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Sergio RamírezImágenes mortuorias
Nicaragua en Sergio Ramírez

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A contrapelo de la bivocalidad que, según Sergio Ramírez, particulariza Mil y una muertes (2005), su novela muy lejos está de ofrecerse como un texto contado a dos voces. Porque si bien es cierto que las figuras dominantes que desempeñan la función de narrar resultan, en efecto, el fotógrafo Castellón, nicaragüense exiliado en las últimas décadas del siglo XIX en Europa, cuyas pistas sigue un escritor para convertirlo en personaje de su novela, y ese escritor, Ramírez, quien situado sobre finales del siglo XX y transformado en personaje va tras los rastros de aquel hombre cuya vida le resulta materia pródiga en sustancia novelable, a la hora en que uno u otro toman el timón del relato sus voces transcienden el mero ejercicio de contar los avatares de sus vidas en tanto perseguido y perseguidor. Con arreglo a una dinámica que las alterna sostenidamente y permite ir armando en paralelo —dicho de modo muy resumido— la historia de la novela contada por Ramírez en los capítulos impares y en los pares la historia de la vida de Castellón en su periplo europeo, sus voces se aproximan con insistencia, habilitan el ingreso de otras voces, se entrecruzan y, por momentos, se acoplan e identifican, diluyendo los lindes entre la vida y la muerte y el siglo que las distancia. No me refiero solamente a las remisiones a través de las cuales el fotógrafo se dirige al escritor como “Aquel que me anda buscando” (X, 300) o el escritor a él como ese hombre que “no deja de seguirme seduciendo como personaje (que puede ser de una novela)” (IX, 262). Me refiero a operaciones más sutiles que las entreveran y posibilitan el reconocimiento de los itinerarios transculturales (Clifford) que cumplen los viajeros. Sobre el trayecto que cada uno recorre —desglosando múltiples pliegues del vínculo Europa-América, en especial Centroamérica, desde el viaje colombino hasta la convulsionada década del 90 del siglo XX— se arraciman travesías que ahondan en el presente o en el pasado nicaragüense, voces que recuperan imaginarios, que traen historias propias o ajenas, y con ellas experiencias de interacción cultural repositorias de violentas yuxtaposiciones históricas y políticas, y cosmovisiones desencontradas. En todo caso, la constancia de las voces protagónicas oficia como recurso altamente eficaz para orquestar la plurivocidad que se desgrana en la novela y la heterogénea humanidad y temporalidades que la habitan. Tal vez el único artilugio capaz de poner bajo control, de otorgarle unidad, como Sherezade en las Mil y una noches, a las historias dentro de las historias que, en estructura abismada,i se enhebran en Mil y una muertes, filamentos de un relato mayor —el del viaje de un escritor en busca de un personaje y el de un personaje que se sabe buscado— cuya inscripción segmentada y suspensiva aplaza una y otra vez la captura del hombre perseguido, y en su curso, sobre el fondo de las múltiples vidas apasionadas, de las figuras sublimes o miserables que se imbrican, la captura de la imagen del país de origen que comparten: Nicaragua.

Captura es la palabra apropiada pues hay más. En simultaneidad con el trayecto que cumple cada viajero, recorridos alternativos proponen las imágenes fotográficas que pueblan el texto —tanto aquellas grabadas sobre la página como aquellas otras cuya invisibilidad colma de atributos la descripción demorada y penetrante, dispara la reflexión, de modo insistente sobre la muerte, o los pronunciamientos graves e incisivos acerca de las desventuras del país natal.ii Dicho en otros términos: fotografía y relato, sintaxis iconográfica y verbal, despliegan su alto poder modelador de la imagen de Nicaragua y explanatorio de su biografía. En sintonía con los nombres de las partes en que se divide el texto —“Cámara oscura” y “Cámara lúcida”— y aliadas con los sentidos que ellas sugieren, indicadores del proceso a través del cual el perseguidor avanza en el conocimiento de la existencia y la obra de Castellón en los capítulos impares, y el perseguido ilumina de modo creciente, en los pares, las zonas más recónditas y oscuras de su vida privada, en sintonía con estos procesos de descubrimientos, de revelaciones, insisto, la imagen de Nicaragua adquiere contornos y contenidos cada vez más precisos y su biografía, densificada en profundidad histórica, delata las constantes que orientaron su devenir y su destino, contornos, contenidos y constantes urdidos (atravesados) —en deuda con la reflexión barthesiana— por la obstinada presencia de la muerte.iii

