Sala de ensayo
Andar a lo largo de la propia sombra
El tránsito de Alberto Hernández a través de la herencia

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Alberto Hernández

A Alma Clara Áñez

Todo parece escondido, sumergido, las cosas ocupando
su antiguo lugar. Pienso que he crecido.
Acaso me he estirado a lo largo de mi sombra.

Antonia Palacios

Quizás los árboles existen sólo para tramar su sombra a lo largo del suelo. Tal vez todo, absolutamente todo, haya sido dispuesto con ese único propósito: la complicada, imprevisible mecánica del universo, viniendo desde tan lejos, desde ese primer vértigo que a veces llamamos Big Bang, habría compuesto su juego de partículas, de fuerzas en constante tensión, para producir este sol, el único capaz de hacer crecer plantas, arbustos, árboles como verbos verticales, palabras que se despliegan, se pronuncian lentamente, buscando llenar el espacio que de antemano les ha exigido su sombra —esa sombra que llevan desde la semilla, como el recuerdo de algo aún no sucedido. Tal vez la oscuridad sí reconozca sus herencias —a despecho de lo que dice aquel excelente poema de Arturo Gutiérrez Plaza, “Claroscuro”. Puede que la oscuridad sea lo único que traemos, y lo único que nos espera: nuestro único, verdadero legado.

Pero, ¿de qué está hecha esta tiniebla que se nos pega a las plantas de los pies? ¿Por qué nos sigue, como si en vez de ser un mero espacio sin luz, se tratase de la oquedad dejada por nuestro cuerpo al ser recortado de la materia misma de este mundo? Algo en nuestra sombra nos delata, señala nuestro origen: subraya nuestra figura. Teniéndola bajo cada ademán, sosteniendo cada uno de nuestros gestos, somos siempre conscientes de estos miembros, de sus particularidades, de lo que de ellos nos resulta familiar —y sin embargo, de un origen enteramente desconocido. La sombra es entonces una exhortación, o mejor, un mandato, que nos empuja a ser lo que ya somos sin saberlo. La sombra es lo tácito, lo que calla en nuestra memoria.

No es de extrañar, pues, que se viva la sombra como una presencia opresiva —paradójicamente, siendo ella misma ausencia. Un primero gesto es el de la huida, el escape de los límites que la sombra nos obliga a confesar, para retornar a cierta unidimensionalidad edénica, al paraíso del tiempo en suspenso:

Aléjate
de tu sombra:

vuelve al espejo
donde
el tiempo

aquel interior intacto

es vértigo
y espera

Este espejo, que ocupa el centro del poema XV de Nortes, libro de Alberto Hernández, pareciera fungir de entrada a una suerte de espacio intrauterino, un lugar donde lo temporal es interior intacto, previo a toda duración —y, por ende, ajeno a los afanes narrativos de la memoria y a los imperativos que esta historia conlleva. El primer movimiento es de huida, dije unas líneas más arriba, pero pronto se constata cómo esa fuga es imposible. Y lo es desde el mismo instante en que se hace patente el deseo de escapar, cuya formulación ya delata la participación de quien habla en un orden temporal —en una cadena de acontecimientos, en un rosario de recuerdos. Con ello se reconoce, implícitamente, una deuda con aquello que se ha recibido.

Pues no hay tal cosa como una memoria sin herencia. Desde el momento mismo en que adquirimos competencia lingüística en el seno de una lengua, nos hacemos depositarios del destino de millones de seres humanos, de sus actos, emociones, pensamientos; de todo lo que, pasando por ellos, contribuyó a tallar ese idioma que aprendimos a hablar cuando todo en nosotros era grito. Es ella la que nos crea de antemano, antes de que hayamos sido concebidos. Y es ella la que sabrá conservar algo de nosotros luego de nuestra desaparición física —pues la memoria del lenguaje es nuestro único réquiem posible.

