Letras
La fotografía de Maria Missary

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a María Carolina

Nadie quería que se fuera de la casa, que abandonara el pequeño dormitorio con vista a la plaza y se marchara con sus libros; ahora mojados por una lluvia tan intensa. Después de tanto tiempo pensando en ella (en sus ojos negros y su cintura tan sensual), no quedaba espacio para más divagaciones. Él se veía muy preocupado, y su silueta no era la misma. Aquella altivez del primer día se había desmoronado de pronto, y cada hoja del almanaque pesaba tanto como sus sueños. Los estantes se veían precipitados entre las paredes pálidas, como colgando sus arrebatos e indecisiones, y un lote de cartas donde estaba muy claro que ella no regresaría. La abuela, que siempre tejía en el pasillo, sabía de su dolor y su imprudente soledad. Ella siempre estuvo al tanto de los detalles de su vida; contada de sus propios labios, alrededor de cada comida.

Jacob Fresler apareció por primera vez una noche en el verano de 1983, con una maleta y un periódico en la mano. Se presentó luego de dar unos golpecitos a la puerta. Le esperábamos, por recomendación de un amigo de la ciudad. Tenía —por su aspecto tan expresivo— unos veinte años de edad. Tras breves palabras, pidió un vaso de agua y se quedó en silencio, mirando las columnas de la casa, de un color azul intenso. Luego entró en su habitación, dio las gracias y se encerró; apenas se alcanzaba a escuchar un radio, donde trataba de sintonizar alguna estación local. Llegada la hora de la cena, abrió la puerta y manifestó su deseo de comprar cigarrillos. Caminó a la esquina, evitando un grupo de compadritos y menores que conversaban alrededor de una bicicleta. Después de un rato, regresó; apenas probó un dulce de lechosa preparado por la abuela.

Al cabo de unos días se dedicaba a conversar en la sala, tras cumplir con sus horas de trabajo. Era técnico en imprenta, y se decía que era un artista (aunque nunca ninguno de la casa vio de cerca su destreza en el arte de combinar letras y signos). Nos presentó, en medio de una de las comidas, a un amigo suyo que vino a traerle una noticia que le alegró mucho. Maria Missary, la mujer que amaba con todo su corazón, enviaba un par de cartas y un pequeño pañuelo, aún con rastro de un raro perfume muy lejano. Él se levantó de la mesa y, dando una palmada en el hombro de su compañero, se despidieron. Él se fue a su dormitorio con mucha rapidez. Unos minutos después, salió y se acercó a la pequeña pileta del patio. Desde lejos se veía algo de una humedad contundente en sus ojos. Imaginamos (sin preguntarle nunca la causa) que sus lágrimas de aquella noche fueron el resultado de esas palabras escritas, ignoradas para ese momento por quienes compartíamos la casa.

Al día siguiente no llegó a la hora de costumbre; trajo dulces y más libros. Y abrió un grueso volumen donde se hablaba de cuentos de caballería y del amor. La abuela preguntó si él escribía. Él contestó con una afirmación, dejando en claro que existía un motivo que unía la vida y el acto de escribir. Causando sorpresa entre todos, se refirió a ella, y mostró una foto donde aparecían juntos, erguidos sobre una roca, en una playa casi desierta y de oleajes muy altos. Ella era muy linda, joven; y su figura brillaba de pureza y de sol. Él mencionó —muy desbordado— su manera romántica de soñar, su estilo sincero de conversar, y de lugares lejanos a donde ella partió para fugarse por siempre. Los demás sentían mucho cansancio y él continuaba recordando cosas, anécdotas que parecían inverosímiles. Fue cuando decidieron irse a dormir. Por la parte superior de su puerta escapaba el humo de sus cigarrillos. Casi al amanecer logró alcanzar el sueño.