Sin desapegarse de la fuerza que impone la convicción de pertenecer a un país donde, dicho con sus palabras, “siempre están zumbando las moscas y las balas: la pobreza y la guerra” (Berlanga), con la pretensión de apartarse del “color local de la dictadura somocista” (Cortés), Sergio Ramírez se desliza entre el discurso historiográfico, la imaginación y la ficción autobiográfica, y apela a la fotografía para reponer la historia de un país dramáticamente tensada entre la utopía y la frustración, un país cuyo pasado persiste en encaramarse al presente y condenarlo al padecimiento de pequeñas muertes, aquellas que le asestó —y aún le asesta— el poder balcanizador de la violencia.iv

“Mil y una muertes”, de Sergio RamírezUn hecho fortuito, cuando en calidad de vicepresidente, a ocho años de la Revolución Sandinista, llega en visita oficial a Polonia, es el acontecimiento que da origen a la novela. El descubrimiento azaroso de una muestra fotográfica de Castellón se convierte en la escena inaugural, en el punto de arranque de la pesquisa interesada en saber quién era el hacedor de las imágenes y de una serie de viajes oficiales destinados a buscar apoyo en la comunidad internacional para revertir la inestabilidad económica, social e institucional nicaragüense o fortalecer redes de integración cultural en Centroamérica.v

Las fotografías de la devastación de Varsovia durante la ocupación nazi, que no vemos aunque sí imaginamos a través de la mirada del escritor que registra sus significantes enfatizando su plenitud analógica (Barthes, 1986), se encabalgan con las imágenes de Nicaragua, traídas desde la reflexión. Las anuda la muerte. La casa de Chopin consumida por un incendio exhibe una esvástica en la pared, filas de hombres y mujeres aprestándose para subir a un camión militar, pequeños que se aferran a la reja de un carromato, soldados en porte vigilante, una pareja muerta y junto a ella, un niño que obedece la orden y es captado por la cámara con “las manos en la cabeza” (I, 34), rezuman terror y destrucción, predicamentos que traen en resonancia, por sentido suplementario, la condición vulnerable del país de origen del perseguidor. Un país históricamente sometido a la agresión y la ambición externa, descoyuntado por la intolerancia, los usos y abusos del poder, y azotado por la guerra, sesgado por gravamen de los sueños incumplidos, las heridas y la irredención.

“Alguien me anda buscando pero no sé si nos podremos encontrar. Mientras tanto quiero empezar mi historia” (57) —afirma Castellón para iniciar, en resonancia con Pirandello en Seis personajes en busca de autor, el juego de asedios y persecuciones recíprocas entre novelista y personaje. Sin embargo no comienza por contar su historia sino la de otro viajero, su padre,vi y a través de él la vida nicaragüense desde principios hasta avanzada la mitad del siglo XIX, sacudida por la lucha entre liberales y conservadores, la rivalidad entre León y Granada, guerras civiles y apetitos metropolitanos y, con especial énfasis, precipitada por los vaivenes de una de las quimeras más perdurables: la construcción del canal interoceánico. Francisco Castellón, figura difusa de historiografía oficial, atenazada entre versiones que lo elevan a condición de héroe por haber intentado concretar esa obra que abriría “las puertas de su país a la civilización” (198), o traidor pues su alianza con los filibusteros norteamericanos habría de determinar el destino irreversible del sometimiento del país a voluntades imperiales, ingresa en la novela desde ese doble signo. De frente a las versiones antagónicas, que su hijo recoge, y a la imagen de Nicaragua que devuelven los ojos europeos —un lugar pequeño, situado en el “fin del mundo” (127), cuya condición de existencia, su visibilidad solo podrá proporcionar el canal, o confinado al exotismo donde conviven “elefantes y papagayos, marfil y cacao, negros envueltos en túnicas e indios moscos coronados” (120), de frente a esas versiones e imágenes, entonces, su figura se humaniza y su empresa exacerbada en contenido utópico (convertir el minúsculo país centroamericano en una nueva Constantinopla) se conjuga con la igualmente exacerbada ambición de poder. En el racconto de la vida de su padre, el fotógrafo desoculta los deseos más agazapados y la desmesura del proyecto que anhela: “Pondría orden en aquel caos, uniría a todas las facciones, abriría el país al tráfico del comercio mundial. El canal. Un hombre de razón como él, con todos los poderes en la mano, sería el único capaz de lograr la construcción del canal” (88).

