Artículos y reportajes
La violencia que la literatura no alcanza a describir

Comparte este contenido con tus amigos

Fotografía: Stephanie Maze

Uno de los grandes retos a los que se enfrenta un escritor en México, y en la mayoría de los países de Latinoamérica, es la carencia de lectores.

En el país existen numerosos programas institucionales, actividades de asociaciones civiles y campañas de medios para fomentar la lectura, pero en muchas ocasiones estas acciones están orientadas hacia el público equivocado.

No desestimo la labor de los promotores de lectura, en este país vivimos muchas personas enamoradas de las letras. Y muchos de nosotros compartimos esa pasión en la medida en que nos lo permite el resto de nuestras actividades diarias. Y digo “lo que nos permite” porque muchos debemos trabajar en empresas o proyectos que, en la mayoría de los casos, nada tiene que ver con la literatura, pero que remuneran de una mejor manera.

Muchas de las actividades que los promotores de lectura llevamos a cabo, aunque las hacemos con la mejor de las intenciones, son realizadas en escuelas, centros culturales o bibliotecas, porque ahí hay apertura y nos brindan facilidades para llevarlas a cabo.

En estos lugares existe ya un público cautivo que asiste con regularidad a los eventos, y que por lo tanto consume y disfruta de todo ello. No hay mucho que hacer por allá, ellos ya leen y lo disfrutan.

Pero, ¿qué hay de la gente que vive en las comunidades y en los pueblos? ¿Qué hay de quienes viven de manera errante?, ¿o de quienes viven en casas de cartón?, ¿para ellos también hay letras, también hay arte?

¿Cómo hago que un niño de la calle permanezca sentado para leerle cuentos, si lleva toda una vida con hambre, frío y sed?

Un empleado promedio, al menos en Yucatán, gana entre $500 y $700 pesos semanales. Con esta cantidad debe pagar servicios en casa —por lo menos luz y agua de manera mensual—, debe comprar la comida y solventar gastos extras de los niños, así como transporte. Entre comprar tres kilos de carne para el almuerzo de la semana o un libro, ¿tú que comprarías?

Los libros no detienen balas, no arropan contra el frío y, hasta el día de hoy, siguen siendo material inflamable. Esta es la verdadera violencia, la que viven los no lectores, que no lo son porque no pueden ni tienen con qué acercarse al mundo de los libros. Contra esta violencia, el papel y el lápiz no pueden hacer nada inmediato, pero las carencias que estos no lectores tienen sí requieren soluciones inmediatas.

¿Qué puede hacer un escritor entonces? Y no porque éste deba ser un abanderado de los derechos sociales o un vocero de los oprimidos, sino porque, en el último de los casos, al ser escritor y publicar espera ser leído, pero si no hay lectores.

Una posible solución es intentar que parte de la obra literaria se enfoque en retratar esta realidad, no para conmover de manera llana, sino para compartir la verdad y tratar de recrearla, para que su violencia se encuentre cara a cara con los lectores habituales, los que sí tienen para comprar un libro sin que afecte su despensa.

Otra acción que puede tomar el escritor es asimilar para sí mismo que los canales de comunicación están cambiando y aprovechar las posibilidades comunicativas que esto representa.

Con esto, no me refiero a enviar mails con power points llenos de cifras o pensamientos positivos, en la mayoría de los casos estos archivos ni siquiera llegan a ser desadjuntados. Como diría Frank Ilich en uno de sus escritos al respecto del ciberactivismo: “Que el e-mail y la literatura sean herramientas, perfecto, pero nunca la acción total”. No desacredito a quienes luchan desde la trinchera del escritorio y la computadora, ésta es una medida para llegar a grandes masas pero, ¿qué hay de esas, también masas de gente, que no cuentan con computadoras y mucho menos con conexión a Internet? Vamos más lejos, ¿qué hay de quienes no saben o no pueden leer por alguna limitación? ¿Qué pasa con los públicos específicos?

En las comunidades donde no llega el arte, es justo donde éste debe hacerse, pero no con un afán colonialista que intente imponer lo que creamos es canon, sino para rescatar el arte popular específico de la zona, las creencias y ritos de cada comunidad y hacer que éstos convivan con la realidad contemporánea. Ésta también es una forma de escribir y de leer el mundo.

Hay que escribir para los que no leen. Los que ya son lectores habituales no necesitan que les recordemos que deben hacerlo. El escritor puede, y tiene la opción, de dejar de lado el escritorio y emplear los soportes literarios actuales para acercar a todo público su obra, o al menos al público contemporáneo, sin que esto tenga que comprometer su obra al servilismo comercial, a menos claro, que así lo desee. (También puede escribir de todo esto desde un escritorio, era sólo una metáfora, en algún lado debe apoyarse).

Estoy convencida de que el arte y la literatura por sí solos no van a lograr cambios en el mundo, pero también estoy segura de que la implementación del arte, de manera seria y sólida, en la educación básica de cualquier sociedad, contribuiría a un desarrollo de la creatividad y seguridad emocional en quienes reciban esta educación, y lo haría aun más en quienes no cuentan con los recursos para hacer de la compra de un libro un evento cotidiano. El arte despierta al ser creativo en uno mismo. La lectura y los libros, como dice Michel Petit, en una frase ya muy conocida, son una especie de refugio y hospitalidad que se nos ofrece para llevar con nosotros, de ahí su discreto pero comprobado éxito al ser integrada la lectura y la escritura en terapias alternativas como la arteterapia. El escritor debe entender que su lugar hace mucho que dejó de ser la biblioteca o el escritorio. No vino a salvar el mundo, pero su obra, entre muchas cosas, puede llegar a ser en algún momento el eco de las preocupaciones de un lector desconocido, y tal vez a éste sí salvarle su mundo, porque lectores hay, lo que no hay es dinero para comprar los libros.