No hay nada para el ser humano que sea previo al contacto con la lengua: sus ritmos y cadencias incluso percuten en el seno materno. Podría decirse, sin menoscabo, que la lengua es el grado cero de la herencia. Es ella, entonces, la que provee a nuestra sombra de su primera profundidad, la que nos inicia en el contacto con lo (O)tro, la que nos arranca de la unidimensionalidad. Gracias a ella entendemos, no sólo que hay una sombra que nos habita, como escribiría en algún momento Miguel Marcotrigiano, sino que además hay una sombra bajo cada forma de existencia: el recuerdo que las sostiene, sin el cual no serían posibles: el recuerdo que les hace tejer el sol, el centro enceguecedor de la lengua. “Bajo el sol respiramos la sombra, la que se oculta dentro de todos. La que el poema hilvana lentamente, se acomoda a los sonidos, a los gustos por el fondo de su intemperie”, dice Hernández en uno de los fragmentos de “El sol que nos mitiga”, apartado perteneciente al libro de aforismos y breves ensayos titulado Poética del desatino.

Esta mirada que descubre ubicua a la sombra, también sabe hallar la respuesta a un interrogante inmediato, apremiante: ¿qué hacer con ella? Pregunta que se desdobla, pues se trata en realidad de qué hacer con ella como materia prima, por un lado, y qué hacer con ella como perenne compañía, por el otro. Y la respuesta que se da Hernández abarca el sentido bifronte de esta duda: hay que volver poema a la sombra. Hacerle un lugar en los vocablos, donde se revele lo que en ella hay de desalojo, de signo inequívoco de este haber caído en el mundo. Dar a esa sombra que es la lengua, con todo lo que ella contiene de vivencias propias y ajenas, la forma escogida, irremplazable, del texto poético.

Esto que Hernández se dice, nos dice, en su breve texto en prosa, no es simplemente la réplica que da a la sombra; antes bien, es una declaración de principios. Poblar el espacio de la propia voz con la sombra multiplicada de la herencia será un oficio al que Hernández se dedicará con un fervor inusitado, entablando en cada libro un diálogo sinuoso con ella.

Un diálogo, habría que acotar, no exento de vaivenes. La indagación en aquello que hemos recibido del pasado siempre conlleva una ardua tarea de selección: asir la memoria que nos ha sido dada también implica hacer propios los olvidos que la acompañan, perdiéndole los pasos. Así nos lo deja saber Hernández con una llaneza repleta de sorna seria, en el poema “Arte de olvido”, alojado en el libro Ejercicios para la ironía:

Liviano, el olvido nos acusa, nos apunta con el dedo de fusilar
y caemos pesadamente.
La recuperación es lenta, pero si logramos sobrevivir
alternamos con la memoria.

El olvido es el contrapunto necesario de la memoria; uno y otro, aferrados, se sostienen entre sí. Luego de que superamos el primer embate del olvido, el impulso de alejarnos de nuestra sombra, sólo nos resta alternar entre él y los recuerdos. Pero en este texto hay, paralelo a una exploración en torno a la conservación y la pérdida, un planteamiento sobre la herencia que, sucintamente, la dibuja en términos de muerte y supervivencia. A ello volveré en breve; por ahora, sin embargo, conviene explorar cómo estas dicotomías —memoria y olvido, permanencia y ausencia, muerte y supervivencia— dan forma en su vaivén a una actitud fundamental con respecto al pasado.

Gina Saraceni, en su libro Escribir hacia atrás, enfoca la noción de lo pasado “como disolución y promesa: disolución porque su manifestación es residual dado que existe como resto de lo perdido, y promesa porque está disponible para ser leído desde el presente y mediante nuevas coordenadas de interpretación que revelan formas inéditas de entenderlo”. Paradójicamente, el pasado posee una naturaleza doble, contradictoria: es, por un lado, remanente de lo que en algún momento fue presencia palpable, y por el otro, pacto con algo que aún no existe. Las formas inéditas de entender el pasado a las que se refiere Saraceni no son otras que el futuro, pues sólo a través de una exégesis de lo sucedido podemos esbozar lo que sucederá. Sólo leyendo hacia atrás, digamos, se torna posible reescribir lo leído en un porvenir.