Un día domingo volvió su compañero y le invitó a caminar por las cercanías del barrio. Se sentaron en una de las tabernas y él le explicó algo que no resultó de su aprobación. Le confesó (aun cuando sospechaba que no comprendería) que ella se había adaptado a otra forma de vida, y que poco a poco su relación sería tan solo un breve recuerdo. Le insistió —y casi le rogó— que leyera sus cartas como una actitud momentánea, como un ejercicio puntual de reflexión. Él observaba y escuchaba, mientras se llenaba de imágenes y palabras, de hechos solitarios que cada día tenían menos vinculaciones con su realidad. Su amigo le pidió un favor, y sugirió que tratara de olvidarla. Él no pudo esconder su desagrado, y advirtió, después de tomar su cerveza de un solo sorbo, que sería una petición casi inaceptable: no lo esperaba, y mucho menos de su mejor amigo. No habló más, hasta que un largo silencio provocó la despedida de ambos. Y pagaron sus tragos, abandonando el lugar en medio de aquel humo casi asfixiante.

Aquella noche él llegó directo a su dormitorio, buscando entre sus papeles aquellas hojas que él no dejaría morir. Estuvo leyéndolas, repasando cada línea escrita por ella, como si fuese el libreto de toda una vida. Se detuvo, en medio de sus repetidas despedidas, de sus manifestaciones de llanto, de esa idea de no poder alcanzar una felicidad absoluta, y de su impotencia frente al paso inevitable del tiempo. Estuvo observando el espacio inmenso de la noche y pienso (aunque no puedo asegurarlo) que sufría de una entrega por las cosas que parecen infinitas. De lejos se veía murmurando, como diciéndose en voz baja algunas palabras para darse un poco de ánimo. Luego se fue a dormir.

La abuela comenzó a notar, después de esa noche, que su aspecto no era el mismo; de su rostro había desaparecido todo rastro de alegría, y aunque era una persona más fácil a cualquier diálogo, se hizo intenso (o muy notorio) su deseo de hablar de ella, casi siempre. Aprovechaba —con un coraje sorprendente— cada parte de la conversación para contar algún detalle de su relación imaginaria. La abuela le escuchaba, no sin asomar sus refranes, como obligándolo a una actitud más realista. Él le dijo una vez que ella era toda su vida. Y la abuela, frunciendo el ceño, creyó que no abandonaría nunca la idea de volver a verla. Le contó que una vez, en un parque, ella le había prometido amor eterno y sincero. Por eso grabaron sus nombres en un árbol, como para dejar constancia de su promesa.

Él se acostumbró, sin darnos cuenta, a sentarse en la cocina mientras preparaban la comida. Le gustaba más la cena, y en medio de la cocción de los platos (un pollo con arroz, que tanto le gustaba), relató el viaje que ella hizo a la India. Se fue a Jaipur y se internó para siempre entre barrios alucinantes, exóticos paisajes. Él la imaginaba libre de sus discusiones, de sus arrebatos estériles, de su locura, desprendida de cualquier sentimiento y costumbre; caminando en algún mercado; rodeada de elefantes, incienso y olores milenarios. Ella se entregaría a una nueva religión. Y él no deseaba que eso ocurriera. Por eso le manifestaba su disgusto cada vez que podía; hasta que ella se marchó sin tomar en cuenta sus palabras. Fue cuando la abuela, apretando cada pieza del pollo amasado con tomillo, quiso decirle que ella lo había olvidado; pero vio sus ojos húmedos y prefirió callar, sin tratar de alterar su entusiasmo tan quijotesco.

