Letras
La diva

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Nunca he logrado sentirme a gusto con las divas. Su insaciable hambre de elogios de inmediato me provoca palpitaciones en las sienes y un insoportable hormigueo en los dedos de las manos. Casi sin darme cuenta comienzo a bostezar, chasqueo la lengua groseramente, me entretengo con alguna mancha o grieta en las paredes, pisos o techos, e incluso me da por decir procacidades disfrazadas de anodinas observaciones.

Sin embargo, aquella vez me sucedió algo en verdad extraño mientras estaba con esta diva “injustamente ignorada” por los círculos intelectuales. En realidad yo nunca había leído un libro suyo, ni había asistido a conferencias dictadas por ella, mucho menos a homenajes de ningún tipo, por la simple razón de que la pobre no había publicado más que algunos articulillos intrascendentes, y a eso se reducía su gran carrera literaria. Y entonces, ¿por qué la había citado para charlar en aquella cafetería?, se preguntarán los más lúcidos. Pues sonará estúpido, pero en aquellos tiempos yo era un tipo sumamente joven, ingenuo, impresionable y... en fin, no hay por qué escarbar en cosas sin importancia como ésta; baste con decir que había albergado la peregrina idea de que se trataba de una mujer interesante, un posible contacto que, ¿quién sabe?, acaso me podría ser útil en el futuro.

La tarde era bastante joven aún, con un sol vigoroso que impedía cualquier intento de sustraerse a las escuálidas sombras que obsequiaban a duras penas las casas y los edificios. Por doquier humeaban los guisados en las fondas y uno podía olfatear sin dificultad el aroma de los frijoles refritos, los caldos de pollo, las carnes asadas, el arroz con rebanadas de plátano, los chilaquiles con crema, etcétera.

Así fue que llegué a la cafetería, sudando copiosamente tras caminar varias cuadras bajo aquel sol risueño y feroz de primavera. Y ahí estaba ella, en una de esas mesas exteriores que estaban atravesadas por enormes e inestables sombrillas. Lo primero que me sorprendió cuando la vi, fue que en vivo parecía treinta años mayor que en el retrato que conocía de ciertas revistas. Su aspecto mortecino e insalubre, provocado por la prodigiosa cantidad de cigarrillos baratos que fumaba, encendiéndolos uno tras otro con la colilla del anterior, invitaba más a la repugnancia que a la piedad. En cuanto me vio, me fulminó con la mirada y poco después comenzó a medir mis capacidades a través de latinajos y abundantes citas de los clásicos. Terminada su primera taza de café, aquello se convirtió en un monólogo.

Me aseguraba, con sendos puñetazos que hacían tintinear las tazas sobre la mesa, que su ausencia en los círculos literarios más encumbrados se debía a la enorme cantidad de enemigos acumulados gracias a sus espontáneas y sinceras observaciones hechas a ciertos “grandes escritores”, a los cuales siempre se refería por su nombre de pila; así por ejemplo, decía que Octavio había sido toda su vida un redomado imbécil que sólo conseguía escapar de su ceguera cuando encontraba su propio nombre en alguna dedicatoria poética; o que Carlos la detestaba porque en una ocasión le había dicho, con su acostumbrada sinceridad, que nunca sería galardonado con ese único premio que le faltaba; o que Juan, que en paz descanse, nunca la había perdonado por haber dado en el clavo con respecto al prolijo silencio con el que se cubrió las espaldas tras la publicación de sus dos obras maestras. A los autores más contemporáneos ni siquiera los mencionaba, ya que, según sus propias palabras, no merecía la pena hurgar en aquellos interminables cúmulos de mediocridad. Incluso tenía la convicción de que la presente charla sería fatal para mí, “incipiente escritorzuelo”, ya que sus enemigos seguramente ya me habrían localizado, con lo que en adelante sólo me habría de esperar el repudio.

Como toda diva, era muy afecta a las mitomanías, y entonces contaba cosas que nunca pudo haber presenciado, a menos, claro, que poseyera el don de la ubicuidad o que tuviera ciertas nociones acerca de la teletransportación. Confundía sin piedad años, lugares, nombres, rasgos, y cada tanto se interrumpía para toser con los ojos anegados en lágrimas, al tiempo que me veía con expresión extrañamente desamparada, como si temiera morir delante de mis narices. Yo apenas lograba dominar los bostezos y procuraba evitar sumergirme en la contemplación de una mancha en la mesa que, según mis asociaciones mentales, guardaba un asombroso parecido con el perfil de una famosa cantante.

Los minutos seguían su ciega marcha hacia el pasado, cuando de pronto, justo en medio de uno de esos silencios que suelen llamarse “incómodos”, se acercó a nuestra mesa un sujeto desaliñado, con ese aspecto que suelen mostrar los perezosos y los dementes. Empujaba una carriola que, para mi sorpresa, contenía efectivamente a un niño de unos tres o cuatro años, demasiado grande para el espacio del artefacto. El rostro de la Diva adquirió un color cenizo, con lo que temí que hubiese llegado su hora postrera. Bajo sus labios resecos asomaron unos dientes cubiertos con una mancha herrumbrosa, y entonces emergió una voz que bien podía haberse extraído del rechinido de una verja:

—¿Qué haces aquí! ¡Te dije que no vinieras! ¿No ves que estoy ocupada?

