que significó ignorar el genio de León Tolstoi (y con él a la gran tradición decimonónica de las letras rusas) no fue reparada por completo sino en 1965, cuando el premio fue a dar a manos de Mijaíl Shólojov, ya que lo había sido sólo en parte en 1958, cuando no le fue permitido a Boris Pasternak recogerlo en castigo (¿premio?) a su talentosa obstinación.