Le contó, comiendo frutas, que siempre asistían a una aislada sala de cine, cada domingo, después de caminar por el parque. Y un día, agarrados de la mano, entraron a un café de la calle principal. Ella lo abrazó y le dijo que leería cada una de sus cartas apenas llegasen a sus manos. Él se quedo pensando si esta afirmación no sería un conjunto de palabras para disminuir sus preocupaciones. Se sentaron a un lado de la barra y ella pidió una copa de helado cargado de fresas con mantecado. Le dijo (mirándolo, o tal vez escrutando su rostro), que las buenas relaciones carecen de final: su partida no era una separación, sino un encuentro con un posible destino. Él advirtió en sus ojos, fatigados y redondos, su visible intención de terminar con todo, así como su figura reflejada en un espejo, donde resaltaba su suéter de lana y su cabello desordenado.

—No me acostumbraré —respondió él, con un tono muy bajo. Y luego se dedicó a observar a los otros clientes, como repasando la última escena de una película. Lo delataba el nerviosismo de sus labios.

—No tienes que hacer nada, tan solo esperar mis cartas —dijo ella—. Te escribiré tan pronto como pueda. El tiempo pasa rápido y ni te darás cuenta.

La conversación se extendió mientras ella jugaba con una servilleta. Él se dedicó a recordar sus encuentros, aquellos libros que leyeron juntos, el largo poema que nunca pudo concluir, más otras cosas. Le recordó noches enteras dedicadas a ella, a su pensamiento: escenas de una intimidad que se agitaba en su mente y que no podría detener. La imaginaba (no sin cierto dolor) tomando su equipaje y despidiéndose de todo lo acontecido. Ella le explicó (o al menos trató de hacerle entender) que su amor no era suficiente. Y le participó que se sumergiría en idiomas extraños, antiguos, para borrar su recuerdo. Lloraba y manifestaba, mientras construía extrañas figuras con la servilleta, que sentía un profundo deseo de experimentar algo diferente. Estaba convencida de que un viaje sería su salida a ese otro mundo, a esas otras ilusiones. Y sus celos, rotundos e inoportunos, no le causarían más daño. Los había olvidado. O perdonado.

—¿No regresarás, verdad? —dijo él, mordiendo su cigarrillo—. No entiendo aún tu separación, creía que compartíamos más que las hojas de un libro, un beso o la vida misma.

Ella no contestó.

Esa noche volvieron a una esquina del parque; observó por última vez sus ojos, ahora demasiado cristalinos, como nunca. No entendía esa actitud melancólica; para qué llorar si la decisión estaba tomada. Estaba allí (parada, muda, inalterable) como el mismo miedo que él sentía ahora al advertir, entre sus manos, su pasaporte y su cámara fotográfica. Fue cuando ella apeló a su fortaleza y, aunque comprendería lo inútil de su esfuerzo —le dijo—, prométeme que no vendrás a ver el árbol, que no te esconderás en los recuerdos.

—El mundo es más que un árbol, yo solo te necesito a ti —respondió él.

A la salida se quedó mirando el cielo, como esperando una respuesta salvadora que llegara de aquellos puntos brillantes marcados en la oscuridad de la noche. Ella se acercó y besó sus labios, luego intentó arrancarle una sonrisa. Sin pronunciar palabras, él sintió un frío ligero en su pecho. Casi un mareo, algo que consideró sin importancia. Se despidieron y, en ese mismo momento, él acarició la idea de mudarse, de recoger sus pocas cosas y de protegerse de tantas imágenes bellas que se sucedían como un látigo en su cabeza. No lo pensó mucho, y al día siguiente se trasladó a una pequeña residencia en un lado extremo de la ciudad. Fue cuando llegó a la casa, y nos conmovió a todos con su aspecto sorpresivo y enigmático. La abuela creía que él la adoraba, a su manera tan curiosa y desbordante. Él trajo consigo —desde el primer día— una pequeña biblioteca con raras enciclopedias que hablaban de civilizaciones y religiones muy antiguas; también unos discos de música barroca que acostumbraba a poner cada tarde, mientras se fumaba sus cigarrillos y se dedicaba a ver su fotografía. Bailaba y cantaba solo, sin importarle los otros inquilinos de la casa.

