Sala de ensayo
El sembradío en la piedra
(Inquisiciones generacionales después de leer a Lezama)

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José Lezama Lima

Uno

En “La pintura y la poesía en Cuba”, uno de los capítulos más representativos de su libro de ensayos La cantidad hechizada, José Lezama Lima (La Habana, 1910-1976) se detuvo a investigar el más temprano origen de las imágenes estéticas, desplegando en parte su particularísima interpretación sobre las relaciones del arte con la historia, motivos que en principio parecían sustentarse sobre instancias puramente metafóricas. Sin embargo, un examen más detenido pudiera hacernos constatar el arriesgado acercamiento de las metáforas lezamianas a un orden esencial, en cuanto constitutivo de lo histórico, en este caso sometido a la indagación poética. ¿Qué nos muestra la exploración emprendida por el poeta que fue eminentemente Lezama por esos accidentados predios?

Antes de intentar la ingrata tarea de fijar una respuesta, se debe precisar que el gran escritor se propuso en ese texto encontrar la brújula que lo guiara con eficacia en una navegación entre la poesía y la pintura de los primeros tiempos de nuestra aventura nacional. Para eso se remonta, en su singular investigación, a esos siglos proto-originarios, en los que ninguna forma de expresión cultural ha podido todavía constituirse, y donde no existe más que un enorme espacio de silencio. Y es justamente ahí donde sitúa su insólita indagación, afirmando que parecía como si las cosas hubieran sido arrasadas “por un fuego invisible”. Partiendo de esta certidumbre, el poeta nos abunda afirmándonos que cualquier figura, independientemente de cuál sea su ubicación, se encuentra penetrada por ese proceso indetenible, donde todo “(...) tiene que comenzar a valorarse a partir de lo que va a ser destruido...” por lo que —concluye— “únicamente la imago puede penetrar en ese mundo de lo que no se realizó...”.

Frente a la voluntad de acabamiento que trae consigo el inevitable fluir de las cosas, el artista nos propone encontrar en la fortaleza del verbo y la imaginación fabulosa, no sólo un principio de resistencia que fuera capaz de revertir la nihilidad del devenir, sino que pudiese colmar esos espacios seculares plagados por la ausencia. Pero hay algo aun más intrínseco al arte, concomitante con el perpetuo afán por el descubrimiento de lo insólito que padece la poética de Lezama, quien va siempre en busca de lo infrecuente e inesperado, y de esta manera construye, hilvana con el tejido de la poesía, lo que en la primera parte del volumen citado denominará “Las eras imaginarias...”.

Dichas “eras...” son concebidas mediante una intuición fundamental que permite las más extraordinarias aproximaciones culturales y termina por unificar la noción del sentido con la intencionalidad de la mirada, donde lo esencial intuido se agolpa en un primer plano. “Eras imaginarias” surgidas como respuesta a aquellos espacios históricos que nos delatan su pobreza al ser troquelados por un pensamiento previamente configurado que viene desde siglos normando la cultura, de la misma manera que al oficio secular de la interpretación y sus consabidas áreas de convencional inteligibilidad. “Eras...” que aluden, por tanto, a una recomposición del marco histórico y singularmente se nos ofrecen, no sólo como un regalo del artista, gracias al oficio más esmerado de la sensibilidad, sino como la capacidad de enunciar, desde su particular receptáculo, su propia verdad. Ya que si toda creación humana encierra su irremediable ficción, por la razón de estar hecha de “la madera de los sueños” y las utopías, su meta definitiva concluye, en ocasiones, por desbordar lo puramente imaginado, en aras de lo que sería el triunfo definitivo de la poética del hombre sobre la materia inerte. Con ese fin, el poeta se propuso indagar en esas regiones oscuras o paupérrimas de la historia, sobre las cuales nada esencial se ha dicho, o donde decir era hasta ese momento la máxima presunción del insensato.

Con estas palabras pudiéramos acercarnos al “ars poética” de Lezama, más aun si tuviéramos en consideración la siguiente definición de una enciclopedia: “Poética es la ciencia nomotética cuyo objeto de estudio son las artes, y la literatura. Para Igor Stravinski, la poética es un estudio de la obra que va a realizarse, es un hacer del orden (...)”. Consecuente con esto, el creador que fue Lezama se propuso la instauración de un nuevo orden histórico primordialmente poético, fruto de una mirada tan original como abarcadora sobre el hombre y la cultura. Porque lo que estamos viendo enfrentados con estas postulaciones, aptas para un imaginario estético, es el criterio de verdad —en este caso, el criterio de verdad histórica— con las ideas lezamianas sobre el arte y la cultura. Federico Nietzsche, inserto en lo que él llamara “la Europa del nihilismo”, probablemente quiso decirnos algo similar cuando afirmó: “Tenemos el arte para no perecer por causa de la verdad”.

No obstante, el filósofo alemán Martin Heidegger, nos advierte que la frase citada no debía ser reducida a una actitud restringidamente existencial frente al arte y el conocimiento; por el contrario, posee un alcance filosófico destinado a renovar la intelección de la idea de lo verdadero. Para Nietzsche, el artista se proyecta con su obra hacia una experiencia mucho más vasta de lo real, en aras de un reordenamiento total de la vida y la cultura. Cuestión que pudiera acercar las ideas estéticas, tal como fueron plasmadas en su momento por un cubano universal, con determinados ángulos de la obra intempestiva del célebre pensador del siglo XIX. Heidegger nos previene además sobre las graves insuficiencias que encierra el fijarnos al valor estrictamente representativo del arte para, desde él, ambicionar apresar “la esencia —omitida— de su verdad”. Ya que sería como reducir la creación a su mera exposición discursiva, a su simple “representar enunciativo”. Mientras lo que Lezama nos propone podría situarse al mismo nivel de las indagaciones gnoseológicas de Nietzsche y debe traducirse, como la búsqueda del vínculo, alguna vez perdido, entre la creación pura y la esencia original del mundo. Mas, ¿es esto posible, o es solamente una irremediable utopía?

