Letras
El doblador

Comparte este contenido con tus amigos

Cuando conocí a este tipo tan peculiar me encontraba en un antro de mala muerte junto a Constantino, con quien trabajaríamos la traducción de un cortometraje. Queríamos hacer un doblaje de voz del inglés al guaraní, los subtítulos irían en español, algo trilingüe sería. El corto pertenecía a un yanqui-paraguayo. Proponía como signo de comunicación el icono del tereré sin fronteras. No gozaba de reconocimiento alguno aún el film pero al menos había recorrido algunos festivales de cine. Después del revuelo que significara Hamaca paraguaya, se sentían con confianza los perros de abordar otro tema paraguayo. Constantino había contactado con el realizador de la cinta. Al tipo le pareció fabulosa la idea del doblaje, más aun después de comentarle que se exhibiría en el festival de cine de Asunción con miras de ir a muestras de Argentina, Venezuela, Colombia y otros países de exaltación americanista en auge.

Mientras hablábamos de todo eso y Constantino me entregaba sus traducciones al guaraní —yo me haría cargo de los subtítulos en español— comentamos lo difícil que sería hallar dobladores guaraní hablantes. Debatíamos variantes cuando, imprevistamente, el tipo de semblante taciturno que se hallaba bebiendo en la esquina del antro, intervino en nuestra conversación haciendo referencia a las dificultades que implicaba el doblaje de voces. Por el español que hablaba nos dimos cuenta de que no era de la región, un acento neutral que no pudimos identificar de dónde sería. La siguiente cerveza la bebió en nuestra mesa y prolongamos nuestra charla acompañados de esa voz que articulaba un castellano indefinido. Advertimos que el tipo no estaba diciendo tonterías, sabía de lo que hablaba:

—Germán Robles asegura que el doblaje en México es el mejor del mundo: “Es plano en su color pero rico en cadencia”, eso dijo el maestro —dijo el extranjero.

Apenas llegué a casa, investigué en la web, afloraron informaciones sobre el tema. Tenía razón el taciturno hombrecito.

El tipito, que se hacía llamar Charro, estaba siempre con una actitud esquiva, furtiva, meditabunda, parecía esconder alguna historia triste o prohibida o simplemente estaba fastidiado a tal punto de no quedarle nada más en la vida que emborracharse y desaparecer sin que nadie lo percibiera. Fumaba indiferente con cierto dejo de vergüenza o timidez indefinible del todo. La primera noche dijo que iba a comprar cigarrillos y no regresó. Al otro día lo encontramos en el mismo barcito cabizbajo y apesadumbrado, pronto descubrimos que rastrearlo no era difícil, la zona de mariachis de Asunción terminaba siendo su último refugio ante el asalto de las nostalgias que lo escindían en congojas de borrachera.

Me hice amiga suya, incluso fui algunas veces a su departamento, tenía un lugar casi decente. Ostentaba unas humildes sábanas y pocas ropas, un televisor y un equipo de DVD, de esos baratitos que se compran por ahí. Nunca pude observar bien el sitio, siempre en penumbra, el cual abandonábamos con cierta enigmática premura. Ese fue el único lugar que le conocí como residencia, después, se había mudado como cuatro veces más, no me molesté en conocer sus posteriores hospedajes.

En una ocasión decidió invitarme a ver El purgatorio, una película de terror-gore relativamente buena en la producción, de calidad tolerable; de los años ochenta, más o menos. A esta primera película siguieron otras del mismo género que me prestó para verlas en casa: El baldío, Rapsodas de ultratumba, Purulento engendro terco, Las bestias conformes, Colonia penitenciaria, y mi favorita desde siempre: Suturas apocalípticas. Alguno de estos filmes los había visto de adolescente, con sus correspondientes subtítulos in spanish, en la época en que mi hermanito lograba contagiarme su entusiasmo por el cine bizarro más que mis amigas por sus películas de arrebatos púberes. Otros filmes que me había pasado no llegaron a Paraguay ni remotamente aunque habían sido muy famosos en España, México y otros países de habla hispana. Creo que él intentaba decirme que podía forjarme una carrera como traductora de guiones, hasta un género como el visceral tenía su público y generaba ganancias aunque estuviese exento de la parafernalia de los Academy Awards y otros premios para películas “significativas”. Me extrañó ver que los doblajes de estas películas al español existían casi a la par que los subtítulos amarillos a los que se debían someter a leerlos en caso de no entender el inglés freak (con su jerga y articulación exclusivas, que es todo un subgénero, por su parte).