Un día regresó su amigo con una invitación para una obra de teatro. Él salió a la puerta, llevaba una chaqueta negra. Discutieron; se le veía un tanto exaltado. El amigo sacó un manojo de cartas, aunque fue firme en la inutilidad de leerlas; ella se había marchado, no existía razón alguna para continuar con esas lecturas, y conocía otras damas, también muy hermosas. Él se dejó caer sobre un sillón de mimbre ubicado en la antesala. Estaba nervioso, o indeciso. La abuela le acercó un vaso con agua. No entendía nada; apenas suponía que estaba aferrado a una ilusión, una historia de amor imaginaria que había construido con cada fragmento de sus recuerdos. Y eso impulsaba un raro sentimiento de culpabilidad, de desasosiego. Él recordó la última vez que se vieron, y cuando ella llorando le suplicó que no mirara hacia atrás, a esa ola de la vida que tanto disfrutaron y no se repetiría jamás.

Calmado, luego de tomar una pastilla contra el malestar (aunque su padecimiento era del espíritu), decidió acompañar a su amigo. Regresó casi a la madrugada, con un semblante distinto. No cenó. Y, más tarde, no lograba dormir. Por eso extrajo las cartas y comenzó a leerlas de nuevo, esta vez en voz alta. La abuela se despertó y le preparó una taza de té, que acompañó con unos panecillos dulces. Él, colocándose a un lado del fogón, repetía su nombre sin parar. Explicaba que se trataba de una situación inaceptable. La abuela pensó que, en esas condiciones, no había brebaje posible para sanarlo.

—¿Cómo entender que dos seres que tanto se unieron, ahora estén tan lejos, el uno del otro? —dijo a la abuela, mientras daba algunos giros a su taza—. Me cuesta mucho creerlo. Eso es peor que el mismo adiós. Es raro, ¿no le parece?

La abuela lo miró de reojo, mientras ordenaba sus envases donde guardaba el azafrán y la albahaca, que usaba para condimentar la carne. Él preguntó si algún día la olvidaría. Y le mostró cada párrafo subrayado de sus cartas, donde ella le contaba de sus nuevas pasiones y sus nuevas alegrías. Le extrañaba (o le causaba una profunda inquietud), el hecho de que él no aparecía por ningún lado de su escritura; se sentía como un destinatario lejano, sumiso frente a sus experiencias casi irreales. Consideraba que cada línea estaba dirigida a un lector que nada tenía que ver con su vida, o con sus decisiones. Él, sin ella, era otro.

Se inclinó para alcanzar más panecillos, y luego de culminar su lectura habló de la idea de dar un cambio brusco a su vida. Él hablaba de los dos, como si tratase de una unión inseparable, divina. Quería llorar y no podía; los medicamentos que consumía terminaron por alterar sus rasgos más sensibles. Ahora tan solo sabía que, muy en su interior, se presentaban convulsiones; un mundo hermoso que se negaba a desaparecer y una nostalgia que lo arrasaba, aunque lograba sostenerse en pie con vagos recuerdos que venían a su mente: la falda amarilla bordada con trazos azules y morados, su sonrisa sencilla y sus ojos sinceros e inquietos, y como parte final, sus besos como una forma de probar la sustancia de la vida. Llegó a sospechar (como un último recurso para su salvación), que en una relación amorosa verdadera nada se pierde, así que cada beso, abrazo o diálogo son piezas de una experiencia infinita que no pueden contar ni las mismas palabras.

Ahora estaba allí recordando cada detalle, cada escena de ese amor mutuo y profundo. Fue cuando se refirió a sus otros encuentros. Ella le dijo que no sentiría por nadie un sentimiento como el que le daba a él. Ella le advirtió que marcharía en busca de otras ilusiones, y que creía (aunque llegó a titubear, en un largo silencio entre ambos) que marcaría un comienzo y un fin, para siempre. Le habló de su pasión por sucesos inexorables, que en nada se parecían a su amor puro; se debían, más bien, a propósitos definidos por otra realidad. Hablaron acerca de las culturas, de extrañas guerras que se libraban en regiones muy distantes, por hombres y mujeres que soñaban despiertos. Ella cantó, con su vibrante voz, un fragmento de una canción que les gustaba, Adieu cher camarade. Y evocó los pintores de su preferencia, la jalea de mango y la cafetería de siempre. Quedaron de acuerdo en que él leería sus cartas.

