Letras
Solidaridad femenina

Comparte este contenido con tus amigos

Vaya, esto es un poco, no sé... diferente a como lo había imaginado. Le pareceré un poco ridícula, seguro, pero es que esperaba que hubiera un diván. Sí, y que usted estuviera sentada al lado, en una silla, con un bloc de notas en el regazo y una cara así como... inexpresiva y distante. Será que he visto demasiadas películas... Y ¿cómo funciona esto? Va a hacerme usted alguna pregunta o... Ah, bueno. Pero es que yo no sé muy bien qué contarle. En realidad, he venido porque mi familia está un poco preocupada, ya sabe, creen que me iría bien hablar con un profesional, como dicen ellos. ¿Yo? Yo no creo que sea necesario. Perdóneme la franqueza, no pretendo ofenderla. Seguro que es usted una gran psiquiatra y todo eso. Lo que ocurre es que a mí no me pasa nada. Yo estoy bien, de verdad. Pero ellos han insistido tanto, tanto que con tal de conformarles pues, mire, una sesión nada más, les he dicho esta mañana, voy, hablo con la doctora y me dejáis tranquila de una vez. Así que he tenido que arreglarme muy temprano para venir a verla. No me ha importado mucho, no crea. Total, yo no duermo casi nada. Ya hacía bastantes horas que rondaba por la casa y casi me ha apetecido salir a la calle. ¿Insomnio, dice usted? Bueno, sí, supongo que se podría decir que tengo insomnio. Pero no creo que sea un síntoma de nada, no me parece preocupante. En realidad, siempre he dormido poco. Me meto en la cama y nada, no hay manera. Venga a dar vueltas y vueltas. Una inquietud y unos nervios que me entran... En el pecho se me forma como un nudo que a veces ni respirar puedo, doctora. Y yo, venga a cambiar de postura, del derecho, del revés... ¡Qué desesperación! Cierro los ojos con fuerza a ver si me duermo de una vez pero la cabeza no para, se me inunda de ideas extrañas, imágenes raras... Y, claro, al final, cuando ya no puedo resistirlo, tengo que levantarme. Pues, nada en particular. ¿Qué quiere que haga a las tantas de la mañana? Voy a la cocina, abro los armarios y los cajones, miro por la ventana y, cuando me aburro, regreso al pasillo y entro en las habitaciones, siempre a oscuras para no despertar a nadie, y me quedo muy quieta, de pie, observando a mi hijo o a mi marido dormir. Alguna vez se han despertado sobresaltados al notar mi presencia. ¡No vea usted qué sustos se meten! Y, ¡qué gritos! Yo no lo entiendo. ¿Por qué les molestará tanto? ¡Ni que me tuvieran miedo! No, no, nada de eso. La relación con ellos es buena. Excelente, diría yo. Lo que ocurre es que me quieren mucho y se preocupan en exceso por mí. Por tonterías, doctora, tonterías. Es que son hombres y no entienden según qué cosas. No pueden comprender cómo es la vida para una mujer. Por eso en parte he aceptado verla, ¿sabe? Mi hijo, que tiene ya veinte años, me ha suplicado esta mañana que viniera. ¿Es una mujer? le he preguntado yo y me ha dicho sí, sí, una doctora y, claro, como él y mi marido me insistían tanto pues he cedido y he pensado que, bueno, usted al ser mujer podría entender que a mí, en realidad, no me ocurre nada que no sea normal, una fase natural. ¡Hombres! No es por criticarles pero, a veces, es que no entienden las cosas... Una pequeña crisis, doctora, apenas nada, el tiempo que pasa y que no se detiene. Me di cuenta una noche, ¿sabe? Una de esas noches en que yo vagaba por la casa porque no podía dormir. De repente, capté así de refilón mi imagen en el espejo del pasillo. Y, no se lo va a creer, pero casi no