Letras
Dos cuentos

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El escritor

Mientras escribo, las letras en la computadora bailan frente a mis ojos. Y es que ya son las cuatro de la mañana y no logro articular una sola frase buena. Mi mayor sueño es que me lean (las personas, no las letras) pero, ¿cómo diablos lograré mi fantasía si no me sale nada? Lo pienso y lo pienso y lo vuelvo a pensar. Bien. Respiro armoniosamente, con ritmo, me siento con la espalda derecha frente a la pantalla. Dejo que mis dedos se deslicen sobre el teclado como el cuerpo de la mujer amada. De la mujer deseada. De la mujer que se me antoja. De la vecina. No, no. Concentración ante todo... y disciplina. Sí, disciplina, muy necesaria. La pared está cuarteada, no me había fijado y el color es muy chillón y llamativo, es hora de cambiarlo. El texto. A ver, pensemos todos juntos (dedos, corazón y mente). ¿Qué se nos ocurre? ¡Claro! ¿Cómo fui tan tonto? ¡Una historia de amor! Las letritas en la pantalla tipo Times New Roman tamaño doce forman hileras, bailan de nuevo y se carcajean de mí. Malditas. Las odio. Cambio el tipo de letra. Esto está mejor. Hace frío, creo que iré por una chamarra. ¿La negra? Sí, esa está bien. Estos zapatos son incómodos. ¿Quién se pone zapatos para escribir? ¡Bueno! Los grandes escritores tienen sus mañas. Y yo seré un gran escritor. Mi nombre se encenderá en las grandes librerías y cuando saque algún título nuevo, la gente se arremolinará frente a mí para pedir mi autógrafo. La imbécil de mi ex esposa estará entre mis fans. La veo pidiendo perdón por no haber creído en mí, y yo por supuesto que no le autografiaré su libro. O tal vez sí. Claro, el típico “cachetada con guante blanco”. A escribir. Me está venciendo el sueño. Las letras frente a mí formaron una comunidad. Ahora tienen líderes que saltan más allá de la hoja de Word y me pican la frente como pulgas. La tinta me mancha la cara. Se mete a mis ojos, no puedo ver, la pantalla frente a mí cada vez es más oscura. Las letras se meten a mi nariz, no respiro. Me caigo de la silla. Están en mi boca, en mi garganta, en mis pulmones...

Las letras se duermen en mi cuerpo y dejan de soñarme...

 

Entras a otra librería

Entras a otra librería. ¿Cuánto tiempo tienes buscando ese ejemplar? ¿Meses? No pierdes la esperanza. Quizá en esta sí... y no. Sales decepcionado. Ya no te interesa ver más libros, que te ofrezcan algunos “parecidos”. Esos vendedores no saben nada, te desesperan, te dan ganas de agitarlos por los hombros y gritar en su cara que ese no es el libro que estás buscando. Te duele la cabeza. Desde que lo viste en manos de otro amigo —quien, por cierto, nunca quiso prestártelo— te obsesionaste con él. Dejaste de lado el montón que tenías que leer para la universidad, o las novelas que te compraste hace tiempo y que son las únicas que aguardan tu llegada por las noches, como mujeres fieles. No, ya las olvidaste.