Cuando Lezama bosqueja, a través de su aproximación a Las crónicas de Indias, las primeras apariciones de la sensibilidad americana, lo hace para exponernos el primer paso de una larga progresión, que tuvo como finalidad la realización polivalente de una expresión y una historicidad. Pues cuando el escritor aborda ese mundo previo a toda elaboración artística, nos hace notar que esas imágenes primerísimas fueron también concomitantes con lo histórico, ya que fue en lo histórico donde alcanzaron su plena configuración como imágenes, nunca antes. Miremos por un momento lo que nos comenta el poeta en su pertinaz disquisición, orientada a recomponer los orígenes “prehistóricos” de nuestra poesía y pintura nacional, en vías de una distinta intelección de dichos orígenes. Para esa difícil empresa comienza por aceptar de la manera más realista:

Entre nosotros es casi imposible configurar una tesis o un punto de vista aproximativo sobre nuestro pasado, ya de poesía, ya de pintura, porque los diversos elementos larvales aún no se han escudriñado, ni siquiera señalado su regirar protoplasmático (...). Si en nuestros siglos XVI y XVII esos elementos históricos expresivos no han alcanzado una altura dimensionable, o de simple relación, es inadecuado establecer un contrapunto histórico expresivo (...).

Lo significativo de las líneas citadas reside en que no se ha separado la pulsión artística de las fuerzas engendradoras de la historia. Pero aun más, lo que parece sugerir este párrafo es que sólo a través del contrapunto sostenido entre la creación artística y la historia es que una nación puede llegar a alcanzar una expresión. Si como expresión comprendiésemos el sentido y el orden que la creación cultural —en su más amplia lectura— le pudiera ofrecer a la historia. Por tanto, llegar a palpar los residuos fosfóricos de una creación estética nacional, antes de que comenzara a establecer su presencia fundamental entre nosotros, se convierte en una tarea que lo primero que hace es acercarse al origen de una historicidad, porque es donde único pueden llegar a ser localizadas las huellas más originarias de nuestra sensibilidad. Por eso es que esa condición larvaria de la figura poética, de la imagen pictórica, aprehendida por el artista como nervio central de sus averiguaciones, se convierten en elementos del movimiento inobjetable de la historia de América, sometida al impacto giratorio del Descubrimiento y Colonización.

En busca de lo prodigioso, el poeta se sumerge en una ensoñación propia de los primeros navegantes, quienes leyeron la gramática balbuciente del Nuevo Mundo, de naturaleza imprecisa y en principio inabarcable. Pues, ¿qué no es el arte en cuanto experiencia auténticamente humana, hondamente vívida, que un lentísimo proceso en el que imagen e historia se entrelazan y recíprocamente se constituyen? En concordancia con esto, Lezama se dedica a acotar las impresiones iniciales que tuviera la aventura del tropo en América.

“El cronista compara las frutas descubiertas con las de allá, pero al final se cae en que no es lo mismo. Así, hablando del mamey, dice: ‘La color es como la de la peraza, leonada la corteza, pero más dura y algo espesa’ ”. Y acto seguido el poeta se pregunta: “¿Qué brújula adoptar para la navegación de poesía y pintura cubanas en siglos anteriores?”. Pudiera responderse, al perseguir con discreción sus inquisiciones: la misma que siguieron los Adelantados de Indias en la hazaña del Descubrimiento y Colonización, cuando Europa se vertió en América y se manifestó en ella mediante el testimonio del color, en los nuevos sabores aprehendidos, y en la descripción paralógica de las formas por primera vez examinadas.

Vuelvo a citar: “Cuando el Almirante va recogiendo su mirada de esos combates de flores, de esas escaleras que aíslan sus blancos como aves emblemáticas, del arquero negro cerca de la blancura que jinetea Tanequilda, y las va dejando caer sobre las tierras que van surgiendo de sus ensoñaciones, se ha verificado la primera gran transposición del arte en el mundo moderno”.

Porque, para el artista, lo importante no es tan sólo enumerar este proceso sin dudas histórico de Conquista y Colonización, el cual generó máximas confluencias, sino señalar lo que estas trasposiciones, a las que hemos venido asistiendo desde centurias, aportan a las construcciones propias del arte, a su tenaz metódica enderezada hacia los grandes contrastes, las graves alteraciones de sentido y la yuxtaposición de planos de diferente origen. Pero el poeta nos abunda todavía más al entregarnos uno de los resortes cardinales de su “Ars” —no es textual—: “(La imagen actúa) no sobre el tesoro que se perdió en Esmirna, sino sobre lo que se perdió en Esmirna y se encontró en Damasco”. ¿Qué es lo que se perdió allí y se recuperó acá? O, ¿a lo que apunta la línea citada es a una constante vocación de juego, donde todo debe extraviarse, sumergirse en el terrible magma de lo histórico, para que sea finalmente encontrado por el poeta y la poesía? Cuando el escritor, en otro lugar de su obra, se pregunta sobre el nombre desconocido del perro que acompañaba a Maximiliano Robespierre en sus paseos por las leves mañanas de Arras, ¿estamos ante una interrogación de igual signo? ¿No traducen estas inquietudes a ratos metafísicas, estos algoritmos aparentemente creados para la distracción del artista, una confianza plena de que todo cuanto busquemos en el ámbito secreto del arte, será alguna vez hallado, merced a ese contrapunto esencial al que asisten desde siempre imagen e historicidad? Mas, lo que nos piden preguntas como éstas no es que las respondamos, y sí que notemos la estela que han dejado inaugurada en el amplio horizonte del sentido, exponiendo su eficacia más allá de la estrecha noción del significado. Ya que los preciados dones del hombre son parte de su presencia universal, del carácter históricamente insumergible de su condición, por eso no importa que se extravíen en “Esmirna”; terminarán por recuperarse en “Damasco”. Ya que aquellas fuentes protozóicas de nuestra cultura nacional —que resultaron arrasadas “por un fuego invisible”— están destinadas a renacer en otras áreas imprevistas de la vida, o la creación estética.