—Ya tenemos mucha hambre, ¿cuánto tiempo más tenemos que esperarte?

—¡Lo que sea necesario! —graznó la Diva y aspiró profundamente de su enésimo cigarrillo.

El sujeto murmuró alguna palabrilla soez y arrastró una silla de metal a nuestra mesa. Se sentó con nosotros mientras el crío recibía una buena dosis de sol en pleno rostro. Ellos se miraban con odio intenso y a mí me dio la impresión de que me había vuelto traslúcido. Enseguida el tipo pidió un par de tortas de milanesa y las engulló sin contemplaciones, aunque lanzándome miradas escurridizas que no supe interpretar. Al poco rato llegaron dos chicos de unos catorce o quince años y se plantaron justo frente a nosotros.

—Efraín, Aída, arrímense unas sillas con nosotros —dijo la Diva.

Los cinco, más la carriola con el crío, estábamos apelotonados en una mesa para dos. Me dio la impresión de que todos se esforzaban por no mirarme, lo cual me puso en una situación sumamente penosa, ya que la conversación (o mejor dicho, el monólogo) había muerto hacía largos minutos y nadie soltaba palabra. En realidad los chicos eran los que parecían ignorarme con más naturalidad, porque se la pasaron pellizcándose, riendo caballunamente o mostrándose el uno al otro los bocados triturados de las tortas que también habían pedido. Todos comían y bebían mientras yo seguía con mi austera taza de té, el cual por supuesto ya estaba frío.

La situación era cada vez más insostenible y entonces decidí partir. Pero cuando buscaba mi cartera para sacar el dinero destinado a mi modesto consumo, inesperadamente la Diva le armó un escándalo al sujeto de la carriola.

—¿Ya conseguiste trabajo o sigues esperando que yo me haga cargo de todo?

—Mierda, ¿no te cansas de ponerme en ridículo con la gente?

—¿Ridículo? ¿No me digas que aún tienes noción de lo que eso significa?

Los desagradables gritos se habían vuelto tan protagónicos que ni siquiera me enteré de la hora en que se habían largado los chicos. El crío de la carriola comenzó a berrear.

—Oigan, yo tengo que... —intenté decir con una vocecita débil, asustada, pero ellos continuaron sin hacer caso de nadie.

—Ya me tienes harta, carajo, siempre escudándote en estupideces. Y quita tus asquerosas manos de la carriola de mi hijo, ¿a dónde demonios lo llevas?

—Eres una vieja de mierda, con un aliento asqueroso que ya no soporto.

—Maldito seas, ¡te voy a arrancar esos ojos! ¡Ven acá, cobarde, poco hombre..!

Y se alejaron con una velocidad sorprendente, al grado de que sus chillidos, cada vez más apagados, parecían provenir de una realidad alterna. Todo sucedió tan rápido, que yo aún estaba sentado con la mano en el bolsillo interior del saco, tocando mi cartera con los dedos. Era consciente de que la gente me miraba como si yo fuera el más culpable de todos por el escándalo que acababa de suscitarse. Entonces miré algo blanquecino en la mesa, y pronto me percaté de que habían aparecido mágicamente tanto la cuenta como un corpulento mesero que me observaba sin pizca de misericordia. No necesitaba ser un profeta para adivinar que la cifra, escrita con toscos caracteres, excedía con mucho el dinero que yo traía, así que mi cerebro comenzó a trabajar con espléndida celeridad para salvarme el pellejo: de inmediato observé que cruzando la calle había una sucursal bancaria.

—Mira, te dejo lo que traigo —dije con tono lo más indiferente posible, aunque fui capaz de notar un ligero temblor en mi voz— y voy al cajero automático de aquí enfrente por el resto.

—No se preocupe, señor, aquí aceptamos toda clase de tarjetas —dijo el mesero sin dejar de mirarme un solo instante.

—Lo que pasa es que necesito dinero en efectivo para otras cosas.

No le quedó alternativa. Así que salió del café para echarme el ojo. Nos separaba tan sólo la calle, unos veinte pasos aproximadamente. Me acerqué a la puerta de cristal. Comencé a hurgar en mi cartera como si buscara algo, una tarjeta bancaria tal vez. Lancé una mirada al mesero y traté de sonreír para infundirle confianza. Y entonces eché a correr como nunca, con un ansia desbocada, vesánica, como si de eso dependiera mi existencia, cosa quizás no tan lejana de la realidad. Corrí y corrí y corrí. Como nunca. Al principio escuché con toda claridad que el mesero vociferó: “¡Hijo de su reputa madre! ¡Agárrenlo, que es ratero!”, aunado a diversas exclamaciones y pasos apresurados que supuse iban en pos de mí, pero yo seguí corriendo, como nunca, y tras varias e interminables cuadras en las que fui callejoneando, ya sólo escuché mis propias zancadas, mi respiración, un zumbido agudo en mi cabeza.

Cuando finalmente me arrojé en el tranquilo césped de un parque, con el corazón enloquecido, la lengua y la garganta resecas, y unas feroces ganas de perder el sentido, o al menos de vomitar, todavía alcancé a pensar que no, que nunca he logrado sentirme a gusto con las divas...