El origen, siempre inasible, no nos lega más que ruinas. Y, no obstante, es precisamente con ellas que debemos construir lo que ha de venir, en complicidad constante con los descartes, los lapsus, las pérdidas que esas mismas ruinas traigan, propicien. “La infancia se deshace lentamente. El paraíso, anclado en algún lugar, se precipita hacia el olvido”, leemos en el breve relato “Mirada”, perteneciente al libro Virginidades y otros desafíos: sabemos que hay un paraíso, pero con igual certeza lo tenemos por irrecuperable. El paraíso para siempre perdido se sitúa, por ende, en la zona limítrofe entre el recuerdo y su desaparición.

De nuevo será la mirada, la mirada de lo escrito, esa suerte de visión de Jano bifronte que posee el texto, prospectiva y retrospectiva a la vez, la que nos conduzca a una comprensión de estas dimensiones antitéticas de lo pasado, ahora en el poema “Premura”, del libro Última instancia:

veo a mi padre dentro del viejo mercury

su rostro percudido
por la muerte
asoma la amargura en el charco de vidrio

el espejo trae la tarde detrás del carro

los ojos de balta
son la tristeza   el color de la casa

enciende el motor y se pierde
           a la velocidad del olvido

La figura del padre, en este texto —pero no sólo en él—, sirve como punto de fuga para todas las pulsiones que implica la herencia. Incluso desde un punto de vista netamente pictórico: el Mercury, vehiculizando la muerte del padre como un psicopompo, se pierde en un horizonte que bien pudiera ser el de un cuadro, o un fotograma. El rostro del padre, amargo de habitar el revés de la vida, no se deja ver directamente, sino sólo a través de su reflejo en el espejo retrovisor —y ya hemos visto que, para Hernández, lo que hay al otro lado del espejo es una región sin tiempo, el antes y el después del estar vivo. Y sus ojos godos, que nos devuelve el azogue, están poblados por el color que baña el hogar paterno —segunda figura privilegiada para representar la herencia en la poética de Hernández.

Ese padre que arranca sentado en el Mercury y se pierde en la distancia, a la velocidad del olvido, es una imagen perfectamente condensada de la manera en que el pasado nos es entregado: como ausencia que se proyecta a posteriori. La herencia existe sólo en su fuga. Este poema reproduce, subrepticiamente, una de las metáforas más poderosas con las que cuenta Occidente para representar ante sí mismo su noción de legado: el curso de Dante tras los pasos de Virgilio, recorriendo el Infierno y el Purgatorio, en la Divina Comedia. El florentino sigue al poeta de Mantua de terceto en terceto a lo largo de buena parte de su obra, declarando con ello la filiación que une su voz a la de aquél. Y Virgilio, amén de servir de guía, se arroga por encima de todo el papel de figura paterna. En Purgatorio, Canto XV, dice a un agotado Dante:

No pregunté “qué tienes”, como hiciera
quien mira, sin ver nada, con los ojos,
cuando desanimado el cuerpo yace;

mas pregunté para animar tus pasos
tal conviene avivar al perezoso,
que tardo emplea al despertar su tiempo.