Si la manifiesta intencionalidad de la mirada lo que hace es resaltar lo que hasta ese momento ocupaba un discreto segundo plano, provocando con eso la aparición de lo inopinado en el concierto general de la cultura, cabe precisar que lo impensado no va a ser necesariamente lo quimérico y desconocido, ya que uno de los lugares donde lo insólito se nos puede ofrecer a los cubanos, ampliando las coordenadas de lo cotidiano, y cual el tesoro atribulado de “Esmirna”, es en la sonrisa sin nombre de los negritos de Juana Borrero; esa tela, feliz y desdichada, de fines del siglo XIX, que Lezama tuvo la osadía de parangonar con La Gioconda.

 

Dos

Ha sido en el fondo la necesidad de repensar a las generaciones artísticas surgidas en Cuba a partir de los años 80 del pasado siglo —las cuales continúan incidiendo en un lugar concreto y sensible de nuestra vida insular—, el motivo interior que me ha traído a indagar, en estas páginas, sobre ese movimiento, acaso fundamental, que propició entre nosotros el nacimiento de una nueva expresión. Ya Lezama había sondeado en las fuerzas impulsoras de lo histórico, siguiendo sus propios derroteros en las turbias aguas de las imágenes protozóicas. Sin embargo, pocos pudimos percatarnos de que el poeta siempre estuvo mucho más cerca de lo esencial que de lo imprevisto, o que lo imprevisto era sólo la cola de un cometa que irrumpía entre nosotros en aras de grandes integraciones, máximas confluencias, aunque sobre todo mediante el hallazgo de la experiencia sin parangón de lo universal en lo cubano, no por inmediato menos desconocido, o no por conocido, ajeno a lo insólito y desmesurado.

Pero ya no se trataba de armar tableros imaginarios, de conjugar tortugas y lunas, dragones, relojes y bibliotecas; o simplemente volver a concebir el arte como el resultado de los acercamientos más sinestésicos e ilógicos posibles, para que volvieran a reproducir, en la larga historia de las generaciones estéticas del siglo XX, los consabidos esquemas sin importar qué nuevas variaciones les diéramos. Porque lo que verdaderamente importaba era ir más allá de la dispersión de los signos a los que la cultura nos tenía habituados para encontrar, en la historia misma, la posibilidad real de una expresión. Curiosamente es justamente esto último lo que parece exigirnos la remeza de esos años.

Es en el territorio de una historicidad en específico donde una expresión puede alcanzar o no su lugar, así como llegar a cumplir o no su función impulsora, estremecedora, cultural y socialmente renovadora. Y si, como nos advierte Lezama, a toda expresión original le precede un gran espacio de silencio, éste debería ser entendido por la manifiesta incapacidad que tuvo la época anterior para formular las preguntas pertinentes, que irían, por contraposición, a constituir el nervio central de la nueva sensibilidad emergida. Y es ahí donde se encuentra la universalidad de las indagaciones del poeta, sumergido en las caliginosas regiones de las imágenes primarias. De esta manera, el papel fundador que se le asigna a la imagen, se repite en cada auténtica sensibilidad que nace, la cual, lo primero que hace notar, es que esa sensibilidad ha surgido como voluntad de desencuentro y desafío frente a un mundo que la asedia, la omite o la margina. Es decir, el discernimiento objetivo de la existencia de un espacio de ausencia previo a todo genuino advenimiento del arte, lo que pretende es exponer que esa región de vacío lo es en relación a quienes ya no encuentran suficientes respuestas bajo las alas de la cultura convencionalmente estatuida. Ya que no hay mayor legitimidad de la creación que aquella que adviene al sentirnos en la imperiosa necesidad de decir frente al espacio de vacío engendrado por las formas esclerosadas del pensamiento y el arte.

Después del variado entreacto de los años 60 —los dos primeros lustros de la Revolución de 1959—, el derrotero ideológico asumido en Cuba por el arte, el pensamiento y la literatura, había forzado a todas las formas subyacentes de expresión cultural a un primado de la significación que puso en crisis al experimentalismo formal. Por lo que rescatar esa experiencia, transponiéndola del corazón de “las vanguardias artísticas” al contexto de nuestra realidad, era la obligada respuesta generacional. Entre tanto, el vínculo con el legado intelectual de Lezama provocaba el crecimiento de las espirales de la imaginación, incitando a una reflexión teórica capaz de trasponer los convencionales límites de la razón, avivando los fuegos dialógicos y las noches de vigilia intelectual. Porque lo que estaba en realidad operando era un modo mucho más libre, activo y desprejuiciado de asumir la relación con la historia nacional y el imaginario cultural, donde las hermenéuticas descodificadoras podrían llegar a tener más valor, aunque fuera de manera provisional, que la creación misma.

