Entrevistas
Leandro Cerro
Cerro: “La perfección de las formas no es suficiente para alcanzar la dimensión estética”.
Leandro Cerro
La escritura es un juego con el lector

Comparte este contenido con tus amigos

Desde una trinchera proporcionada por el anonimato dentro de su propio país, el autor colombiano de la novela La máscara del tigre no considera que el destino de su obra sea convertirse en referente de la literatura política.

Hay libros, como algunas personas, que nacen en circunstancias extrañas —por no decir adversas— pero que a medida que avanzan en la vida van recomponiendo su destino. Tal parece ser el caso de La máscara del tigre, una novela publicada en 2010, a contrapié del orden establecido: sin respaldo editorial comercial; sin distribución en librerías; con una cinta en la que se lee: “Circulación clandestina en Colombia”. Como si se negara a ser difundida. Su autor: Leandro Cerro, un perfecto desconocido en el mundo de las letras. Rara avis. Y sin embargo, a un año escaso de su publicación ya tiene un creciente club de fans en Internet.

Entre ese ejército de escritores que desde el anonimato construyen el gran volumen de la literatura colombiana que no se registra en los periódicos, que no es atendida por las editoriales y no aparece en los estantes de las librerías, comienza a destacarse un escritor que por su estilo y contundencia narrativa parece distanciarse de la escritura que se ha publicado en los últimos años en Colombia a la sombra de García Márquez. Con la publicación de su novela La máscara del tigre (2010), entra a ser parte de la literatura posterior a García Márquez, ante el repliegue definitivo del creador de Macondo acosado por los achaques de salud. Proveniente de un Caribe ya lejano —de más de treinta años—, “pero renovado en sus raíces”, Leandro Cerro se radica a mediados de los años 70 en la Bogotá cosmopolita de todos y de nadie, y llena su vida literaria con el ejercicio de la cátedra universitaria.

La academia le permite reflexionar sobre las obras de los maestros de las letras universales y sus ensayos pedagógicos sobre el proceso de lectura y escritura le abre las puertas al mundo editorial universitario. Sus primeros libros Textos y pedagogía (1994) y Técnicas de escritura (1996) tienen una acogida entusiasta en el mundo académico y lo ubican como un especialista en este campo. Publica entonces un libro de cuentos, Todos morimos dos veces (2000), historias en las que comienza a configurar su universo narrativo. Y diez años después de estar trabajando una novela de “complejas connotaciones políticas” decide asumir el riesgo de darle forma impresa. “Publicar un libro que delate la realidad siempre será una aventura preocupante en Colombia. Por lo que entraña de riesgo, por el desgaste que supone para un escritor poner en la balanza su capacidad de desafío a las estructuras sociales que lo cercan y lo limitan. Escribir desde afuera sería muy fácil, incluso, para muchos es tan solo una posición in”, dice Cerro, planteando de entrada una posición polémica. “El conflicto está adentro, no afuera”, dice refiriéndose a la diferencia que existe entre quienes escriben desde las capitales del mundo por snob o por intereses económicos y quienes afrontan la cruda realidad colombiana desde sus mismas calles.

El único y verdadero exilio está en el interior. Es el cruel estigma que sufren millones de colombianos que viven sin esperanza alguna. El desplazamiento forzado es tal vez el exilio más cruel. Históricamente, en Latinoamérica el éxodo de escritores estuvo motivado por sus posiciones políticas dentro de sus países, frente a gobiernos inquisidores de diverso cuño. Neruda... Benedetti... Reinaldo Arenas... y tantos otros. También hubo quienes fueron compelidos por la situación social. “Si me quedo en la Argentina hubiera terminado en la indignidad”, escribía Julio Cortázar a sus amigos desde París. “Mi novela es expresa y deliberadamente política. El trabajo literario adquiere sentido al revelar la realidad”.

El lector de La máscara del tigre tiene que batallar con dos historias distintas. En la primera se narran las vivencias de un niño citadino, Lácides, al interior de una comunidad indígena de la Sierra Nevada, en la costa norte de Colombia, que lo identifica como la reencarnación de su dios tutelar, el Gran Karuma, el dios tigre. La posesión de una máscara de tigre con poderes mágicos llevará a Lácides a prepararse para liderar al pueblo de la Sierra frente a la amenaza de destrucción a que son sometidos por parte del mundo exterior. La otra historia es la cruenta historia de la Colombia actual: guerrilla, paramilitarismo, narcotráfico, corrupción, masacres. Una manera singular de visualizar la historia reciente de Colombia en un mundo de ficción. “El gran problema que enfrentaba mientras escribía era la perspectiva”, agrega Cerro. “No es lo mismo abordar una realidad histórica a una distancia de cincuenta años o más, cuando ya sus protagonistas han muerto y las consecuencias de los hechos son visibles en todos sus matices, que relatar unos acontecimientos todavía sin cerrar totalmente en sus consecuencias y derivaciones socioestructurales y con aristas invisibles en el entramado superestructural de la sociedad”.