Esta insistencia no es más que la manera que posee el propio Dante de manifestar la vehemencia con la cual se siente atraído por la obra de Virgilio, y hasta qué punto se coloca bajo su signo. No hay que soslayar, empero, que Dante se niega a ejecutar sobre el papel una nueva versión de la Eneida: no sólo se dedica a crear un espacio imaginario insólito, partiendo de aquello que ha recibido de las fuentes bíblicas y grecolatinas, sino que además lo hace en su lengua vernácula, el toscano, pudiendo haberlo hecho en latín. Esta decisión, que halla su exposición justificada en otro texto de Dante, De vulgari eloquentia, cimenta su relación con lo que le ha sido legado —y es que la determinación a favor de una lengua propia, a través de la cual será reinterpretado el pasado, condensa en sí la manera en que funciona la mecánica de la herencia. “Nos miramos en el espejo para buscar alguna delación. El poema, la palabra nos descubre”, escribe Hernández en “Paradojas”, otra sección de Poética del desatino.

Una vez más, los elementos de la mirada y el espejo nos conducen a un más allá, libre de toda duración, que parece constituir el texto traslúcido en el cual la vida es un paréntesis opaco. Pero esta vez lo buscado es algo que obligue al rostro a confesar su ascendencia —como si todos los espejos fueran el retrovisor de aquel Mercury, con la faz paterna grabada para siempre. Ahora es la palabra poética la instancia que permite hallar los rasgos ocultos. Sin embargo, el poema se halla de este lado del tiempo: al encontrar la delación que perseguía, se apropia de ella, la metaboliza, transformándola en una nueva inscripción de lo pasado —vale decir, en futuro, en promesa químicamente pura.

“Es lo que llevo de desconocido en mí mismo lo que me hacer ser yo”, anota Paul Valéry en sus Cuadernos. Eso ignorado, oculto, siempre inagotable, pide ser traicionado y expuesto. Y, ¿de dónde ha surgido esa región que el sujeto desconoce de sí mismo? Pues, en buena medida, la ha recibido sin siquiera saberlo. La figura paterna, que conjuga en sí generaciones y generaciones de material simbólico y genético, así como el lar de los antepasados, no son simplemente hechos geográficos y genealógicos: constituyen, de hecho, el horizonte sobre —y contra— el cual el sujeto dibuja su silueta. En otras palabras, la sombra gracias a la cual el cuerpo se reconoce como tal, distinto de todo aquello que lo rodea. Esa serie de facciones perdidas, naufragadas en el espejo, son justamente aquellas que lo forman. Su infatigable alternancia entre memoria y olvido.

Soy de este lugar de silencios.

Vivimos de voces apagadas. Todos los que no han regresado ocupan el sitio conservado por nuestras manos, negaciones y anhelos.

Sólo la escritura puede exhumar esa dimensión ignorada del sujeto. En este poema, el IX de Intentos y el exilio, Hernández ahonda, parcamente, en ella. Estamos constituidos —nos dice a través del hablante de este texto— por ausencias, por amplios charcos de mudez, por faltas. La misma herencia es eso: una falta que nos es legada, un pasado inasible que es augurio. Y escribir tal legado, verterlo en el poema, es pagar tributo a esas voces apagadas que nos recorren, que han dado forma a nuestros rasgos, que son el sedimento ignorado de nuestra sangre. Voces que murmuran, en su lengua autista, lo que somos.

Es por ello que la visión del padre está edificada en el acontecer de una partida. Sus formas se desdibujan, sin poder entrar de lleno en la luz que proyecta el recuerdo. Sobreviven vestigios, trozos de una carne ajena en la propia. El poema “Silueta”, del libro titulado Puertas de Galina, dibuja esto con suma nitidez:

