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Mis pensamientos sobre Adán y Eva en un supermercado

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Adán y Eva. Fotografía: Anna Peisl
Adán y Eva. Fotografía: Anna Peisl.

Recorría distraído los pasillos de un local con aires de supermercado, precisamente en la heladera de embutidos (enfrente a la sección de frutas). Días atrás había leído un breve ensayo de María Teresa Andruetto: “La escritura de Babette”, título que más que homenajear, agasajaba a una obra de la gran Isaak Dinesen. Clavé mis ojos en los precios remarcados, en las heladeras atestadas de bebidas multinacionales. Así fue como se hizo la luz para mí: esa rica concordancia entre la comida y los textos. “¡Claro!” me dije, “en la degustación y cocción, los textos, al igual que las comidas, tienen puntos en común”. De la cocina y de los libros podemos rescatar su carácter nutritivo; debemos aprender también que “Alumnus”, en latín según el Drae, significa “Alimentado”. Otra versión igual de interesante aunque tal vez prescindible, asegura que “Alumno” significa “sin luz” (“a” = sin, y “lumno” = luz). Aprendamos el alimento de los textos y de las comidas, para propiciarnos así un poco más de luz.

Ahora... en esos pasillos tan estrechos, ¿qué fue lo que le impulsó a mi cabeza a remitirse a La Biblia?

Me encontraba de pronto pidiendo permiso entre la gente con mi tarjeta de débito y un paquetito de milanesas de soja en mano. Primero pensé en el Apocalipsis, ¡pero qué libro simbólicamente complicado! Un olor delicioso a jabón en polvo me transportó a las primeras páginas del Génesis. Después, todos lo sabemos, el sopor de una fila interminable, el sonido de la radio. En ese momento, me salió al paso la imagen mental de Adán, Eva y la Serpiente. El precio marcado en números verdes, en el visor de la máquina registradora: 7,77$ (el precio de mis milanesas), y en simultáneo, la imagen mental de la manzana en manos de Adán.

Una mano hábil metió el producto comprado dentro de una bolsa blanca. Caligrafié mi firma engorrosa en un papelito que la cajera guardó. Tomé la bolsa con mis ojos en la puerta de salida: un perro callejero, flaco y negro jadeaba, aguardaba a su dueño inexistente. Escuché en ese instante que alguien se quejaba de los precios. En ese santiamén, la imagen mental y exacta de esa manzana silvestre, la misma que Adán llevó a su boca, la misma que nunca se menciona en viejos testamentos grabados hace siglos, en piedra y madera. Un viejo fruto amarillento a mi juicio, nada apetecible, sus formas sólidas. También el tallo rugoso que lo corona, las escasas semillas de su interior. Sus características que nada nos transmiten, nos sugieren en cambio un vergel de antigüedad y grandeza: de allí venimos. Y de ese fruto, nuestro destino común a cualquier hombre. En esa manzana está la manzana pero también la piedra inicial de todos los hombres: el sufrimiento, la vida y la muerte enlazados hasta el fin.

Primer mordisco. Imaginé los jugos de notas frutadas aunque ácidas, desparramándose sin permiso por las encías y muelas del Primer Hombre. Uno, dos mordiscos más. Por fin me dimensioné la mandíbula voraz, más de mono que de ángel; el vil alimento que bocado a bocado se abre paso por su garganta. Los jugos gástricos del hombre sin ombligo trabajando el pecado. Habrá sido —me dije mientras tomaba mi bolsita— una manzana tan rica como para justificar los crueles derroteros de generaciones futuras. Continué mi marcha oyendo el susurro de los autos. La manzana en la historia y en La Biblia, aunque allí nunca se la mencione, se trata de un producto básico, históricamente significativo, tanto como los mismos textos bíblicos.

Como ambulantes de este mundo, aprendimos de los libros: ellos me nutrieron, igual que los alimentos. Y para mi sorpresa, los alimentos y la preparación de ellos aparecen en muchos libros, son los símbolos nutritivos cercanos al mundo en donde te sentaste a leer esto. La manzana es la tentación; el pan, la austeridad. En The Buenos Aires Affaire, por ejemplo, Puig nos describe un gran sándwich que puede asfixiar a una persona: la comida como objeto criminal. En La Odisea, es recurrente el holocausto que los soldados de Ulises le rinden a los dioses: la comida como recreo, fragancias a orillas de un mar azul. En el Quijote, la comida se denota como un aliviador de una vida que raya con lo miserable. En la novela En busca del tiempo perdido, una de las más célebres magdalenas de la historia hizo que Marcel Proust lo lleve a recordar sobre su tierna y perdida infancia.

Entre los libros y las comidas prevalece aún una forma llena de memoria. Las interpretaciones, acorde a los textos, pueden resultar numerosas. En El banquete de Platón, hablan de lo que llamamos hoy “la media naranja”; antiguamente dos seres conformaban uno solo, así que podías ver existencias de cuatro brazos, cuatro piernas, cuatro ojos hasta que fuimos divididos por los dioses. La comida y la letanía de saber de dónde venimos.

Promediando su ensayo, María Teresa Andruetto nos comenta que en La sierva, de Andrés Rivera, Lucrecia utiliza la cocina como un espacio de poder, que de hecho lo es. En la cocina es donde está el fuego, en donde actúa uno de los cuatro elementos, el dominio del fuego como tal, la transformación a pleno en la vida de los antiguos, el elemento posible, la otra mano que trabaja en la composición de cualquier comida. El fuego es muchas veces el obrero invisible y principal en la producción de comidas. El elemento fuerte en este tema, el representante de la memoria.

¿Por qué el fuego y los textos nos evocan lo anterior? Letras grabadas a fuego en la memoria de los hombres evocando lo ancestral, el fuego como objeto para escapar de las tinieblas. Dicen los viejos más osados que a eso se le fijó la costumbre de contar historias. Después vinieron el papel y las imprentas, y estas historias comenzaron a conocerse ya lejos de los tizones afectuosos de un fogón, ya de modo más íntimo o interno. A la manera en que los hechos se registran hoy en los esquemas de la memoria humana. Puede que no lo sepamos, que osemos inclusive desmentirlo con palabras presumidas, pero, ¿quién sabe si la lectura de un libro sea, en alguna parte de nuestra mente, la reminiscencia recóndita de esa experiencia primera?