Hijo de ese político liberal que cristalizó la apertura de la ruta del tránsito y de una zamba de la Costa Caribe, princesa de la dinastía de los reyes Miskitos proclamados por la Corona Inglesa, el otro Castellón también emprende el viaje a Europa. Sin embargo, no lo mueve como a su padre la apetencia de poder ni una quimera. Tampoco lo impulsa el afán de que su país fuera reconocido como real. A la distancia, cercenado su destino de estudiante, adulto, transformado en retratista de notables y, luego de la invasión alemana, en fotógrafo social de los altos oficiales de la Gestapo, y apresador oficial de muertes (las del ghetto de Varsovia, las de su hija y su yerno a manos de los nazis), reticente a reconocer la mixtura de los orígenes que sus rasgos “exóticos” delatan, recuerda Nicaragua, desafectado de nostalgia. Vacío de la sustancia épica que su padre infunde a su utopía cuando, al demandar la construcción del canal, alude a “mi patria” (133), carente asimismo de tono “elegíaco” (Starobinski), de impostaciones aliadas con una percepción idílica del mundo de la infancia,vii sus pronunciamientos sobre el país natal adolecen no solamente de importe afectivo. Exacerban la gravedad de un modo de procesar el sentido de pertenencia que muy lejos está de reconciliarse con el lugar del origen. Que reafirma su naturaleza extraordinaria (“país insólito con una historia insólita”, 60) o emplaza la crítica punzante e implacable a su debilidad institucional (“país de montoneras que semeja una gran finca donde siempre están zumbando las moscas o las balas”, 64) para declinar hacia una mirada terciada por la compasión pues le resulta “más digno de misericordia que de ilusiones” (301).

Poner en boca de Castellón expresiones a las que recurre cada vez que se pronuncia sobre el destino de Nicaragua no es la única señal a través de la cual Ramírez se aproxima casi especularmente con su personaje a lo largo del texto. Si en la referencia a la oscilación entre “las moscas y las balas” reconocemos una de sus fórmulas preferidas para apresar en flexión metafórica y metonímica los únicos derroteros a los que parece estar condenado inexorablemente el destino nicaragüense (la pobreza y la guerra), en el “Epílogo”, a partir del modo y las imágenes elegidas para cerrar el texto tal vez se asiente el enclave de identificación más pronunciado. En la escena de destrucción y muerte, que a través del sueño entrevé el fotógrafo en el último recuerdo inscripto en sus memoriasviii y en el que vislumbra su regreso al país en el futuro a fines del siglo XX, resuena inocultablemente la voz y refracta la mirada de Ramírez. Concatenadas por la violencia, la historia y la naturaleza volcánica sellan en las guerras civiles y el huracán las imágenes condensadoras de las fuerzas irrefrenables de un devenir convulsivo, precipitado y devastador. “Ningún trazado napoleónico partía la nueva Constantinopla, bendecida por el trazo del canal de Nicaragua, ningún bullicio de marineros [...], ningún tañido de las campanas [...] como mi padre el iluso había ambicionado”, afirma Castellón de frente a la ciudad de origen arrasada, para ceder el paso a la visión de “turbonada de agua” “arrastrando piedras a su paso, descuajando árboles [...], destruyendo caseríos y corrales, ahogando los ganados, matando a centenares de familias mientras dormían y ahora para siempre soterradas bajo la playa de lodo...” (350-351). Sin duda en escala superlativa y extremada, la escena de la devastación de Nicaragua recoge la mirada de quien como exmilitante de la fuerza que logró virar la historia después de 45 años de dictaduras —el sandinismo— y como expresidente del país, emblematiza la figura del intelectual desesperanzado en tiempos grabados a fuego por el fracaso de los ideales revolucionarios. Ya no es aquel que veía a los escritores como “shamanes de su tribu” (Arias: 210). Estamos ante un intelectual que abandonó la lucha política y declara, con gravedad, que no vislumbra resquicios por donde la historia nicaragüense pueda desembarazarse del peso de los sueños que nunca alcanzaron su plena cristalización. Conmocionada largamente por revoluciones, dictaduras, intervenciones o caudillismos, esa historia fertiliza su destino en la escena de cierre. La fotografía final impresa, donde un niño muerto está a punto de ser devorado por un cerdo que lo ronda y husmea, reduplica en vertiginoso abismo la cacería del personaje y preanuncia, en el “punctum” (Barthes, 1995) que anida en la imagen, la inminencia de la muerte del país natal.ix

