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Henry Miller
Henry Miller en París, en 1931. Fotografía de Brassaï.
Henry Miller
Hijo del caos

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Tenía que aniquilar el mundo
que me había convertido en su víctima.

Henry Miller

Henry Miller vibraba al son del caos. Fue un instrumento desconocido con un sonido potente y peculiar. Agregó a la partitura del siglo XX notas graves en una clave indefinida. La improvisación y el azar articularon su melodía.

Irrumpió en el mundo del arte como un creador iracundo: gritó a todo pulmón, argumentó con fervor y escribió con furia. Descorrió el velo del puritanismo con palabras de anatomía traviesa, capaces de desvestir en público y exhibir humanidades en el desenfreno de instintos primarios.

Completó la fotografía de un siglo que solo quería mostrar a los hermanos ricos y esconder a los primos pobres. Su lógica rebelde desnudó también el fracaso de los sistemas sociales, apenas sostenidos por endebles ideologías y ejércitos rigurosos.

El lenguaje punzante de Miller grabó en el cuerpo de la humanidad el tatuaje de la anarquía. Ese mismo filo hirió de muerte la idea del orden natural que había patentado Occidente. De un tajo cortó las tiras que sostenían el antifaz reversible de socialismo y capitalismo. Y, además, mostró sin recato las debilidades del mundo moderno que presagiaban la decadencia del planeta.

Estrelló sus ideas contra lo establecido con el mismo arrebato que un guerrero lanza munición contra un enemigo omnipresente. Tuvo la ilusión de ver el final con sus propios ojos. Olvidó que las palabras poseen autonomía y operan como bombas con dispositivos de retardo.

Los proyectiles de Miller tuvieron fecha de lanzamiento, apuntaron con precisión al objetivo, pero el detonador no estaba bajo su control.

Si el viejo Miller viviera comprobaría que su mensaje atravesó las defensas de los guardianes del orden. Una sociedad desconcertada recibió con retraso la advertencia. Tal como él lo anticipó, la estructura está por volar en mil pedazos.

Los largos años de censura, la prohibición de sus obras, la imposibilidad de editar sus libros en Estados Unidos, solo prolongaron un poco más las sombras que ocultaron la agonía de la civilización.

Miller actuó con la determinación de un sicario, el valor de un héroe y la tenacidad de un poseído. Descubrió la artificialidad de la estructura y disparó sin dudar. Estaba convencido de su misión y la llevó a cabo con rigor. Justo él, un precursor del desorden.

Al mismo tiempo Miller pagó como víctima. Descubrió la verdad y la propagó. En vez de premio recibió castigo. Cuando le correspondía el reconocimiento resultó ignorado. Los administradores del status quo lo clasificaron como enemigo y demente cuando en verdad actuaba como un guerrero lúcido. La inteligencia tiene recompensa, la franqueza no.

Miller arruinó la máscara de orden que el mundo exhibía en el siglo XX y que tanto esfuerzo costó confeccionar. Por eso lo declararon culpable sin derecho a defensa y sin leer las entrelíneas de sus predicciones.

En estos primeros años del siglo XXI el caos asomó su verdadero rostro y lució terrorífico. Las palabras de Miller apenas siluetearon la pavorosa realidad. Ahora quienes esperan el turno de la ejecución son los mismos que silenciaron al artista. Serán devorados por el monstruo que tanto les costó maquillar.

Silencios, omisiones y una vida azarosa hasta la senectud. Apenas un corto período sin privaciones materiales antes de regresar a la matriz del caos. Así vivió Henry Miller, un hombre corriente de pensamiento brillante. Un profeta con alma de verdugo.