—No existe ningún antecedente reciente de novela que denuncie de forma tan clara y contundente a la clase política y dirigente de Colombia. ¿Eso es bueno?

—Es una función que hasta el momento han cumplido el testimonio y el periodismo, pero con los condicionamientos que se derivan de la forma textual. El hecho cruento, los abusos de poder, la destrucción sistemática de las estructuras sociales terminan distorsionados en los archivos judiciales y olvidados en los periódicos viejos. El periódico de ayer se echa a la basura. Nadie lee un periódico viejo. Y esa noticia vieja, desactualizada, se lleva consigo al olvido gran parte de los hechos, las motivaciones, las consecuencias. Si bien el periodismo ha sido fundamental para airear el conflicto social y político colombiano, no tiene alcance para darle trascendencia en el tiempo. La clase política corrupta, como la mala hierba, se enraíza en el poder y vuelve a retoñar con fuerzas renovadas. Y el que ayer fue corrupto y asesino hoy es un líder impoluto y admirado. En cambio, las simbologías del arte y la literatura son imborrables. Cuando Borges escribió la Historia universal de la infamia le puso un sello de eternidad.

—¿Es la función de la literatura?

—Es una de las razones de ser del hecho estético. La perfección de las formas no es suficiente para alcanzar la dimensión estética. Una obra de tal naturaleza sería un cascarón vacío que se resquebraja y termina por desaparecer. Es lo que sucede con los libros de evasión. La obra artística requiere el condicionamiento mutuo entre la forma y un contenido determinado por la peculiaridad humana, por la esencia de los fenómenos y las contradicciones de la realidad. Y estos hechos singulares con su carga de deshumanización como los que se narran en La máscara del tigre conducen, por medio del hecho estético, a conclusiones morales y políticas.

—La máscara del tigre es un libro sorprendente. El lector comienza apasionándose con la historia de un niño que encarna unos poderes mágicos de un tiempo mítico y termina involucrado en los hechos más cruentos de la historia reciente de Colombia. ¿Cómo es eso?

—Así es. Esas son las licencias que permite la literatura. En un principio sólo sabía que el personaje principal era un muchacho con una sensibilidad especial y unos poderes en potencia que iría desarrollando a medida que se preparaba para afrontar la violenta realidad a que era sometida la población indefensa. Y de otra parte estaba una sociedad expoliada durante varias generaciones por una clase dirigente negrera que alimentó a la guerrilla, al narcotráfico y al paramilitarismo como herramientas perversas para mantener sus oscuros y tenebrosos intereses. El desarrollo de los acontecimientos fue dando los matices.

—¿De dónde surgen los planteamientos subyacentes? ¿Hay alguna investigación que los sustente?

—Los colombianos hemos sido testigos presenciales de nuestra propia historia. De hecho, en mi juventud participé en algunos movimientos políticos en el departamento de Sucre y en Bogotá y por eso conozco la política por dentro. Además, la pertenencia al medio durante tantos años me da la perspectiva histórica. Esta historia no está contada de cualquier manera. No es un recuento desde mi limitada vivencia ni mucho menos en lo que los hechos me hayan afectado a mí. Es un canto, el lamento de un pueblo. Y por supuesto que me tocó apoyarme en material documental. Cada uno de los personajes y los acontecimientos que los caracterizan deriva de un planteamiento estructural novedoso que permite entender tanto el origen del conflicto como sus desarrollos en el tiempo.

“La máscara del tigre”, de Leandro Cerro—¿Crees que tu novela se convertirá en referente de la literatura política de Colombia?

—Todas las obras literarias son políticas por acción o por omisión. Todas tienen una lectura política, independiente de que aborden o no el tema de manera explícita. No creo que el destino de mi obra sea encasillarla como novela política.

—Pero la cinta que acompaña a la novela lleva expresa esa intención.

—Me genera cierta inquietud. No quisiera que llegara a convertirse en subtítulo de la novela.

—¿Qué me puede decir de la recepción que hasta el momento ha tenido el libro en los lectores? Por las condiciones de edición doy por sentado que su público ha sido limitado.