Era el sujeto hasta ese momento omitido de la enunciación que buscaba ansiosamente reaparecer, reclamando su sitio en el escenario cultural sobre la base del primado de su sensibilidad, en abierta pugna con los preceptos convencionales del criterio estético, el pensamiento único y los conceptos previamente formatizados. Mientras que frente al abuso que hicieran las formaciones culturales precedentes, ya sea del valor puramente representativo del arte, o, en el otro extremo, de la tiranía ideológica del significado sobre la forma expresada, la nueva imaginación emergida pretendía renovar las viejas propuestas formales sobre el espacio sorprendentemente virgen de la significación. Es en realidad llamativo que haya sido en las artes plásticas cubanas de los años 80 del pasado siglo donde se manifestaran con mayor intensidad tales problemáticas. ¿Cuál fue la razón? Pudiera responderse que su explicación radica en esa región del misterio donde opera una fuerza determinada; o que sus motivos responden a circunstancias a todas luces contingentes. No obstante, es muy cierto que fue entre los pintores donde se hizo más patente la crisis del “realismo social”, su dogmática formal y conceptual, como es igualmente cierto que el imperativo cultural de “las vanguardias artísticas del siglo XX” se hacía sentir con más fuerza, al menos en la Isla, en la pintura que, por ejemplo, en el cine o en la literatura. Lo que tuvo el arte de los años 80 de irruptor nació bajo el signo aglutinador del conceptualismo estético, el cual devino, entre otras cosas, en un espacio socialmente articulado para debatir ideas, y en una actitud desenfadada hacia la realidad instrumentada a partir de la más intensiva práctica cultural.

Reflexionar sobre esos lejanos y “tumultuosos” años 80, es como volver a insistir sobre ese punto irradiante en que las utopías individuales de algunos convergieron, en el que se creyó otra vez que cambiar la vida era posible, y en el que se sobrestimaron como siempre las capacidades potenciales del arte como instrumento de cambio, pero que a la larga nos condujo a ese resignado rigor que sólo muchos años de desarraigo, incomprensión y soledad podrían conceder. Diría que no pudo ser de otra manera, y que no fue estrictamente necesario haber quedado ligado a ese proyecto generacional, pues lo que hubo de fundamental en él permanece de algún modo en cada uno de nosotros. Incluso para quien apenas rozó de un modo pasajero uno de los vórtices de ese enriquecedor tránsito, ya que en la historia personal de cada verdadero artista se sigue repitiendo, asombrosamente, la aventura esencial de las generaciones. Paradójicamente, lo que puede haber en el artista de hondo significado generacional es, muchas veces, concomitante con la casi absoluta soledad existencial a la que pudo estar destinado. Tal vez porque también es rigurosamente cierto lo que dijera Octavio Paz cuando escribió que el artista de nuestro tiempo está destinado a hacer su revolución solo, y a sufrir, en consecuencia, el precio desgarrador de la felicidad.

Mas, ¿estuvo en resumidas cuentas dicha generación en vías de “configurar lo obscuro”, como petición insoslayable que, como nos recuerda Lezama, le hiciera al artista, W. Goethe? O sea, esa hasta hoy imposible realización estética, que a partir de la imagen presentida y paralogada con formas anteriores, pudiera llegar a convertirse en imagen propia, haciendo para eso descender el significado de la región escatológica donde lo había relegado la pureza del lenguaje, en aras de una poética de la verdad y el mundo. Singular propuesta que lo que realmente hace es poner de relieve las motivaciones más íntimas del largo proceso existencial perseguido por una determinada sensibilidad e inteligencia para apresar su concepto, y llegar a plasmarlo de hecho en un objeto estético. Objeto que debería, sin dudas, relatar lo que es en sí el proyecto de la investigación y el arte desde la época de “las vanguardias artísticas”: la substancia ambicionada de una inveterada ensoñación; el Corpus Deseante de una irrenunciable utopía.

 

Tres

Existe un lugar de máxima sensibilidad que facilita observar de un modo privilegiado la germinación progresiva de lo histórico, lo cual parece a ratos testimoniarlo las primeras crónicas de América. Por tanto, acercarnos al proceso por el que apareció en la historia una determinada posibilidad artística nos conduce a volver a enunciar lo que el poeta supo aislar para su investigación en las crónicas de “los imagineros de Indias”: que esa posibilidad sólo puede llegar a realizarse si repite para sí el ciclo trinitario y universal del conocimiento: percibir, imaginar y producir.

Si la percepción arrojó, en primera instancia, un contenido empírico-concreto, perteneciente a la específica materialidad del Nuevo Mundo, la sensibilidad y el concepto, en sus radicales universalidades, terminaron por trasladar la imagen percibida a una conjugación más amplia y problematizada; a una medida del espacio y el tiempo tangencialmente humana, desarrollada mediante el sentido que sólo puede aportar a la historia “el hecho cultural” en su acepción más integral. Porque, cuando pensamos a grandes rasgos en la historia, estamos pensando en un movimiento que, aunque asaz contradictorio, posee una unicidad cultural que ampara la lógica de su desarrollo. De este modo, el papel que juega la imagen en el proceso de constitución de lo histórico, se establece desde el interior de las estrechas relaciones que sostienen desde siempre sensibilidad y realidad, objeto y ensoñación.