Hace frío, te ajustas la raquítica chamarra a tu cuerpo. Me voy a enfermar, piensas. Comienza a llover, corres, luego, ya empapado, caminas despacio. Cruzas la avenida, te fijas en los restaurantes, las tiendas, casas... hasta que en medio de dos construcciones viejas resalta una pequeña puerta de madera con un letrero igual de pequeño sobre ella. Jamás habías visto esa librería, pero sabes que eres un distraído, fácilmente pudiste pasar muchas veces por ahí y no fijarte. Cruzas de nuevo, empujas la puerta y abre. Lo primero que vez es un pasillo azul iluminado, repleto de fotografías sepia en las paredes. Las miras, no sabes por qué, pero las saboreas familiares. Llegas a una estancia cuadrada, con las paredes vacías y un libro único sobre una mesa justo en medio de la nada. Qué fiasco, dices en voz alta. Por curiosidad te acercas, tus ojos casi se salen de sus órbitas, lo levantas con miedo, con amor, deseo. Es el libro que estabas buscando, empaquetado con un plástico suave, y un precio ridículo en la cuarta de forros. No lo notas, pero las paredes comienzan a encerrarte. Es tan barato, que incluso te alcanzará para ir a tomar un café en alguno de esos lugares que pasaste, mirar la lluvia, abrir ese libro, comenzarlo a leer mientras miras de reojo, con un poco de lástima, a aquellos mortales que caminan abandonados por la calle, que jamás tendrán lo que desean. En cambio tú, tendrás todo en tus manos. Sí, no lo piensas, lo tomas y buscas alguna otra puerta que te lleve a la caja para pagar, algún empleado, nada. Regresas al pasillo ante el lamento de las paredes y, justo en la entrada, hallas a esta niña que cuando habla, tiene la voz de adulto. Preguntas por el dueño, por algún empleado, por... ¿Lo va a pagar o no? Pregunta mascando chicle y encendiendo un puro. Sí, claro. Le das el dinero y sales. El aire que juega en tu rostro es intoxicante, como si allá adentro hubiera sido más puro. Caminas dos pasos y te detienes, quizá tengan otro librero que no viste, quizá encuentres ese otro que prestaste y jamás te devolvieron. Regresas, la puerta está atascada, la empujas y entras. Una vez más el pasillo, la estancia cuadrada, la mesa y tu libro. Sí, es el que necesitabas. Miras a todos lados, ¿será una broma? El precio es igual de bajo que el anterior. Sonríes y mantienes esa sonrisa pintada en tu rostro cuando le vuelves a pagar a la niña, mientras sales y cuando degustas ese delicioso café caliente, con tus dos ejemplares en la mesa, sentados frente a ti. Te dan ganas de conversar con ellos. Supones que los demás te verán extraño, así que no lo haces, pero cuando te llevan la segunda taza de café, ya murmuras que los amas. No sabes por cuál empezar, los hojeas, estás tentado a leer el final del primero. No puedes dejar de pensar en aquella tienda. Miras el reloj, ¡qué tarde se ha hecho! Corres a la facultad. Mañana hay examen, además no has terminado el trabajo de historia y...

Son las cuatro de la mañana, continúas frente a la pantalla de este monitor que te da vergüenza por viejo. No has escrito nada bueno, desde el primer renglón, es una basura. La librería, ¿quién será el dueño? No, tienes que acabar esto. Lo relees, sí, tu texto es asqueroso. ¿Abrirán en la madrugada? Qué hambre hace, sed, frío, sueño. ¿Cómo le harán para conseguir estos libros? Entras a la red, buscas si existe algún registro de aquel lugar y nada. Te desesperas.

Sientes frío en los pies y claramente la lengua de alguien lamiendo tus plantas. La humedad de una lengua recorre tus dedos. Saltas, miras debajo del sillón, detrás, en la cocina. Estás solo.

Cinco de la mañana, en tres horas verás cómo te reprueban, y si ya no pasaste, ¿para qué seguir con esto? Apagas la computadora. Tratas de dormir. Los libros que compraste reposan junto a ti. Suspiras. Te sientes asfixiado.

Un sonido te despierta. Moscos. Te cubres con las cobijas hasta la cabeza, pero el calor y el interminable zumbido te hacen levantarse de un salto y, temblando entre dormido y despierto, prendes la luz. Un estremecimiento te recorre desde los pies cuando ves el foco: decenas de insectos volando alrededor, moscos, mariposas negras y palomillas, todas en un ansioso batir de alas, estrellándose en la pared, contra tu pijama, escondiéndose entre tus libros viejos, debajo de la cama, precipitándose hacia la ventana cerrada. Con una ansiedad que no habías conocido antes te cubres el rostro, abres la ventana y comienzas a matar insectos con un zapato. Uno tras otro caen, se embarran en el techo, en las sábanas, se derrumbaron sobre tu cara. Al final, toda tu habitación quedó tapizada. Todavía con la mano temblando, te colocas la misma ropa que habías usado en el día y sales retrocediendo. Cuando respiras el aire fresco, comienzas a temblar de nuevo. Hubieras bajado tus cigarros. Maldito frío.

