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Uno

La langosta se presentó en el consultorio del cirujano plástico.

—Quiero que me convierta en mamífero —explicó. El cirujano le previno que una intervención así era harto complicada, que algo de semejante calibre encerraba riesgos profundos, etc. La langosta dijo:

—No importa, doctor. Mi único deseo es llegar a ser mamífero.

—Está bien —aclaró el profesional—. Pero es mi deber advertirle que va a ser necesario cortar las alitas.

—Lo que usted diga, doctor —contestó la langosta—. Me pongo en sus manos.

La operación resultó un verdadero éxito. El cirujano plástico recibió el Premio Nobel de Medicina; la langosta apareció en primera plana de todos los diarios del mundo y fue feliz en su nueva condición, exhibiendo con orgullo sus flamantes mamas cada vez que la ocasión se hizo propicia.

Los entendidos del caso, sin embargo, suelen comentar en voz decididamente baja que, en ciertos crepúsculos de primavera, cuando el calor comienza a ceder y los naranjos liberan el aroma de sus flores, la langosta mira al cielo y derrama una lágrima.

 

Dos

El Señor que Nunca Reía verificó que el nudo de su corbata estuviese en el acostumbrado punto exacto del cuello de la camisa, tomó asiento frente a la gran mesa de madera lustrada y, al igual que el resto, se dispuso a escu­char las palabras del Señor Jefe de Asuntos Legales.

El Señor Jefe de Asuntos Legales, entonces, comenzó a leer en voz alta y pausada el pormenorizado informe de doce páginas ta­maño oficio, informe en el cual se recomendaban al Honorable Di­rectorio los posibles caminos a seguir, todo ello con el objeto de deshacerse de los cuarenta y seis empleados más antiguos de la Empresa, poniendo énfasis, naturalmente, en el modo de evitar pasos por fastidiosos trámites de tipo indemnizatorio y otras menudencias por el estilo.

Al concluir la lectura del informe, los directores bajaron y subieron sus cabezas, obviamente satisfechos con las conclusiones y recomendaciones enunciadas en el texto precedentemente mencionado.

El Señor que Nunca Reía, en cambio, se puso de pie en plena reunión y, ante el lógico estupor de los allí presentes, eructó de un modo definitivamente estruendoso. Gritó luego dos veces la expresión mafiosos y una vez la frase ¡Pero qué hijos de mil putas!, remarcando con énfasis quizá algo exagerado la palabra final de esta última frase. Procedió entonces de inmediato (y empleando con honda maestría la falange distal del dedo índice de la mano derecha) a adherir un moco en la carátula gris de la carpeta de trabajo del Señor Gerente General, explicando, ante sus ya algo atemorizados interlocutores: Esto es para que no se olviden de mí, mis amores... Finalmente, y ya saliendo del iluminado recinto, alcanzó a patear una lámpara, dos cenice­ros de bronce y un teléfono celular —de fabricación presumiblemente japonesa— hallado de paso en medio de su retirada.

El Señor que Nunca Reía fue rápidamente separado de su cargo, declarado persona non grata y su nombre, después de ser vilipendiado, denostado y escarnecido públicamente en un acto de autodesagravio organizado por el propio Honorable Directorio, resultó de cita obligada durante treinta días corridos en diver­sas reuniones sociales, ágapes, vernissages, tentempiés, cócteles y piscola­bis.

Es de hacer notar que, a partir de ese momento, el Señor que Nunca Reía fue repeti­damente visto por las calles del microcentro de la ciudad, lu­ciendo una remera color verde loro con la inscripción “Fuck you” en la espalda, zapatillas sin cordones y una originalísima sonrisa de oreja a oreja.