Tal vez pensando en la belleza como una forma suprema de ensoñación, James Joyce le hizo decir a su personaje Esteban Dédalo, en Retrato del artista adolescente: “Las más satisfactorias relaciones de lo sensible deben corresponderse con las fases indispensables de la creación estética. Si podemos encontrar éstas, habremos hallado las cualidades de la belleza universal”. Cuando “Esteban Dédalo” buscó cifrar el proceso por el cual se constituía “la belleza universal”, tuvo que comenzar desde las bases más originarias sobre las que se apoya el individuo inscrito en el horizonte objetivo que le ofrece su sensibilidad. Sin embargo, este aserto joyciano era eminentemente teológico, tomista, medieval, y terminaba por aprehender “la belleza universal” como una forma suprema de claridad intelectual nacida de un estado máximo de sensibilidad, y como una profunda intuición que no sólo había sabido captar la integridad formal de un objeto estético como la armonía de sus partes, sino que había podido además entrever su intrínseca verdad: ser una constante emanación de la naturaleza humana.

La peregrina hipótesis de que nuestro mundo interior y subjetivo existe en semejanza con “el mundo ideal y verdadero”, tal como lo ha concebido, desde el griego Platón, el idealismo milenario, habita, paradójicamente, en la experiencia conceptual del artista moderno, quien se desangra entre vórtices extremos —representación o concepción— que recorren el arte desde la herencia helénica, y, atravesando la Edad Media, llegan a una Modernidad desgarrada. Este íntimo desgarramiento, sin dejar de ser eminentemente histórico, alude a un modo distinto de sensibilidad que ha transformado al antiguo espacio de la representación artística en un lugar obscuramente simbólico que proyecta en sí mismo la antigua herencia católico-medieval. Entre tanto, frente a la crisis de valores que padecen en la actualidad las sociedades cristianizadas, el artista realiza equilibrios sobre el filo de dos dimensiones sólo en apariencia contrapuestas: “sensibilidad-razón” o “sensualidad-locura”. No obstante, observa en el párrafo siguiente el pintor ruso Wassily Kandinsky, como si quisiera salvar al creador por medio de la noción de la verdad del sentido en la obra de arte, de ese supremo afán de fragmentación y desbarajuste al que parece condenarlo una zona de la Modernidad todavía a obscuras, que pretende desarticular toda experiencia histórica, enfatizando sus puntos de máxima discontinuidad y ruptura, que la convierten en hilacha donde todo discurso moral agoniza:

Todos los objetos, sin reservas, creados por la naturaleza, o por el hombre, emiten un sentido. (...) Constantemente estamos en contacto con esas emanaciones psicológicas.

Lo primero que hace notar la relación con aquellos objetos de la conciencia, que el artista transformará en algún momento en objetos de arte, es que cada objeto porta consigo la inscripción que ha dejado grabada en él, de modo indeleble, nuestra interioridad psicológica. Valorada desde ese ángulo, toda la naturaleza está cargada de sentido, abrumada incluso por una teleología que la recorre en su conjunto de punta a cabo. Cuando el “profeta” del conceptualismo estético, Marcel Duchamp, aseveró —no es textual—que “arte es todo aquello que el artista ha decidido que lo sea”, lo que estaba haciendo era causa común con “la intencionalidad de la mirada” que ya prescribiera el pintor ruso —también desde su lugar lo hizo Lezama— en los albores de la Modernidad artística, y bien pudiera definirse como ese estado de gracia que permite percibir el ritmo interno de cada cosa en particular; asistir al tenue efluvio que emana de nuestra psicología para impregnar a todos los seres por igual.

La verdad del arte se encuentra contenida en la historia personal del artista, y su compleja realidad es una destilación de su propia condición —de la condición humana. Casi podríamos afirmar que, con el arte moderno, hemos venido asistiendo a un progresivo proceso de medievalización del pensamiento. No es por eso casual que el joven Joyce se remonte a Santo Tomás de Aquino a la hora de definir la belleza, no es tampoco casual que Kandinsky nos hable de la ley “de la necesidad interior” para referirse a la verdad del artista, opuesta a la verdad factual del mundo y defender, desde ese postulado, el arte abstracto frente a toda representación estrictamente figurativa. Mucho menos resulta contingente la glosa que sobre su propia obra pictórica hiciera también, en la Rusia de la época dorada del socialismo, Kazimir Malévich: “Las claves del Suprematismo me están llevando a descubrir cosas fuera del conocimiento. Mis nuevos cuadros no sólo pertenecen al mundo”. Pareciera que son “las verdades medievales del alma” las que comenzaron a hablar por labios del conceptualismo estético, en su muy consciente abandono del primado de la realización —la antigua maestría artesanal—, en pos del primado de la concepción —de la ideación.

Pero si los teólogos medievales postulaban que el ser de las cosas era una atribución de Dios, Heidegger, un contemporáneo, nos afirma que al ser, quien lo instaura a través de la Palabra, es el poeta. De lo que se desprende que la circunstancia cardinal del hombre es ontológica, en cuanto poética. Y la Poesía sería la inevitable Morada del ser y su palabra, sin poder abandonarla a riesgo de su propia condición. No obstante, aquello que los artistas llaman el momento numínico, como ese instante privilegiado en que el hombre aprehende una imagen, para hacer desde ella verificable el misterio del nacimiento del arte, tiene su inevitable localización en un tiempo que podríamos considerar como fundamentalmente histórico. Pues este carácter de la Palabra, que se halla condicionada por la práctica y el interés específico de los hombres reunidos en sociedad, es el prerrequisito indispensable que hace factible la constitución siempre problemática de la historia. Heidegger nos abunda sobre ese contenido inmediato que encierra la poesía:

La esencia de la poesía debe ser concebida por la esencia del lenguaje. Pero en segundo lugar se puso en claro que la poesía, el nombrar que instaura el ser y la esencia de las cosas, no es un decir caprichoso, sino aquel por el que se hace público todo cuanto después hablamos y tratamos en el lenguaje cotidiano. Por lo tanto, la poesía no toma el lenguaje como un material ya existente, sino que la poesía misma hace posible el lenguaje. (...) La poesía es (así) el lenguaje primitivo de un pueblo histórico. (Y ese) lenguaje primitivo es la poesía como instauración del ser.

