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Sobre Escolio con fuselaje estival, de Daniel Bernal Suárez

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Daniel Bernal Suárez

Daniel Bernal Suárez publicó en 2010 en Ediciones Idea el poemario Escolio con fuselaje estival. Es un joven poeta nacido en 1984, estudiante de ciencias biológicas en la Universidad de La Laguna. Ha recibido algunos premios para jóvenes autores de Canarias en certámenes como Cruzarte, del Puerto de la Cruz (segundo premio de poesía 2006, segundo premio y accésit 2007), Félix Francisco Casanova (mención especial de poesía 2006 y 2007) y primer premio de poesía en el certamen Ciudad de Tacoronte (2008). Es codirector de la revista de creación literaria y crítica La Salamandra Ebria. Algunos poemas suyos han aparecido en revistas como Letralia. Sostiene el blog Impresiones desde Utopos.

Lo peor de que todo tiemble alrededor es no sentir el temblor, aunque el movimiento sea apenas perceptible, oculto en lo más hondo de la piedra que nos protege de la superficie. Ya no sé si es el interior quien se protege de la superficie o es la superficie quien se oculta del fuego que carcome las entrañas y quiere salir a fundar una isla, una montaña, incluso un archipiélago o una cordillera. Por qué tanto nos las ingeniamos los seres humanos para aislarnos de nuestro entorno va más allá de una simple cuestión cultural. Ese empeño por fabricar a nuestro alrededor corazas cada vez menos accesibles, más que felicidad trae un malestar inmenso. Seguramente nos engañaron cuando nos enseñaron a desterrar todo pensamiento de aversión, todo pensamiento de desviación, justo en ese momento infantil en que llorábamos a moco tendido sin comprender aquellos sentimientos contradictorios que nos llevaban a odiar y amar. Entonces alguien o algo nos indicó un camino hacia lo segundo sin pensar que todos los senderos se bifurcan a lo largo de la vida.

Peor todavía fue haber sido doblemente domesticados por un sistema que tiende a absorber todo pensamiento emancipador y a ponerlo en su jaula del lenguaje particular y, muy anteriormente, por unos preceptos religiosos que negaban la percepción de la verdadera realidad, la que percibe cada uno de los sentidos físicos y que en otra dimensión confluiría en un estado superior de hipersensibilidad.

Por tanto, si todo era la búsqueda de lo inefable, ahora en este poemario de Daniel Bernal Suárez lo inefable deviene carnalidad. Si Andrés Sánchez Robayna, refiriéndose en principio a la poesía de Góngora, habla del cuerpo del mundo, es decir, una poesía que por sí misma es cuerpo pues contiene respiración, fluctuación, forma, latido y pensamiento y, además, es el principio y el fin de sí mismo girando con total autonomía por la mente del lector y arañando su conciencia del lenguaje y el extrañamiento ante la vida que no es más que una realidad monopolizada por la mirada polifémica, nuestro poeta ahonda aun más, acerca más la cámara a sí mismo desde su visión poliédrica. Penetra en la carne palpitante del verso como si de un acto de amor se tratara, de amor humano. Hay un diálogo constante a lo largo del poemario entre la poesía y la fisys del cuerpo, que no deja atrás los postulados científicos como referentes, que a su vez cobran entidad poética al ser nombradas. Un diálogo de metalenguajes, si se quiere, que atrae su cámara al plano de los sentidos.

Desde que el poeta ciego heleno en su Odisea nos mencionó ese regreso del héroe a Ítaca, toda la literatura subsiguiente se transformó en un retornar a algún lugar indeterminado, de la vida o de sí misma, aun sabiendo que el descanso del héroe sería improbable. Daniel Bernal emprende su odisea hacia el lenguaje, buscando la palabra primigenia, la que define el cuerpo de ese mundo que es su poesía. Un mismo movimiento sísmico, vida y creación. Como el mismo Daniel manifiesta, todo parte de un deslumbramiento: unas palabras de Octavio Paz que dicen que la poesía y la matemática son los dos polos opuestos del lenguaje y que más allá de ellas no hay nada. Si acaso, entre ellas, el territorio finito de la conversación. No es que este deslumbramiento suponga una novedad para nuestro poeta sino que supone una “apertura de sentidos” hacia esa hipersensibilidad antes mencionada.

Sabe muy bien que para abrir sus sentidos al mundo que está más allá de la caverna ha de emprender la misma aventura que el Altazor de Huidobro: tirarse en paracaídas sobre la desolación del lenguaje y recomponerlo articulando las palabras como por primera vez, como si el mismo poeta acabara de nacer limpio de todo determinismo lingüístico o referencial. Junto a esta natural y pretendida inocencia fundacional, habría que añadir (quizás causalidad contigua) esa carencia absoluta de prejuicios propia de los científicos, partiendo de los planteamientos presocráticos hasta la actualidad. No hay disección de la realidad, ni impulso clasificatorio. Quizás sea una manera de acabar con el pensamiento antropocéntrico que la poesía de Góngora ya había imaginado como un ser gigantesco y desproporcionado que veía por un solo ojo y que rompía el equilibrio de la creación. Esta ruptura de Bernal Suárez deviene, por supuesto, alejamiento del yo lírico romántico, lo cual no es lo mismo que romper con el sentimiento sino verlo como esa cara oculta de un pensamiento que hace girar el verso y lo llena de energía.

Si un escolio es una anotación o aclaración que se escribe junto a un texto para explicar un contenido, en Escolio con fuselaje estival, de Daniel Bernal Suárez, se nos dice a los lectores:

No creas en el libro: su conciencia no ha de segar
las parcelas fragmentadas del lenguaje (p. 48).

Entonces la poesía se transforma en algo bien diferenciado de la literatura, pugna, parpadeo entre la precisión del vocablo y la “apertura del sentido: asir no el pensamiento, sino / su máscara ululante” (p. 48).