Letras
Uróboros

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Cuando mamá defecó sangre supe que no tardaría mucho en morirse. Mientras esperaba me puse a lavar el cómodo y pensé que igual no podía quejarme, mi madre había vivido sana y feliz durante casi un siglo. Era inevitable que su salud terminara por deteriorarse, además nadie dura para siempre, somos mortales y todos estamos condenados a morir de un momento a otro.

—¿No te da vergüenza pensar así? —preguntó mi hermana Martha cuando le llamé por teléfono, insistiéndole que viniera lo más pronto posible, si es que quería ver a nuestra madre con vida.

—¿Está mal pensar cosas buenas? —repliqué.

—Lo que está mal es que te importe un carajo que se está muriendo mamá.

—Eso no es cierto.

—Se nota, Thelma. Además siempre le has guardado rencor.

—Si le guardara rencor no llevaría más de un año cuidándola.

—Sabes que yo no tengo tiempo…

—Ni yo, Martha, pero me las arreglo para tener tiempo de bañarla, darle de comer, tú sólo te apareces los fines de semana.

Martha me colgó. Mi hermana era tan egoísta como los padres que abandonan a sus familias, tan cruel como las madres que golpean a sus hijas con la hebilla del cinturón.

—¿Era Martha? —susurró mamá.

—Ya viene para acá.

—¿Se estaban peleando?

—Mejor duérmete un rato.

Mi madre cerró los ojos y la tapé hasta el cuello con la sábana. Los labios y los párpados le temblaban. Las manos también. Toda ella era como un terremoto oscilatorio. Era triste verla tan delgada e indefensa. Mamá había sido una señora guapa, segura de sí misma, pero ahora su aspecto era lo que menos le importaba, ni siquiera usaba su dentadura postiza. Verla ahí moribunda, en posición fetal, me pareció una señal de Dios: finalmente la había castigado por todo lo que me había hecho. Ahora mamá se encontraba en una situación denigrante; había que moler su comida y cambiarle el pañal. La artritis había deformado sus dedos largos, esos que antes portaban anillos que dejaban moretones.

Martha entró a la casa y azotó la puerta con tal furia que mamá se despertó. Irrumpió en el cuarto y bastaba mirarla para saber que estaba muy enojada conmigo, pero de todas formas mi hermana siempre estaba muy enojada conmigo, no era gran sorpresa. Me odiaba porque cuando a mamá le daban crisis yo no lloraba, ¿pero qué podía hacer si no me salían lágrimas? Martha no comprendía que ella y yo no teníamos los mismos recuerdos. Cuando mamá parecía morirse no se me iba el aire ni se me cerraba la garganta, sólo la miraba sin sentir desconsuelo alguno. Me sentía culpable de tener esos sentimientos, por eso la ayudaba y trataba de ser útil. Mamá me miraba con ojos de niña, agradeciendo en silencio mis atenciones, mientras juntas respirábamos un aire lleno de culpa y resentimiento.

Martha se sentó en la cama junto a mi madre y tocó su frente.

—Tiene fiebre.

—Si quieres voy a la farmacia…

—Ya déjenme ir…

—No digas eso, mamá —dijo Martha, alterada.

—Ya quiero que Dios me recoja.

Enmudecí. Fijé la vista en los pies de mi madre, deformes también. Sus uñas, antes pintadas de rojo, ahora eran largas y descuidadas. De pronto mamá empezó a hablar de mi abuela, a quien nunca mencionaba.

—Mi mamá siempre se enojaba mucho conmigo.

—No pienses en eso ahorita —ordenó Martha.

—La primera vez fue porque me fui de pinta. Estaba yo chiquilla y me dio con el cinturón…

—Mejor descansa —rogó Martha.

—Otra vez fue porque fui a la iglesia sin avisarle. En toda la noche no me abrió, dijo que no quería pirujas en su casa.

—¿Por qué nunca nos habías contado esto? —pregunté.

Martha me regañó con la mirada.

—Pero Dios sí existe, él la castigó —mi madre continuó hablando, como si no hubiera escuchado mi pregunta.

—Creo que está delirando. Voy a llamar al doctor —dijo Martha y salió.

—¿Qué le pasó? —pregunté, curiosa. El tema de mi abuela siempre había sido un misterio.

—Le cortaron las piernas… Yo la cuidaba pero ella no me quería cerca, por eso me fui tan chica con tu papá…

—¿Las piernas?

—A veces la empujaba en la silla de ruedas. Ella decía que tenía mucho miedo de morir. Decía que se la iban a llevar los demonios... Yo tampoco quiero que me lleven…

Demasiado tarde, pensé. Y sentí rabia por no haber huido del maltrato de mi madre. Había permanecido junto a ella hasta el final, quién sabe por qué.

—Ahí van…

Mamá miraba el techo, aterrada, como si hubiera visto un demonio.

—Ahí están… —murmuró.

—Tranquila, mamá…

Me arrodillé junto a ella, un velo gris cubría el iris de sus ojos.

—¡Martha! —grité, asustada.

—¡No subas los pies al sillón! —gritó mi madre, fuera de sí.

—¿Mamá?

—¡No me toques!

—Mamá, soy yo.

—¡No sé quién eres!

—Soy Thelma.

—¡Esa niña me recuerda a mí! Siempre me trae malos recuerdos.

Mamá volvió a mirar hacia el techo, suspiró y se quedó tiesa sobre la cama. Martha no quiso entrar al cuarto, se quedó de pie berreando debajo del marco de la puerta. Contrario a lo que siempre había imaginado, fui yo quien cerró con dulzura los ojos de mamá. Quizá no debí haber llorado, pero no lo pude evitar.