me reconocí. Me quedé petrificada, de una pieza. Las vi por primera vez, ¿comprende? Alrededor de los ojos y en las comisuras de los labios. Supongo que hacía mucho tiempo que estaban ahí pero yo las vi realmente por primera vez aquella noche, en la penumbra, no sé si sabe a qué me refiero. Vi esas arruguitas, esos pliegues e la piel engullendo mi rostro joven, mi rostro verdadero. Y no lo pude soportar, ¿entiende? Me desnudé allí, en mitad del pasillo, y mientras temblaba de frío, me palpé el cuerpo. Examiné mi reflejo y no pude comprenderlo, ¿cómo me había pasado eso? Los músculos de mi cuello y de mis senos se habían vuelto fláccidos como rindiendo pleitesía a la mortalidad, descendiendo hacia el abismo del suelo y, ¡mi espalda!... mi espalda se curvaba levemente queriendo concentrar todo mi cuerpo en punto recóndito y central, preparándome para la nada. Fue muy turbador, doctora. Y tuve que hacerlo, claro. Tuve que romper el cristal del espejo que se empeñaba en decirme que yo existía cada día un poco menos y que cada minuto que pasaba me desvanecía, doctora. Pero ellos eso no lo entendieron. Tal vez si hubiera tenido una hija... Una hija hubiera podido comprender lo grave que es esto para una mujer. Un poco de apoyo y comprensión femenina hubiera necesitado yo. Sólo eso. Pero mi marido y mi hijo, nada. Ellos que me ven envejecer por segundos, que ven cómo el tiempo cae sobre mi cara y esculpe su marca alrededor de mis ojos y de mi boca, consumiendo carne y arrancando jirones, ellos no comprendieron qué hacía de pie, tan disgustada y tiritando desnuda frente al espejo roto. No entendieron que a partir de aquel día hubiera que descolgar todos los espejos para que yo no viera cómo el tiempo iguala mi cara al resto de rostros en la semejanza de la vejez, en el anonimato del rostro encogido. Sí, sí, me sentí mucho mejor cuando eliminamos los espejos, claro. Pero es que entonces, fueron los relojes, ¿sabe? Ellos también me susurraban, por las noches, mientras intentaba dormir, su tic-tac se me metía aquí dentro, entre las sienes. Tic-tac, tic-tac. Parecía que cada segundo marcaba un latigazo en mi rostro provocando una arruga, una marca, una cicatriz del tiempo. Le juro que hasta podía sentir la aguja del minutero arañándome los párpados. Hubo que deshacerse de los relojes también, por supuesto. Bueno, no. No estaban exactamente enfadados conmigo, yo creo. Más bien, desconcertados. No entendían nada, yo lo sé, pero disimulaban. Mi hijo decía sí, claro, mamá ni un reloj en la casa, quitamos todos los espejos, yo lo entiendo y mi marido, claro, cariño, no, no, si yo te veo como siempre, no te disgustes, todo está bien, ya sé, ya sé que a ti no te pasa nada. Pero, estaban preocupados. Yo lo notaba, y también diría que un pelín asustados. ¡Uy!, pues lo notaba de muchas formas. Empezaron a vigilarme, qué comía, cuántas horas dormía... No me dejaban sola un instante. Lo que le decía antes, me quieren mucho y se preocupan demasiado, claro. Y luego, esa especie de complicidad extraña en la que se han aliado. Susurran por los rincones, se reúnen en el comedor, se sientan muy juntitos y hablan en voz baja como contándose secretos y, cuando yo entro, callan de repente. ¿Qué tal cariño? ¿Todo bien? Y yo les pregunto ¿qué hacéis?, ¿de qué habláis? Nada, nada, de fútbol me contesta siempre mi hijo. ¡Cómo si yo fuera tonta! ¡Cómo si no viera que a veces discuten, debaten, como sopesando pros y contras! Pero lo peor empezó hace un par de días, doctora. Pues, nada. Es