Obviamente, si la esencia del lenguaje, como explicita el antiguo catedrático de Friburgo, es privativamente sociohistórica, la esencia de la poesía, al ser la del lenguaje, alcanza en la historia su residencia natural. Luego, el orden de la poesía es consubstancial al orden y al sentido de aquélla. Lezama, por su parte, concibió el acto poético —léase la imagen— por su capacidad de penetración en el cuerpo poroso de lo histórico, como es cierto que ese contrapunteo fundamental, fue para el poeta motivo suficiente que le impidió apartarse, a la hora de atender la creación estética, de la reflexión y la inspiración histórica. Por tanto, intentemos una interrogación de mayor alcance: ¿es la poesía la que le entrega a la historia su orden constitutivo? Si la poesía, como propone Heidegger, se identifica con el lenguaje originario, patrimonio de la comunidad original, no vemos por qué no podría aplicarse a la filosofía de la historia, el desarrollo conceptual de la intuición lezamiana de la imagen. Aunque para ello habría que indagar por un específico significado que no ha sido dilucidado en el texto:

¿Qué es propiamente la imagen?  

Para esclarecer este concepto tendrían que ser examinadas las relaciones a las que concurren imagen y poesía. No debe ser aceptada la excusa de que la diferencia entre ambos términos ha sido retórica, o de que los dos vocablos reflejan, con sus particulares matices, iguales circunstancias, correlativas al ámbito propio de la poesía. De hecho, Heidegger fue pródigo en su insistencia en distinguir el arte poético como Arte Mayor, puesto que le confiere al lenguaje una capacidad ontológica. Entonces, si la poesía es el núcleo generador de lo histórico, y toda experiencia cultural empieza desde ella, ¿qué otra cosa sería la imagen, aparte de ser el resultado cristalizado del “pensar y el sentir” metafóricos? O sea, si comenzamos admitiendo que en la imagen reside la esencia de la expresión poética, ¿no tendríamos que aceptar también, que, evidentemente, es en la percepción inmediata donde primero se verifica su presencia antes de convertirse en instancia poética? A no ser que la percepción que nos ofrece su conocimiento objetivo fuese ya en sí una construcción metafórica...

Lo que sabemos sobre el conocimiento, al menos en la extensa línea que va de Platón a Kant, es que no es posible percepción sin apercepción. O, para decirlo con Kant, porque hay una precondición subjetiva del conocimiento es que son posibles los objetos del conocimiento. Es decir, sabemos que no es posible recepción cognitiva de la imagen sin claridad intuitiva que la configure y le entregue una forma definida; “su objetiva patencia”. Por eso es que provisionalmente deberíamos acceder a que la imagen sea idea, en el mismo sentido en que podemos condescender que es tropo, figura poética, aun cuando se nos ofrezca limpia y sin ribetes en el campo abierto de la percepción. De esta manera, las relaciones a las que concurren imagen y poesía denuncian un estrecho maridaje, en el que aquélla, antes de ser tropo, se nos ofrece como la pura expresión de una poética de la realidad colocada más allá de todas las palabras. Por eso es que sabemos de un lugar primordial en el que la imagen es muda, y donde el Poeta se siente superado por una contemplación que absolutamente lo desborda. Y es que para entender a cabalidad el papel que juega la imagen en la cultura, tendríamos que reconocer su doble y aleatoria situación respecto al hombre: la encontramos localizada en el lenguaje, como la figura en la que se realiza la expresión poética, y la localizamos además en la realidad, donde aparece la radical singularidad de su percepción. Aunque de una manera tan insólita, como si percepción y concepción se entrelazaran en una unidad indisoluble: aquello que sentimos, decimos y pensamos, y lo que es en sí la realidad del mundo.

Hay una frase de Blas Pascal de la que, me afirman, Lezama gustaba citar mal, y que el ocio de mis días me impide ir a consultar; yo tampoco la recuerdo bien: “Porque la verdadera naturaleza se ha perdido, todo puede ser naturaleza. Nosotros —¿corregía Lezama?— hemos decidido colocar en su lugar la imagen”. Luego, ¿valdría decir que la imagen es el mundo trasmutado por la más extrema experiencia poética? ¿La piedra filosofal, “el Opus luminoso”, destinado a restablecer el vínculo perdido entre la creación pura y la esencia original de las cosas? Mas la imagen, al negarse a definir completamente, amenaza con extender su significado más allá de los estrechos linderos que bordean la subjetiva “Morada del hombre”. Cuando Lezama se aventuró en su búsqueda, era porque habíamos llegado a un punto de la cultura en que se hallaba irremisiblemente extraviada. La imagen se encontraba oculta en los arcanos anales de un pensamiento y una visión originales; es entonces tarea exclusiva del Poeta devolverla a los hombres...