—Ha sido algo espectacular. Cuenta Eckermann que Goethe decía: “Quien no cuente con tener un millón de lectores no debe escribir ni una sola línea”. Bueno, no exagero si le digo que en cada lector La máscara del tigre tiene ese millón de lectores. Hay quienes andan por donde van con un ejemplar prestado. Hace poco estuve de visita en mi pueblo y un campesino de apellido Acosta me abordó para contarme que había viajado no sé cuántos kilómetros para llegar a donde yo me encontraba con el exclusivo propósito de que le facilitara un ejemplar. No lo tenía y lo sigo lamentando. Los niños y adolescentes de colegios en Bogotá ya se apoyan en el Karuma para explicar los fenómenos incomprensibles de la realidad que los rodea. Los universitarios que me han invitado a conversar en sus aulas se vuelcan ansiosos con un mundo de interrogantes. Pero a pesar de eso, la novela apenas da sus primeros pasos.

—En el relato, cuando ya el lector se ha amoldado a la voz del narrador, de improviso el tono mordaz y satírico de Palosanto lo estremece y parece convertirse en lenguaje dominante, pero luego vienen las introspecciones de Lácides, el discurso del culebrero, el diálogo saturado de modismos de las dos chicas violadas por los marines norteamericanos, en fin...

—La versatilidad de la escritura es parte del trabajo literario. Es el oficio del escritor. Cuando la escritura es plana, uniforme, el texto se vuelve rutinario e intrascendente. La escritura es un juego con el lector. Un juego abierto, dinámico, que el texto le propone al lector y que actúa como una especie de juego de infernáculo en el que el lector es el objetivo.

—¿Cómo crees que encaja tu obra en la literatura colombiana actual?

—No lo sé y eso no me preocupa lo más mínimo. Mi trabajo consiste en escribir. Si el libro vale la pena, él se abrirá sus propios caminos tarde o temprano. No importa, incluso, que el efecto sea retardado. Las clasificaciones generacionales y de grupos que acostumbran hacer los críticos son puros embelecos. El creador literario no funciona así. Los condicionamientos que enfrenta son de otro orden. Me parece que en la actualidad el fenómeno mediático trabaja más en la imagen del escritor que en su obra. La finalidad, por supuesto, es vender al escritor escriba lo que escriba. Significa que el escritor termina por darle reconocimiento a su obra. Y creo que debe ser a la inversa. Que la calidad de la obra determina los merecimientos del autor. Como sucedió con Rulfo y sus obras. En Colombia se han publicitado muchos escritores en los últimos años y algunos de ellos escriben como arroz. Ahora falta ver la validez de sus obras. El tiempo lo dirá. En lo que a mí concierne el veredicto lo tienen los lectores. Ya te hablé de lo gratificante que ha sido la recepción de La máscara del tigre hasta el momento. Por eso tengo gran expectativa sobre los lectores de otras latitudes. Ya veremos cuando eso suceda.

—Se puede considerar a Leandro Cerro como un escritor tardío. Pertenece a la generación siguiente a la de García Márquez y recién hasta ahora están apareciendo sus libros. En La máscara del tigre resalta el elemento mágico. ¿Es, acaso, la huella de Macondo? ¿La demora de tu obra se debe a la necesidad de poner distancias?

—De ninguna manera. Pertenezco al Caribe colombiano. Y me unen fuertes lazos culturales tanto con García Márquez como con Carpentier, Cabrera Infante y los cientos de escritores que a diario siguen construyendo ese universo singular en el que nos desenvolvemos. Y si bien ellos contaron una realidad apabullante para el hombre caribeño y latinoamericano, esa realidad no está agotada. García Márquez es un maestro de las letras universales y su legado será imborrable, como el de Borges o Cortázar. Tanto los elementos mágicos como los maravillosos han existido en la literatura universal desde siempre y volverán a ser utilizados una y otra vez. La vida caribeña siempre ha tenido y siempre tendrá elementos mágicos. Y que García Márquez los haya utilizado con prestancia no nos inhabilita a los demás para hacer uso de ellos en nuestra narrativa. Personalmente no veo ninguna influencia directa de su obra en mi escritura —aparte de la identidad cultural que nos une— y en caso de que la hubiera la vería como algo natural y la reconocería así como otro escritor puede reconocer a Cervantes o Borges como sus escritores tutelares. Además, el sabor del Caribe es único, es algo que hace parte de nuestra esencia. Por eso creo que no hay manera que un escritor cachaco, sea bogotano o antioqueño, pueda escribir con el sabor del Caribe. Y cuando algunos hacen la salvedad de su distancia con García Márquez sencillamente sobra, porque no hay manera de que puedan escribir ni parecido. Ahora, el hecho de que mi obra de ficción aparezca en la plenitud de mi madurez se debe precisamente a eso, a que ya se han decantado los procesos vitales y se poseen los elementos indispensables para plasmar una narrativa que condense una visión de mundo sin esas inconsistencias que por lo general provienen de la juventud o esos soslayos originados en intereses y compromisos propios de las ambiciones o anhelos no satisfechos. Todo llega a su tiempo y este es mi tiempo.