Me hice amiga de Charro, íntima amiga hasta enredarlo en mis sábanas algunas noches en las que el miedo no me dejó más opción que refugiarme en sus brazos. Charro a veces se llamaba Mario o Ramón. Con el tiempo aprendí todos sus sobrenombres y lo encontraba a pesar de que cambiara de casa o desapareciera por semanas. Con el tiempo tuvo algo de confianza en mí, al punto de permitirse tomar un desayuno en la cama conmigo sin escabullirse a mitad de madrugada mientras yo dormía. El tipo era un misterio, no trabajaba pero siempre tenía dinero, al menos lo suficiente para sobrevivir y pagarse hospedajes.

Charro sabía mucho de cine, gustaba del teatro, siempre íbamos a las obras que estuviesen en cartelera y hasta a la ópera, a muestras de cine arte, exposiciones de pintura y a todo tipo de manifestaciones bohemias y fiestas. Recuerdo una ocasión en la que estábamos en un cumpleaños de quince, él no tuvo reparos en unirse a cantar con el mariachi a todo pulmón, como todo un profesional. Me sorprendió al punto de cautivarme por completo y conmoverme hasta las lágrimas al son de “El rey”.

Recién ahora adquiere sentido toda esa serie de filmes musicales que vimos. Me decía que habían sido muy famosos en su época y que pocas personas tienen la capacidad de doblar musicales, que era muy difícil, que se necesitaba clases de canto, estudios de música, conocimiento de baile y estilos musicales y ni hablar de los que debían doblar a raperos o cantantes de hard rock, películas tildadas de marginales o de simple y llano entretenimiento, requerían de los dobladores más excepcionales para pasarlos a otros idiomas.

A Charro le sobraban los silencios insondables. Si compartíamos algunas cosas como nuestra afición al cine o al teatro, no iba más allá de eso. No había conversaciones de otros temas salvo los referentes a películas, documentales o series de TV. Recuerdo que decía: “Los créditos de las películas son importantes pero nunca están completos, alguna vez estarán completos”, mientras los veía correr hasta el final en enigmática contemplación, absorto.

Charro nunca hablaba mucho, no llevaba celular, jamás daba número de teléfono alguno donde ubicarlo. Algunas veces lo observé dormido sujeto a un sueño pesado, me asustaban sus gemidos y palabras incoherentes que a través de heterogéneas voces articulaba entre babas y ronquidos. Llegué a creer que era víctima de algún tipo de posesión demoníaca que se manifestaba indómita desde el más allá. Después de ver tantas películas de terror me arrebataban dudas de trascendencia paranormal, supersticiones; comprensible ante la alarmante colección de películas de miedo a las que parecía ser devoto Charro. Voces infernales se colaban por su garganta sucediéndose en protestas y reclamos. No lograba entenderlas, Charro se limitaba a decir que había tenido una pesadilla, un mal sueño. Con el tiempo no sé si el miedo o la rutina fueron alejándome de él. Dejé de buscarlo, tampoco volvió a buscarme. Muchas de sus películas se habían quedado en mi casa. Semana tras semana tenía la esperanza de que volviera a retirarlas, aunque en ese tiempo lo prefería lejos de mí.

Debo confesar que pasaron muchos meses hasta que decidí rastrearlo en los antros de siempre. No había pistas de él. En esa época se concretaron las traducciones del corto y me metí de lleno a trabajar, entonces no me afectaba tanto su ausencia, una vez concluido el trabajo, decidí buscarlo nuevamente.

Vano fue fatigar Internet intentando ubicarlo en algún perfil de sitios o en direcciones de e-mail. ¿Qué sabía yo del tipo? Nada, salvo que era un mexicano que sabía algo de doblajes, que había sido un buen amante, que me prestaba muchas películas y que hablaba en sueños, probablemente, poseso. Su desaparición fue tan misteriosa como el primer encuentro que tuvimos. Nadie sabía nada de Charro, de Ramón o Mario, o del mexicano como también lo llamaban.

El proyecto del cortometraje doblado del inglés al guaraní y subtitulado en español fue bien recibido, nuestra parte había terminado y otros se encargarían de ejecutar lo demás. Habíamos invertido dinero pero valía la pena la satisfacción que nos brindaba la realización del proyecto. En pocos meses estaría listo el corto y sería exhibido en el Festival de Cine de Asunción.