 

Cuatro

Cuando Odiseo bajó a los infiernos buscando la sombra de Tiresias, para que le revelase el camino de regreso a su patria, el héroe ignoraba que su madre estaba muerta; esa amarga conciencia le llega con la imagen pavorosa de su sombra bebiendo sangre antes de poder acercarse a su hijo. “Todavía no fuiste a Ítaca ni viste a tu esposa en tu morada”, le reprueba desde el primer instante, para finalmente instar: “Retorna lo antes posible a la luz y conserva la memoria de todas estas cosas, para que después, en tu palacio, puedas referirlas a tu consorte”. La madre no sólo le exige que regrese pronto a la luz, sino que regrese a la luz junto a su esposa. Pero le advierte esencialmente algo más: que conserve la memoria. De esta manera, Penélope se convierte en la figura nemotécnica, invocada por Anticlea, que conducirá a Odiseo fuera del averno y en camino a Ítaca. Si leemos con atención el Canto XI de La Odisea, no es Tiresias, es la madre del vencedor de Ilión quien posee la sabiduría del regreso.

Odiseo, al adentrarse en los infiernos, sufrió la condición de todo viajero que se aventura en esas vastas regiones imaginarias, al verse obligado a sumergirse en las obscuras aguas de Leteo: la pérdida de la memoria, que no sólo le haría olvidar lo que allí contempló, sino que lo incapacitaría para el retorno, puesto que no podría relatar con palabras humanas semejante experiencia. La intencional invocación de Penélope lo que hace es provocar el acto de la reminiscencia, debido a que ésta nos induce a localizar, en el interior adormecido de nuestra conciencia, una imagen que pertenece al mundo, que es del todo constitutiva, precisamos, de la realidad del mundo. O sea, lo que hay en Penélope, y en Ítaca, de consubstancial al héroe, y que Anticlea no ignora, es un conocimiento que su hijo comparte con el resto de los hombres. Pues a quien está realmente invocando la madre de Odiseo en esos inciertos páramos es a Mnemosina, prefiguración mitológica de la memoria. Hija del Cielo y la Tierra —Cronos y Gea—, Mnemosina es la madre de las Nueve Musas y, con ellas, de la creación en su acepción más universal. Y esto no puede ser obra del azar, la diosa es el obligado recurso al que debe acudir todo viajero infernal si aspira a salvarse, ya que su máximo significado salvífico es el de la imaginación creativa.

Existe, de esta manera, una imagen primigenia enquistada en el corazón del subconsciente, que pone en evidencia que la experiencia infernal es la experiencia por excelencia del artista, quien denuncia, en su propio desarreglo, el desarreglo del mundo, mientras intenta comunicarnos lo que sólo un conocimiento como ese pudiera expresar: alcanzar una imagen de tan sublime condición que no sólo sería el fruto de un acto supremo de la imaginación, sino que fuera completamente afín a la verdad del mundo.

Existe otro raro lugar de la literatura universal donde fueron invocadas “Las Madres” como recurso de supremo misterio: el Fausto de Goethe. No sé si en esa mención lo que gravita sobre nosotros es la posibilidad intertextual de descubrir un pasaje, que del infierno ilustrado del gran poeta alemán nos condujera a las prefiguraciones infernales de Homero. Lo cierto es que Fausto exclama al invocarlas: “Las conjuro, oh Madres que imperan en lo infinito, siempre solitarias con la cabeza ceñida de imágenes de la vida”. Siempre me ha llamado sobremanera la atención que Goethe hubiera omitido la escena en que Fausto debió llegar al infierno en busca de Elena; imagen suprema de la cultura clásica —de la misma manera que Odiseo emerge de él en busca de Penélope; suprema imagen arcaica—, a pesar de que el poeta le comentara ese propósito a su discípulo y amigo más íntimo, Eckermann. Todo parece indicar que las imágenes que Goethe allí contempló, eran de tanta intensidad dramática —la noche plutónica sobre la tierra abrasada— que no le fue posible narrarlas. Y es que quizás hay un momento capital de la cultura —Homero... Dante, Goethe— en que aquello que el Poeta vio fue absolutamente superior a cuanto dijo. Porque lo desplaza. Esto tal vez explicaría el silencio de Goethe y la completa ubicuidad de Homero.

La imagen, al desplazar a la palabra por su mudez esencial, nos propone un vínculo tan directo con la realidad que aquella sustitución de la naturaleza por la imagen, de la que hablaron Pascal y Lezama, ya no se nos muestra como sustitución, sino como instauración del mundo verdadero. Ese lugar de auténtico conocimiento donde confluirían, como en un manso arroyo en la alta serranía, naturaleza y verdad; palabra y vida. Pero, ¿cuál es el cometido sapiencial de este conocimiento?

Quizás hacernos capaces de ser semejantes a nosotros mismos, restableciendo, ontológicamente, nuestra identidad extraviada, omitida, prohibida; ocasión que al poeta se le ofrece al verse arrojado a una desértica extensión donde no puede haber abrigo ni sosiego, y donde intentará la temeraria empresa de lograr una imagen última, un conocimiento definitivo. Sin embargo, ¿por qué nos afirma Lezama, en las primeras páginas de La cantidad hechizada, que la identidad es en la extensión como “el árbol para el rayo”, en una alocución que nos trae de vueltas al Heidegger de “el ser nace para la muerte”? Se comprenden luego, en toda su crudeza, las quejas bíblicas de Job, enfermo y ciego, ante un Dios que, negándoles a los hombres toda bienaventuranza, desencadena el horror de la causalidad más absoluta, haciendo llover sobre el desierto “donde no crece poro vegetal”. No obstante, insistamos, ¿cuál es esa región, imperativamente invocada por el poeta, donde la imagen es “una impulsión, la impulsión una penetración, la penetración una esencia..?”. Sólo en esa caliginosa región las angustiosas preguntas de Job alcanzarían respuesta: después de la lluvia crecerá el árbol, de él “se descolgará el hombre” que creará “la sobreabundancia de los alimentos...”. Es ahora Moisés contemplando arder el montecillo de zarzas, yendo al encuentro de una imagen en la que se muestra una identidad inmensurable, aunque singularmente le ofrece un camino; un camino histórico que recorrer junto a los suyos, un pobre pueblo nómada del desierto.

