Letras
Marisma

Comparte este contenido con tus amigos

—En esta playa las avientan siempre —dice con tono serio Benigno Bejarano alias “La bizca”, comandante de la Policía Judicial del Estado de Guerrero. Está en lo cierto. Es la cuarta en lo que va del mes, y aún no llegan a la quincena.

Sigue de cuclillas, no puede levantarse con la rapidez en que lo hiciera años atrás. Desde que entró a la policía estatal ha aumentado poco más de 20 kilos, los mismos que hoy le dificultan sostenerse hábil sobre sus regordetas rodillas. Inspecciona lo que ha podido, o lo que ha querido. “Nada puede hacerse”, insiste ahora en tono de fastidio y enseguida añade, “a estas las van a seguir matando y arrojando siempre en el mismo lugar, les queda de paso”.

El cuerpo sobre el que esa mañana dirige la mirada descansa en total abandono sobre el horizonte baldío de una playa. Ya van más de 30 en el mes y todavía nadie se queja ni dice nada. Las circunstancias que los rodean son similares. Mujeres todas, en su mayoría de tez morena clara, cabello de ondulado a lacio, castaño a negro. Casi siempre, menores de 25 años.

Esa mañana, como con las anteriores sucedió, una llamada advirtió en sesudo anonimato de su existencia. Era el pitazo. “Ya saben dónde...”, dijo la voz, y colgó del otro lado del auricular.

Detrás de La bizca, como si fuera algún tipo de aparición en la mitad del desierto, la figura inmóvil de Rodolfo Pérez, policía y hombre de confianza de Benigno. No habla. Se queda quieto cada que encuentran a una nueva “muertita”, mote con el que le ha dado por llamarlas a La bizca. Pareciera que más que policía, Rodolfo fuera un perito. Se agacha hasta el cuerpo, arrodillado, en una actitud más similar a la de un beato que a la de un policía acostumbrado a ver ese y otros cuerpos. La inspección es solemne. Permanece quieto, respeta la dureza del escenario a la que sus ojos se consagran, como si con hacerlo enfrentara un duelo tácito con la maldad hoy mostrada físicamente.

La mujer que está bajo los pies de ambos hombres, como las anteriores, no sobrepasa los 20 años, su cuerpo presenta rastros de violencia sexual, está desnuda de la cintura para abajo. La imagen contradice el escenario de la playa, desértica, lejana, un lugar más del gusto de turistas con pretensiones de exploradores que del gusto popular. Sobre la arena dunas de curvilíneas formas dan cuenta de la presencia de la brisa, el viento constante borra toda presencia humana o no, si en la arena alguien caminó para depositar luego el cuerpo abandonado, hoy es inútil intentar averiguarlo.

La bizca vuelve la mirada al cuerpo, no puede sino pensar en lo inútil que es manejar por 40 minutos para llegar hasta ese lugar, abandonado, sin presencia de establecimientos o casas en un radio de 15 kilómetros y preocuparse por una muerta que a nadie importa. Camina un poco, la arena escarba en sus zapatos, la arena refleja el calor de un sol que incendia todo lo que sus rayos acarician.

Aunque no tiene ánimo en mirar, sigue haciéndolo. El cabello de la mujer luce quemado. Mira las manos, lucen cortadas por algún instrumento fino, una navaja quizá. Los cortes son precisos, jirones de piel se levantan como cáscaras de naranja finamente rallada. A un lado del cuerpo, un pantalón de mezclilla negra y un tenis blanco con franjas color rojo. Parece una niña, lejos los rasgos de una mujer, lejana la violencia, más cerca la ternura con la que la imagen busca familiaridad.

—Mira, ésta estaba bonita —reflexiona La bizca mientras se rasca la entrepierna, está por tener una erección. “Si al menos nos dejaran las chulas, pero no, estos hijos de puta agarran parejo”.

Rodolfo la mira como si la conociera. Al igual que Bejarano, es un hombre mayor, casi de cincuenta años. Está casado aunque por como se lleva desde hace 11 años con su esposa más pareciera que está por divorciarse. Se acerca de nuevo al cadáver. Como si buscara encontrar algo en él, como si éste pudiera decirle algo. Nada. El silencio del desierto es el único ruido que puede escucharse. Desvía la mirada, regresa la vista al mar, sobre la arena, la marisma ha dejado un camino de minúsculas presencias, estrellas de mar, conchas, cangrejos, caracolas. Saca de su cartera una foto bastante desgastada, la misma que saca cada que ve a una de las jóvenes asesinadas. Bejarano, indiferente, nunca se da cuenta de este detalle, tiene prisa siempre por escapar de estos encuentros con la muerte.

Bejarano se sienta en el interior de la camioneta, hace la llamada rutinaria, común en estos casos. El celular tiene el discado programado. Menos de un minuto después, y luego de dar los datos necesarios, enciende el aire acondicionado para mitigar el calor que hierve bajo las suelas de sus zapatos. Rodolfo mira por última vez a la joven, le cierra los ojos: “En ellos ha de estar reflejado el que te asesinó”, piensa. Camina a la suburban, mientras lo hace, guarda de nuevo la foto. Sigue sin hablar.

—Ya vienen, nomás hay que esperar tantito, si la dejamos ahí y alguien la ve, se nos arma —dice Bejarano.

El calor es insoportable. Bejarano se quita los zapatos. El olor de sus pies es parecido a un queso descompuesto, tiene las uñas enterradas y una segunda piel se ha formado en sus talones, producto de los callos. Se recarga sobre el respaldo. A lo lejos, dos camionetas negras llegan. Tres hombres bajan de la primera, dos más de la segunda. Se dividen las tareas. Los tres primeros, sostienen cada uno una pala. Comienzan a escarbar a unos pocos metros de distancia del cuerpo, han elegido terreno firme donde poder enterrar el cuerpo sin que la marisma más tarde lo vuelva a sacar. Entre dos levantan el cuerpo, no ha cumplido el día y ya están por velarla.

Actúan rápido, en menos de 25 minutos han limpiado todo rastro de la joven. La propia playa hace el trabajo final, las huellas de los hombres son borradas por un viento cómplice. Rodolfo no los mira, se voltea siempre que ellos vienen. La bizca es cordial, se vuelve un anfitrión amigable siempre que tiene que llamarlos. Uno de los hombres de la suburban saca un sobre de su pantalón, se lo da a Bejarano.

Como si fuera un secreto, un pitazo, le dice casi en susurro: “Yo que tú, mañana temprano me daba otra vuelta, pero esta vez trae tu propia pala”. En cinco minutos las camionetas desaparecen. Una espesa ráfaga de polvo les envuelve mientras la arena de la playa se los traga. La bizca sube a la suburban. Cuenta los billetes del sobre, reparte la mitad a Rodolfo, que los toma sin contar para guardarlos en la guantera. Bejarano luce tranquilo, ni el calor infernal puede ahora fastidiarlo, tiene plata para calmar la sed en el siguiente bar que se encuentren. Enciende el segundo cigarro, voltea y un poco desesperado del silencio de su acompañante, al fin encuentra el tema para romper la solemnidad: “A propósito, ¿ya apareció tu hija?”.