 

Notas

  1. Aludo a los desplazamientos y derivaciones con que la expresión mise en abyme (André Gide, 1891) se utiliza para designar las variadísimas figuras y operaciones a través de las cuales la literatura traduce en palabras el paralelismo visual sugerido por la heráldica, el escape de la mirada —aquí, de la imaginación— hacia la captura de lo ilimitado. Véase BERISTÁIN, Helena.
  2. Las fotografías deben ser leídas como un recurso más entre los muchos empleados por Ramírez para lograr verosimilitud. En Mentiras verdaderas (2001) y El viejo arte de mentir (2004) se pronuncia sobre el uso de fuentes apócrifas o verídicas, entre tantos otros procedimientos constituyentes del repertorio de artificios que considera poderosos para cumplir con eficacia la tarea de saber contar. Tal propósito se sustenta en la condición de existencia de dos elementos que ensamblan los ensayos y conferencias compilados en uno y otro texto, respectivamente: la imaginación y la verosimilitud. Entendida como dimensión que transforma los materiales de la realidad en ficción, la imaginación debe aliarse con la “regla sagrada” (2004) de la verosimilitud, revistiendo de credibilidad los hechos con el fin de seducir y convencer al lector, esto es, estimular un acto de imaginación compartida donde lo narrado sea asumido como verdadero por el destinatario. De “la difícil relación de complicidad entre escritor y lector, engañador y engañado, seductor y seducido, hay mucho que esperar” (2001, 15), afirma el nicaragüense, concediendo suma importancia a las fuerzas de encantamiento y persuasivas desempeñadas por los artificios retóricos simuladores de verdad, tanto se apliquen a hechos efectivamente acontecidos como imaginados. Entre los procedimientos puntualizados se encuentran la intriga, la presencia del testigo presencial, la inclusión de documentos —periódicos, crónicas, cartas, fotografías—, referentes históricos y geográficos constatables, la descripción minuciosa. En “Elogio de la invención” (2006), vuelve sobre el arte de lo verosímil, reconociendo el magisterio y la deuda de la literatura con El Quijote: “Probar alegatos por medio de documentos que logren catadura de auténticos, vendría a ser poderoso ardid cervantino [...] la escritura de una novela cuyos hechos quedan basados en la autoridad de fuentes falsas [...] comenzó en El Quijote como una burla a las mentiras revestidas como verdaderas y terminó como la gran revolución narrativa de todos los tiempos” (10). Rodríguez Sancho examina detenidamente los procedimientos de verosimilitud en Tiempo de fulgor, ¿Te dio miedo la sangre? y Un baile de máscaras.
  3. Así como la carta de Rodaskowski lo introduce en pormenores de la vida de Castellón, durante la visita a la casa de Turguéniév o de Chopin (VII), las fuentes —cartas y versiones sin residencia textual explícita— sirven para indagar esas figuras desde una perspectiva que remueve el aura de celebridad y explora dobleces de sus vidas íntimas. Entonces, fragmentos de la vida de Chopin y su vínculo con George Sand ingresan mediante las cartas del músico reunidas por Opiensky y traducidas por Dominik Vyborny, la lectura de la correspondencia entre Turguéniev y Flaubert o de Sand con el príncipe Luis Napoleón le permite desmadejar un intrincada red donde el poder se amista con los deseos más privados y las pequeñeces de la condición humana. Tal proceso de desmitificación (Vargas Vargas) se robustece, además, cuando el escritor observa mobiliarios, cuadros y fotografías, ensamblando la descripción de su indumentaria y sus rostros con la narración hasta derivar en pasajes reflexivos sobre su deterioro físico o moral y sus frustraciones. Así, Flaubert asoma estragado por la sífilis y ridículo en la vejez; Chopin, debilitado por la tisis y de dudosa sexualidad, Sand es amante posesiva y desamorada, el Archiduque Luis Salvador, un hombre de gran capacidad amatoria para quien tanto parece valer hombre y mujer, animal y planta, Rubén Darío, “un muerto que llevaba sobre sus hombros el cadáver de su genio” (V, 163), deteriorado y rayano a la locura por el consumo de alcohol. A propósito, la presencia de Darío resulta soberana en vastos pasajes y planos de la novela, como ocurre en otros textos de nuestro autor, y requiere de un examen detenido. Por esta razón, recorto los alcances que cobra su figura y me limito a subrayar algunos de los aspectos que iluminan mi lectura.