El día que ella se marchó, él desconocía la hora y el número de vuelo que la llevaría a Jaipur (esos datos le fueron prohibidos para evitar una alteración del destino). Aunque sin ánimo, se dedicó a vagar por la ciudad, corriendo tras cada detalle y cada una de sus palabras. Comprendió, en medio de aquel silencio que lo consumía, que su ausencia sería una puerta inevitable a la que recurriría muchas veces, como una forma de salvar aquella inspiración que le hacía ver con ojos más optimistas la vida, ahora tan desprovista de acontecimientos que lo sacaran de su parálisis, de ese estado de la memoria donde todo es imposible. Ella, aun en la distancia, era el signo de una posibilidad; de amar, de entregarse a un sueño común, y de comentar aquellos libros leídos que ocultaba celosamente en su biblioteca y que marcaba con severas apreciaciones.

Durante las últimas semanas, la abuela repitió que su mirada no era la misma; se perdía entre sus cartas y libros, parecía como si no deseaba hablar con nadie. El dormitorio, con su figura entregada a una paciencia tan incómoda, se convirtió en casi un sanatorio. Se hizo esquivo, distraído, y la antigua emoción de contar sobre ella fue suplantada por breves paseos en el corredor, dentro de la casa. No solicitó más nunca una taza de té, o los bollitos de carne que devoraba con tanta rapidez. Un día la abuela se dio cuenta de que no se había levantado a desayunar y fue hasta su puerta. Lo encontró acostado, sin parpadear; sobre su mesa de noche había una carta que nunca llegaría a enviar. Allí, con una letra casi ilegible y borrosa, contaba su deseo de buscar sus propias guerras, de una rara inspiración que lo acosaba, y de su decisión de emprender el más largo viaje que puede aventurar cualquier ser humano: un recorrido por su espíritu, del que tal vez no se pueda regresar.

El tiempo ha pasado y no se ve mejoría. Él muy pocas veces se levanta a caminar. Y la abuela se acostumbró a dejarle la comida muy cerca de la cama. Su amigo lo visita, aunque él no escucha. Ella no preguntó más por él, y las pocas cartas no hubo necesidad de leerlas; en una de las mismas, ella dice que todo en esta vida pasa. El amigo está consternado, no sabe cuándo él regresara, pues para este viaje no se necesita equipaje ni boleto. El lugar y la hora es hoy, o mañana, o cualquier otro momento. Ahora el amigo se despide, y nos dice que algún día volverá, tan solo que habrán desaparecido sus recuerdos. Él hablara de ella, aunque él piensa que se fue lejos, para extirpar cada detalle de su relación única, imborrable. La abuela limpia las ollas y prepara una sopa de lentejas con sus toques de orégano, a ver si logra levantar su ánimo. No se sabe cuándo, pero él volverá con sus historias, sus largas tramas que no tienen final.

Jacob Fresler, en apenas un par de meses, se convirtió en un paciente de una extraña y caprichosa indiferencia. Una persona retraída y de muy poco hablar. A veces, cuando la puerta de su cuarto está abierta, se ve con su mirada clavada sobre la ventana, abrazando sus cartas y su fotografía como quien se arroja sobre un crucifijo a una acera de la vida, con la pretensión (o tal vez la seguridad), de recuperar sus labios, el fuego de su voz, con la que se abraza a un plan secreto, para olvidarse de que la escritura, como el alma, tan solo están hechos de recuerdos.