porque mi padre
es un hoyo en la puerta

a la espera de un cuerpo
prescindido

De nuevo la imagen, obsesiva, obsesionante, de una figura paterna que habita la lejanía. Y, ¿acaso no es esta lejanía esa terra incognita del sujeto mismo a la que alude Valéry, su íntimo más allá? El cuerpo prescindido del padre es el vacío que el hijo deberá llevar a cuestas. Se reedita, de alguna manera, el núcleo semántico de aquel mito que construyó Freud en Tótem y tabú: la carne del padre es devorada, asimilada. Y, con ello, se hace patente la dimensión mortífera de la herencia, manifiesta en la supervivencia de un cuerpo extraño, ya caducado, en el propio. Es desde aquí, desde la aparición palpable de la falta, que la herencia se piensa en función de la muerte y la supervivencia. Y es que la herencia es algo a lo cual hay que sobrevivir. El cuerpo propio, para afirmarse, debe a un tiempo asumir y rechazar lo que le es dado. De no hacerlo, corre el riesgo de ser ahogado. Kafka, en su Carta al padre, recuerda a su progenitor las tardes que, durante su infancia, dedicaban a la natación —pero, entre las muchas imágenes en torno a la piscina que ocupan esta parte de la famosa carta, una sobresale en forma de exclamación: “¡Si ya estaba yo aplastado por tu mera corporeidad!”.

el muerto
en la silla    nuestro
rezo perdido

el pájaro

los ojos del muerto
en los míos

Heredamos porque somos mortales. Es decir, heredamos la muerte del otro. Este texto del poemario Párpado de insolación, titulado “Ojo”, irradia hacia todos los otros textos de Hernández que vinculan la muerte y el legado con la mirada y los espejos; es aquí, en estos versos escuetos, donde se realiza la alquimia de tales imágenes. Mirada, muerte y herencia constituyen en esta poética un mismo nudo de sentido.

Aquello legado es la desaparición. Como un fogonazo, esta certeza aparece en uno de los fragmentos que constituyen el cuento “Anotaciones en un cuaderno viejo”, en Virginidades y otros desafíos —la voz narrativa de éste comenta una carta recibida desde Madrid: “Mi nieto me cuenta que ha conocido de cerca la muerte. Lo que no sabe él es que esa muerte podría ser la mía”. Cada muerte es la muerte del (O)tro: el otro concreto, con nombre, apellido, ascendencia, y a la vez el Otro inasible que es nuestra herencia, que nos interpela incansablemente.

Cada muerte, pues, evoca directamente a aquéllos que nos precedieron, esos que tejen nuestra sombra, hablándonos en el murmullo sordo de nuestros pasos. Y esa interpelación exige una respuesta. De nuevo, la intuición de la que hace gala el personaje narrador de Anotaciones en un cuaderno viejo, reproduce otra de las escenas fundamentales que posee Occidente para representar su relación con la herencia: la aparición del espectro del padre de Hamlet en el acto I, escena IV de The Tragedy of Hamlet, Prince of Denmark. En ésta, el fantasma aparece ante Hamlet, quien se halla acompañado por Horatio y Marcellus, y, en un gesto que no puede sino recordarnos aquel de Virgilio ya examinado, hace señas que exhortan a Hamlet a seguirlo. Y éste, al ver el gesto, no puede resistirse, a pesar de la violenta oposición de sus acompañantes: It waves me still. Go on. I’ll follow thee, dice, Me sigue haciendo señas. Ve. Yo te seguiré.

Una vez apartados de los otros, el fantasma revela a Hamlet cómo fue asesinado por su hermano, para recibir así el trono y poder casarse con la reina. If thou hast nature in thee, bear it not. Let not the royal bed of Denmark be a couch for luxury and damned incest, clama al príncipe danés, Si tienes algo de buena naturaleza en ti, no lo consientas. No permitas que el lecho real de Dinamarca albergue lujuria e incesto condenable. Luego de obtener el juramento de venganza por parte de su hijo, el espectro se retira con un ruego, el de ser recordado: Adieu, adieu. Remember me.