  4. Recupero algunos textos. Tiempo de fulgor (1970) se remonta al siglo XIX y recrea la pugna entre conservadores y liberales; ¿Te dio miedo la sangre? (1977) se sitúa en Managua, en los años 50 del siglo XX para tramar una historia centrada en la conspiración contra la dictadura somocista; la tercera década del mismo siglo es el marco de Castigo divino (1983), “novela sobre la Revolución... escrita desde la revolución” (Acevedo 1991, 164), donde Sergio Ramírez explora desde los inicios de los Somoza en el poder hasta la revolución sandinista; Un baile de máscaras (1995) ficcionaliza el origen de la dinastía de Somoza así como los relieves más cruentos y temibles del dictador, figura a la que retorna en Margarita, está linda la mar (1998) y Sombras nada más (2002), en un caso convirtiéndolo en eje de una conspiración para darle muerte, en otro a partir de la narración de los estertores del somocismo. El cielo llora por mí se emplaza en el presente y su eje es el rol de puente entre Colombia y México que desempeña Nicaragua en los circuitos del narcotráfico latinoamericano.
  5. La secuencia de capítulos en los que Ramírez se convierte en personaje se organiza en torno de episodios sucedidos en sus viajes a Europa entre 1987 y 1997: lapso que comprende su participación en la vida política de Nicaragua —en calidad de vicepresidente— hasta pasado el tiempo de su alejamiento de las filas del sandinismo. En la época en que su país estaba “en guerra mientras el mundo soviético empezaba a deshacerse como un decorado de bambalinas comidas por la polilla” (I, 28), llega a su primer destino con el fin de conseguir aliados para detener la ofensiva de los contrarrevolucionarios financiados por el gobierno de los Estados Unidos. En el período 1990-1994, el escritor se desempeña como diputado y jefe de la bancada sandinista en la Asamblea de Diputados. En Adiós, muchachos. Una memoria de la revolución sandinista (1999), narra su experiencia política y las acciones que alejaron al FSLN de sus genuinas raíces y su propio alejamiento del partido. En la novela, no se detiene en los resultados obtenidos en sus gestiones oficiales. Durante la época ficcionalizada, la guerra en Centroamérica, y de modo agravado en Nicaragua, era una constante que atentaba o dificultaba la solidaridad internacional. El endurecimiento de la política de Reagan, encaminada hacia la profundización del desgaste de la economía nicaragüense y el caos para derrocar el gobierno sandinista, así como el apoyo militar, propagandístico, económico o logístico de otros países, incluso latinoamericanos aliados con ella, obraban en contra de la consecución de ayuda externa. Por otra parte, algunos países de Europa del Este estaban ocupados en resolver las pronunciadas crisis sociales y económicas por las que atravesaban y avanzar en procesos de reestructuración, de transición hacia cauces democráticos (URSS, Polonia).
  6. Francisco Castellón Sanabria fue proclamado Supremo Director de Nicaragua en León (1854-1856), después de haber dirigido un movimiento revolucionario del partido liberal o democrático contra el gobierno de Fruto Chamorro Pérez con sede en Granada.
  7. Tal vez, una excepción: en el “Epílogo”, el recuerdo de la noche de Navidad de 1913 compartida con Darío, imprime matices afectivos sobre el país de origen compartido: “...me invitó a aspirar el perfume de la madera porque era el perfume de nuestra infancia en Nicaragua...” (344).
  8. El diálogo entre Ramírez y Rubén trae en resonancia la formación del fotógrafo en el espiritismo y la posibilidad de su incidencia en la escritura de las memorias. El perseguidor reenvía a Isis sin velo de Blavatski con el propósito de saber qué método usó el nieto para continuar el texto de Castellón. Sin develarlo, Rubén deja entrever la inspiración recibida de un más allá: “Son entonces unas memorias de ultratumba —digo. / —Pero muy fieles —dice” (XI, 339).
  9. La foto fue tomada en las proximidades del volcán Casitas (occidente de Nicaragua), luego de que el huracán Mitch devastara el país en 1999. Registra, tendido en el lodo, el cadáver de un niño desnudo, acechado por un cerdo.

 

Bibliografía

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