Una mañana hallé un comentario de felicitaciones en mi blog por concretar el proyecto: “Te felicito por el logro del corto, puedo reconocer tu trabajo aunque no aparezca tu nombre en los créditos”. Esa frase lo delató. Sabía que había sido Charro quien había escrito ese comentario. Seguí escribiendo blogs que actualizaban mis trabajos y proyectos. Trabajaba en traducciones de documentales, sobre todo. Había conseguido algunos encargos de una empresa que intentaba ser la Palmera Record paraguaya. Se llamaba Pindó Record, operaba desde Argentina y últimamente me daba trabajo.

En otra ocasión, mucho después de ese comentario que suponía yo, era de Charro, recibí más felicitaciones en mi blog por mis traducciones y entre ellos citas enteras de los textos que hacía poco tiempo había traducido para documentales de antropología de nativos del Chaco paraguayo que eran doblados al español. Documentales demasiado recientes para haber sido exhibidos al público, solo en Pindó Record lo pudo haber visto quienquiera que haya sido. Decía el comentario: “(...) aunque no aparezca tu nombre, reconozco tu traducción. Conozco tu lenguaje, conozco tu expresión”. Eso aportó una importante información a lo que después descubriría.

Me enviaron de Pindó Record, como era correspondiente, el documental Chaco paraguayo doblado al español, he ahí mi texto magníficamente interpretado, un acento neutral de voz cálida cuyo timbre y cadencia me sonaban conocidos. Casi no me cabía duda, era la voz de Charro. ¿Cómo estar del todo segura? Moví mis contactos en Pindó Record y alguien dijo que un mexicano era el que doblaba los documentales. Emprendí viaje hasta Buenos Aires, ansiosa ante el irreprimible impulso de hallar a Charro. Conseguí una dirección a nombre de Ramón Valdés y decidí abordarlo a la salida de lo que parecía ser su hospedaje. Me reconoció de inmediato. Me envolvió en un cálido abrazo y corrimos a su hotel. Esa noche me confesó que se dedicaba a hacer doblajes de voz desde hacía un tiempo. Pasé una semana inolvidable con él, mas tuve que regresar a Asunción por razones laborales. En ese momento de excitación y desbordante pasión no alcancé a vislumbrar cuál era el alcance de ese “un tiempo que llevaba haciendo doblajes” al que se refería vagamente Charro. Al despedirse, Ramón, Mario o como fuese que se llamaba Charro, me dijo: “Acuérdate de exigir que se reconozca tu trabajo. Pide que aparezca tu nombre en los créditos”, y después, en un tono de broma: “Sin mí, muchos actores, directores ni películas habrían saltado a la fama o sido éxito de taquilla”. Y casi llegaba a sonreír velando la mirada mientras pronunciaba lenta y suavemente estas palabras, fumando triste y absorto en esa timidez que tanto me fascinaba.

Después de eso no volví a hablar con Charro. Un día me enteré de que se buscaba a un famoso doblador de voces mexicano prófugo de la justicia desde hacía años. La noticia me llegó por un e-mail de Constantino. Él dedujo que Ramón, el Charro, era el famoso doblador de voces fugitivo que refería la noticia. Dijo que corría tras él una demanda por incumplimiento de contrato. Se culpaba al “doble” conocido como Humberto Torres de llevar a la quiebra a una importante productora de traducciones, subtítulos y doblajes. Otra conocida productora de filmes de terror, derivada de un gran estudio de cine hollywoodense, sostenía una demanda de millones de dólares contra la productora de doblajes, por pérdidas económicas y de popularidad ocasionadas al haber cambiado al hombre que dobló durante dos décadas la voz de importantes personajes de TV y películas de todo género.

Hoy no tengo idea de qué habrá pasado con Charro. Me puse a ver las películas de su colección que habían quedado en casa, otras, las fui consiguiendo tras investigar las producciones del estudio demandante. A veces, creo reconocer alguna de las voces que habría sido doblada por mi amigo. Es increíble la capacidad que tenía para hacer tonos que podían encarnar voces de niños, adolescentes, monstruos, ancianos... Debo admitir que reconocí más fácilmente la voz de los musicales, tenía fresca en el recuerdo la resonancia y fuerza que se había sumado al mariachi en aquel quince años, pero cómo olvidar las voces de ultratumba cuyos estertores habían perturbado mi sueño en varias ocasiones, las reconocí en las películas de terror que veía de vez en cuando con mi hermano, para recordar viejos tiempos.