Se pueden entonces reconocer dos imágenes comunes, tropos si se quiere, de la herencia: en primer lugar, el gesto inapelable que incita a seguir el camino de quien lo realiza, y en segundo lugar, la entrega de un capital simbólico inconcluso, de una carencia —en este caso, una venganza que debe realizarse. El espectro mismo no es sino concreción imaginativa del pasado: vestigio de alguien que estuvo vivo, a la vez que promesa de un futuro en que la venganza se haya consumado. Todo lo que dice y hace Hamlet, no es más que una réplica a la ausencia de su padre, a ese imperativo remember me. Sus incesantes monólogos, arrastrándose por toda la pieza como lagartos perezosos, son exactamente eso: respuesta. Y su muerte, al final, absurda e innecesaria, hace evidente la problemática obscena de toda herencia: que se trata de una economía de la muerte. De ser asumida por completo, mata, pues se trata de la falta última del (O)tro, la oquedad que ha dejado: asimilarla significa asimilar la desaparición.

Una herencia recibida con total fidelidad, entonces, supone la aniquilación de quien hereda: recibir, para conservar la vida, debe significar siempre escoger. Poco después de empezar la carta a su padre, Kafka aclara que la culpa del distanciamiento que los aqueja a ambos no pertenece a ninguno de los dos: “Si pudiese llegar a convencerte de ello, entonces sería posible, no una nueva vida, para eso ya tenemos los dos demasiados años, pero sí una especie de paz...”. Jacques Derrida, discutiendo esta problemática con Élisabeth Roudinesco en un libro titulado Y mañana, qué..., declara “es preciso hacerlo todo para apropiarse de un pasado que se sabe que en el fondo permanece inapropiable”. Esta contradicción, sólo aparente, es la que define la naturaleza doble del pasado, como ruina y proyecto. Y es que si fuera posible apropiarse de él, la existencia se tornaría insoportable. En cambio, la única actitud posible ante un patrimonio es redefinirlo: estirarse, como dicen los versos de Antonia Palacios que encabezan estas páginas, a lo largo de esa sombra.

Una vez más, será la Carta al padre, de Kafka, la que ilumine con mayor nitidez este problema. Comentando con su padre la manera en que éste trata a su nieto Félix, siempre lúdico, contrasta su actitud con aquella que ejerció durante la crianza del autor: “Para mí tú no eras algo curioso, yo no podía elegir, tenía que tomarlo todo”. En ese tomarlo todo se condensa todo lo arrollador y desesperante de la figura paterna en Kafka. Figura que colma todo el universo simbólico de quien se halla bajo su ascendente:

Te repites en esta casa

[...]

Cada cuerpo tuyo escapa a través de esa pared
infranqueable, cortados por los espejos invadidos
de paisajes, postales y viejos amores de travesías y
falsas muertes

¿Y qué mejor metáfora del universo simbólico que una casa? Este poema, el XXV de Nortes, lo sabe bien. Ese al que se dirige el texto, cuyo cuerpo repetido, mutilado por los espejos, se prolonga en la casa, no es sino el de la herencia, el espectro, la sombra a la que no sabemos si seguimos o nos sigue, si es sostenida por nosotros o nosotros por ella. Por ello la casa, espacio imaginario privilegiado por Hernández —y por la tradición a través de la cual camina— para representar la transmisión del legado, se halla exasperada por estos cuerpos reiterados. La zona doméstica no sólo sirve de telón de fondo para representar el drama de la herencia, sino que actúa como un personaje más, plenamente significante. La imagen del hogar es quizás la que mayor potencia mítica conserva aún —lo cual no puede más que dar cuenta del ingente peso simbólico que ha detentado por milenios. Y aun aquí, en la obra de Hernández, retiene algo de su sentido primigenio como tierra de los antepasados, lugar en el que están contenidos los difuntos. Región geográfica tanto como simbólica, define los límites y el alcance del legado —incluso cuando la noción de tierra se ha volatizado gracias al amplio desarrollo de los espacios urbanos, quedando solamente su sucedáneo, el apellido. En esto, como en tantas otras cosas, la lucidez de Kafka resulta demoledora: hablando del trato cariñoso entre su hermana Valli, muy similar a su madre, y su padre, comenta: “Pero quizás fuera eso lo que tú querías; donde no había nada de los Kafka, no podías exigir nada de esa índole”. Poseer una tierra de origen, así sea tan sólo una ficción cristalizada en un patronímico, basta para que la mirada pueda lanzarse a contrapelo del tiempo, en busca de ascendientes —esa mirada que, como la de Hernández, está ejercitada en escrutar la muerte. Como él mismo dice en el poema “Noticia”, del libro Intentos y el exilio: “Somos tejidos de hombres, silencios y dolores”.