Tienes que regresar.

En el camino te topas con un policía en bicicleta haciendo sonar su silbato como si con eso los ladrones se asustaran, una tienda 24 horas abierta con olor a cerveza en la banqueta, algunos autos perdidos con las luces que parpadean teniendo sueño.

Ahí está. Te muerdes los labios, te daría pena tocar y que nadie abra, o peor aun, despertar al que viva en el piso superior. La puerta está abierta, deja ver las fotografías. La madera cruje cuando la pisas, la humedad hace de las suyas con la casa vieja. Te da lástima. La habitación azul está vacía, no hay nada sobre la mesa. Te decepcionas. Sales, no hay cajera en la entrada. Si alguien escribiera un libro sobre mí, mi personaje sería un perdedor, piensas. Comienzas a imaginar la historia en tu cabeza. Le cambiarías muchas cosas a la realidad. Te sientes perdido, regresar, ¿para qué?, decides esperar a la empleada sentada en la acera, hasta que te diga de dónde importaron aquellos ejemplares. De repente, recuerdas que tu hermano vendrá de visita. Qué flojera. Entretenerlo con algo, ¿pero qué? Evocas los libros infantiles con los que tu padre los distraía. Quizá si reconsiguieras algo así, divertido, largo, para que te deje en paz la semana. Con dibujos. ¿Cuántos años le llevas de diferencia? No importa porque los años son efímeros cuando lo escuchas hablar más adulto que tú, ves el rostro de orgullo de tu padre, la sonrisa de tu madre que esconde un “ojalá fueras como tu hermano de siete años, pero mira la edad que tienes y sigues pensando en...”. Casi sientes la mirada de tu hermanito sobre ti, con esa mezcla de orgullo y lástima mientras masca su chicle de la forma más madura que puede. Crees desear un libro infantil. Tal vez si pruebas entrar de nuevo, no pierdes nada... Lo que más deseas en este momento es ser libro.

En la habitación azul está un ejemplar sobre un pedestal. No tiene dibujos en la portada. Quizá no era lo que tú imaginabas, quizá no era lo que tú querías. Lo abres, y al hacerlo una mariposa negra en forma de polvo sale hacia tus ojos, retrocedes asustado mientras te los frotas. Maldita sea. “Entras a otra librería. ¿Cuánto tiempo tienes buscando ese ejemplar? ¿Meses? No pierdes la esperanza. Quizá en esta sí... y no. Sales decepcionado”. Sonríes. Tu historia es tan común que a cualquiera podría pasarle, hasta en cualquier libro. “Cruzas la avenida, te fijas en los restaurantes, las tiendas, casas... hasta que en medio de dos construcciones viejas resalta una pequeña puerta de madera con un letrero igual de pequeño sobre ella”. Interrumpes la lectura. Te sientes como Bastian en La historia sin fin. Cierras el libro, en la contraportada está el nombre del escritor. Tu nombre. Vaya, tengo un familiar escritor. El sol comienza a colarse por un tragaluz sobre tu cabeza. Lo vas a pagar o no. Escuchas la voz detrás de ti. No traigo dinero. No pensé que estuviera abierto. Lo vas a pagar o no. Guárdamelo y paso por él al rato. Lo vas a pagar o no. Entiende que no traigo... Entonces puedes leerlo aquí, te lo presto.

La niña sale de la estancia fumando un puro. Lo hojeas. La historia es tan parecida a la tuya. No aguantas para leer el final, es tentador. La última página, te saltas las demás, al fin parece que ya te sabes el cuento. “Las puertas de la librería se cierran, él sabe que no saldrá, que será libro que otro vendrá a buscar hasta encontrar su historia. Tratas de cerrar el libro, manchas las páginas con la tinta de tus venas. Respira, respira... no puedes. Exhalas, la página se da vuelta”.