El Sáhara es la desértica extensión por antonomasia, el espacio aún increado, el descampado en la tórrida planicie, si bien el único lugar, en su terrible vaciamiento, donde le es permitido surgir a la historia como la más extrema experiencia poética. Porque, cuando un hombre es arrojado a la inclemente soledad del desierto, lo que primero debe aprender es que, desde ese mismo instante, el desierto estará habitado, y que allí, si persiste, encontrará una imagen. Como dijo el poeta, él va allí a dejar sus inscripciones en la piedra, desde la cual será levantada, algún día, una nueva Ciudad para los seres humanos. Porque la imagen que un hombre verdadero está destinado a contemplar en el desierto, pertenece por derecho a todos los hombres. Él fue allí para eso. O es su terrible carencia, su desarraigo (des)comunal, lo que le hace allí implorarla; merecerla. De seguro la encontrará, ya que cada piedra en su fulguración última —Nietzsche—, lo es.

Miremos finalmente lo que nos dice Lezama en “La pintura y la poesía en Cuba”, cuando nos trae a la memoria las sucesivas muertes decimonónicas de los poetas Julián del Casal y Juana Borrero, para insertarlos en una representación fabulosa que tiene como retablo el óleo “La siesta”, la más memorable pieza del pintor santiaguero, Guillermo Collazo:

Julián del Casal entrega en la guardarropía su capuchón de naipe marcado y se dirige a la casa del pintor Collazo. Se acerca con delectación a uno de los lienzos. Sobre una alta silla de mimbre, dama con igual palidez que Rosita Aldama, sentada, nos parece, de espalda al paisaje. Voluptuosamente su mirada juega por la terraza, palmerales de jardinería cercanos al mar. En el centro un jarrón alza en triunfo un monstruosillo terrestre ansioso de caminar dentro del mar como el caracol: la piña con su cabellera de ondina tropical. Fuerza la mirada: ¿qué es lo que ve? Ya Casal está muerto, pero vuelve a mirar y entonces ve a Juana Borrero pocos días antes de su muerte...

A lo que el poeta a todas luces alude, no sin fruición, es a esas relaciones capitales a las que confluyen poesía y pintura, y que se repiten de un modo sistémico en la historia. Inquietantes proximidades sobre las cuales se establecen a menudo las más fértiles experiencias del arte. Aunque en esa antigua cofradía haya todavía algo increado, como un lenguaje que no acaba de retener su configuración decisiva. Pero, ¿qué es lo que ve Casal en la tela de su amigo, el pintor? ¿Una dama que dormita junto al mar en su mansión señorial, reclinada en un sillón de mimbre sobre un amplio piso de hojas secas? ¿La última visión de nuestra burguesía histórica arrellanada en la bella tela de su sensibilidad, abrigada de la intemperie bajo la brisa ondulante del mar? Ignoro si Heidegger se detuvo alguna vez ante esa íntima condición de la expresión poética que se esfuerza por delatar nuestra más impúdica y lastimosa verdad, pero hay seres que tienen un modo tan extraordinario de entrar en la muerte, que terminan dejándonos su imagen. Pues cuando un poeta sabe que va a morir, sólo le queda ensayar su imagen como última posibilidad. ¿Qué es lo que ve mi generación dirigiendo las miradas hacia la enroscada piña y el alto palmeral, descritos por Lezama, contemplados por última vez por Casal, y pintados por Collazo? Continúa batiendo la brisa que dispersa las hojas secas de un otoño legendario, mas la vieja mansión está vacía. Entre tanto, se repiten los ciclos milenarios del conocimiento, las consabidas amistades entre poetas y pintores, como el antiguo y viril sueño de la sensibilidad americana... ¿Qué es lo que vemos? ¿Una distinta concepción de lo histórico que quisiera operar mediante una suerte de máximas integraciones? ¿La función creadora que pueden llegar a alcanzar los conceptos y que lo puramente estético no existe, puesto que la realidad socio integradora de la imagen se vehicula con gracia con la función insobornable del artista? Contemplamos la necesidad de acabar con el significado abstracto de la historia, para instalar en ella el acto plural y vivo de la existencia. Vemos a Lezama días antes de su muerte, en el umbral de su casa acariciando al tigre blanco de los grandes imagineros; recordándonos que no existen áreas de desolación que no puedan ser colmadas por la amistad, la imagen y la poesía. Porque cuando un hombre se ve arrojado por su vida a la soledad siempre inmerecida del desierto, lo único que puede hacer es acuclillarse sobre la arena, asir una piedra y rasgar en ella sus inscripciones. De aquellos lejanos años 80, hermosamente humanos, y del amigo, el poeta Ángel Escobar (1957-1997) son estos versos, que, a la manera de una notable inscripción, él dejó para todos nosotros:

Mi palabra requiere tu vigilia y tu sueño / mi palabra eres tú: No te ocultes ni cejes / no transijas —busca en el fondo de ti el agua / la música— todo es prolijo y grande / pero no más que tú / Ven; besa mis labios / Vamos / esta es la alianza, y es / todo lo que buscabas.

Este trabajo fue publicado previamente en la revista Destiempos, Nº 33, noviembre-diciembre de 2011.