Poco importa si el lar de los antepasados ha desaparecido o aún permanece. Lo que genuinamente es de consecuencia es el empeño, desde la escritura, por volver a trazar sus fronteras, por volver a levantar sus paredes, en esta ocasión con palabras; por caminar sus pasillos, esta vez en el propio aliento.

El desconcierto, el instante del extravío, el momento de bajar la cuesta hacia la casa. Un animal invisible camina bajo tus pasos y asegura el lugar de los próximos años. El sitio donde reposarán los misterios de la familia, los secretos que construirán otros círculos.

[...]

En las líneas de la mano los planos de la casa. Recientes son los sueños de levantarla para guardar nuevos miedos en las palabras no pronunciadas.

En un primer momento, el juego con los tiempos que realiza este poema —“Planos”, también de Intentos y el exilio— puede resultar desconcertante. Sin embargo, una lectura atenta devela en él la propiedad bifronte del pasado: ese animal invisible que camina bajo los pasos —la sombra— conduce a un lugar donde reposarán los misterios de la familia, en un futuro indeterminado. No obstante, se trataría de un espacio que ya preexiste en las líneas de la mano, en el cuerpo, como herencia, como resto. Y aquello que es recibido pero no tocado, aquello que llevamos aunque sea inapropiable, la carencia en su sentido neto, se desempeña como eje que organiza el texto, por medio de dos expresiones que aluden, a su vez, a algo más, ensombrecido: los misterios de la familia y las palabras no pronunciadas.

“Escribir es someterse a la muerte”, reza este aforismo perteneciente a “Limitaciones”, en Poética del desatino: la escritura como ambivalente comercio entre el sujeto y aquello que lo carcome y lo sostiene, su origen —como reza aquel verso de Teófilo Tortolero, perteneciente a Las drogas silvestres: “Tu paraíso tu pequeña muerte.

Pero, junto a esta voluntad de sometimiento, se levanta otra pulsión, opuesta. Cuando, interrogado sobre las razones por las cuales escribe, Hernández responde: “Escribo para no morirme. Para rebelarme contra la muerte, pero saber que el silencio también es sonido. Escribo para ser lo que el pasado dejó atrás”. Esta declaración se halla incluida en el libro ¿Por qué escriben los escritores?, de Petruvska Simme. Conjugando ambas sentencias, tanto ésta como la perteneciente a Poética del desatino, podemos representar ante nosotros el difuso papel de la escritura ante lo que le ha sido dado, ante aquello que la vivifica y la mata. La escritura poética, erigida en la frontera huidiza entre el lenguaje y la mudez, implica siempre una economía de lo mortuorio: en cada palabra se juega la posibilidad misma del habla, y con cada vocablo trazado se aguza más la mirada para otear la ausencia que nos fue dada por todo patrimonio. No podemos terminar de asirlo: entre las manos, entre las frases, se nos queda solamente su huida —como nos ha dejado entrever Hernández, desde aquel viejo Mercury hasta este texto, el XXI de Intentos y el exilio:

Nos queda en los ojos la fuga, el alejamiento hacia el centro de la arboleda que vemos a lo lejos.

Del origen sólo nos queda el polvo.

El polvo del origen es el que cruje en nuestras articulaciones, el que nos pesa en los huesos, el que nos condena y nos salva a la vez. Se trata del polvo que, amontonado a nuestros pies, hilvana calladamente la sombra a lo largo de la cual debemos caminar.