tan ridículo que no sé ni cómo contárselo. Es que he empezado un régimen, ¿sabe?, para controlar los efectos del envejecimiento y, bueno, ellos parece que lo desaprueban. Decir, no dicen nada, doctora, pero se sientan muy tiesos en las sillas, observando tercos sus platos y, de tanto en tanto, intercambian miradas sombrías y tensas. A veces se les van los ojos hacia mi comida, miran de reojo el contenido de mi plato y cuando notan que me he percatado, me sonríen. Es una sonrisa demasiado amplia para ser natural, ¿sabe? Una sonrisa estirada y temblorosa. ¿Le interesa? Bueno, es un régimen a base de yeso y pintura de las paredes. No tiene casi calorías y es antioxidante. ¿Cómo dice, doctora? Bueno, bueno, veo que ha hablado con mi familia antes de verme, ¿eh? ¡A saber qué le han explicado! Está bien, no me importa. Ahora le doy yo mi versión de lo que ocurrió anoche y ya verá que todo tiene una explicación. Pues, mire, doctora, como les veía tan preocupados con el tema de mi dieta, que ya le digo que es todo puro exceso de celo, que me quieren demasiado, en fin, pues yo, por complacerles, pensé, ¡bah! me salto un poquito el régimen (que no hay que ser muy estricta, que si no una se cansa enseguida) y decidí cocinarme algo, no sé, una tortillita o un poquito de carne a la plancha, algo ligero, doctora. El caso es que encendí los fogones y cuando me dirigía hacia la nevera, ¡no vea usted qué fallo!, me vi reflejada en el vidrio del horno. ¿Cómo es posible que se me olvidara taparlo? ¡Qué despiste! Y, claro, me disgusté un poco, la verdad, porque las arrugas habían crecido mucho, muchísimo. Me acerqué al vidrio para estudiar mi reflejo y por un instante, doctora, es que hasta pude ver cómo las arrugas se estiraban, se abrían paso en mi piel. Cric-cric. Hacían un ruidito así, como un crujido, y las grietas se alargaban, se ensanchaban convirtiendo mis mejillas en una corteza de árbol viejo y oscuro. ¡Qué miedo pasé en ese momento! No sabía qué hacer. Así que me quedé muy quieta, observándolas y pensando cómo detener el proceso. No, no sé cuánto tiempo pasó pero debió de ser bastante. Recuerdo a mi hijo a mi lado gritando, esta vez bastante enfadado, que si me había dejado el gas abierto, que si podíamos haber explotado todos... Y, luego, llegó mi marido, ¡cómo no!, con la barbilla temblorosa y los ojos brillantes, brillantes... y se encerraron en la salita durante toda la noche. Yo que, como siempre, no podía dormir, deambulaba por la casa y capté algunas palabras sueltas, que si psiquiatra, que si intento de suicidio... ¡Qué sé yo! Unas fantasías... Y, esta mañana, casi de madrugada, han hablado los dos conmigo y estaban tan disgustados, eran tan insistentes que, bueno, sólo una sesión les he dicho. Y aquí estoy. Tal vez podría usted hablar con ellos, explicarles la situación. Al ser usted mujer... ¿Quedarme aquí? ¿Por qué? Pero, ¡si esto es un hospital y yo me encuentro perfectamente! No, no, no me resisto, pero... ¿De veras? ¿Cirugía plástica? ¡Oh, sí, sí! Me parece muy bien, claro. Además, si es sólo una noche... Muy bien. ¿Me acompañan estos dos enfermeros? ¡Qué bien! ¡Cuánta amabilidad! Avise usted a mi familia, doctora, me quieren mucho y no me gustaría que se disgustaran aun más. Últimamente se preocupan demasiado. Dígales que volveré a casa muy pronto, que sólo voy a estar aquí una noche. Gracias, gracias. Si esto es lo único que yo necesitaba, un poco de solidaridad femenina, doctora. Me ha ayudado usted tanto... Muchas gracias.