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“¿Qué es el Ente?” Dibujo a plumilla sobre papel de Rodrigo Valencia Q.
“¿Qué es el Ente?” Dibujo a plumilla sobre papel de Rodrigo Valencia Q.
Las máquinas también sudan y lloran

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La máquina, de hierro, acero o circonio, nació merced a la punta de un lápiz de grafito. Nació de la idea de Pitágoras o de Galileo, de Leonardo o de Platón. O de la ecuación de Einstein o la ambición de Gutenberg o de los afanes de Ulises o Marco Polo por llegar más pronto a Ítaca o Catay. Cuántos diseños y garabatos se han quedado sin llegar a tener vida de máquina o a gozar de una patente que les asigne un padre o dueño.

Dudo que de poder hacerlo, las máquinas acepten esta palabra ambigua para que se les designe con este nombre. Máquina es un objeto que ha sido diseñado para prestar un servicio en indefinida y determinada serie. Para mirar estrellas, para contar segundos, para fundir minerales, para coser vestidos o para destruir metales. Algunas empiezan a funcionar mediante la orden de una tecla o botón que se oprime. Por responder a este sencillo acto, su servicio se tilda de automático e irracional. Más bien así deberían llamarse ciertos actos de los humanos que parecieran máquinas que necesitan acicate para actuar. Pobres máquinas que no pueden pensar y disfrutar de lo que hacen. Aunque pueden vivir más de cien años y terminar arrugadas en un cementerio de chatarra.

Sin embargo, la palabra máquina tiene algo de misterio y encantamiento. En el teatro griego los trágicos introdujeron en la escena, para darle un toque de explicación a sucesos incomprensibles, la entrada de un dios que lo hacía de improviso y como caído de lo alto o producido por un ventarrón. Apo mechané theós o deus ex machina llamaron a esta cuestión. Desde entonces, se acostumbra decir que dios lo arregla, ante algo que es oportuno desenredar y no se halla la respuesta.

Máquina es, pues, una palabra que tiene un significado oculto detrás de láminas pesadas, tornillos, ruedas amarradas. Es un compuesto de masa encefálica, categorías aristotélicas, buena dosis de imaginación, muchas enzimas, arena, hierro, solidificación a fuego lento y una porción de azar. Cuando es nueva es muy costosa y aparece reluciente en exposiciones y bulevares de supermercados. Si envejece continúa su oficio aunque ve con el rabillo del ojo que pronto será reemplazada por una más moderna y eficiente.

Hay máquinas minúsculas, enanas, como el clavo o la puntilla o el chip o la pila de un reloj. Quien se acostumbró a usarlas no las aprecia en su justo valor. ¿Quién no tiene, para adornar la sala, un cuadro colgado de un clavo que soporta su peso y su belleza? Desempeña el mismo cargo que la pluma, palanca o polipasto para elevar un contenedor, un carro en el puerto o el hierro de la parrilla para dar piso en la décima planta a una edificación.

Todos los días usamos la máquina de afeitar, el cortaúñas, el cuchillo, el microondas, o la radio que recoge y transforma ondas en palabras y sonidos musicales. La máquina, así, se ha convertido en amigo y cómplice familiar con el que convivimos en este mundo de robots, iPods, jeringas y turbinas. Los niños expresan su alegría cuando los padres les regalan los power rangers o un nintendo o aunque sea un helicóptero o un trompo de colores que bailan riéndose. Los muchachos hoy no suspiran por tener casa propia sino por manejar un blackberry para mandar su jerga comprimida y trinar como cualquier ex presidente o estrella de farándula.

Uno disfruta como Verne tranquilo en ese Airbus grandote dotado de radar con alas y sensores de murciélago con uñas que señalan el blanco de la turbulencia o de la gaviota que puede perturbar el vuelo. Los operarios en las fábricas de plásticos se sentirán tal vez como lo hizo Jonás dentro de la ballena, manejando potentes extrusoras. Los ingenieros en las plantas nucleares pensarán que son dioses con un manojo de rayos controlando los ciclotrones que pueden desatar una catástrofe mundial si hacen fisión el plutonio o el uranio.

Yo soy feliz viendo cómo mi máquina tiene dos ojitos que me avisan cuando se despierta y empieza a activarse la memoria en el disco duro. Enciende luego la pantalla y me da la bienvenida y me muestra el inicio del servidor para que entre a mi correo. Tengo un almacén con más de cuatro mil archivos que no me cabrían en un cuarto de san Alejo. Me acompaña casi todo el día. Yo la consiento, aunque a veces la dejo encendida, gastando energía mientras salgo a almorzar, hago diligencias en la calle o me voy a dormir. Pero ella entiende y ahí me espera sin chistar. Cuando regreso, como un perro, me bate la cola y vuelve a repetir la bienvenida.

Las máquinas rodean la vida no solo de los ingenieros. Sirven a ejecutivos, autoridades, cocineros, amas de casa, abuelos pensionados, militares o delincuentes fuera y dentro de la cárcel. No tienen preferencia y parece que no tuvieran ojos ni conciencia para estar al servicio del bien o el mal, del experto, del bisoño o del tramposo.

Sin embargo, hay máquinas que sudan cuando las someten a largas jornadas y paran su trabajo para que les aseen sus axilas y les lubriquen sus tabiques con aceite. Algunas las hay que gimen y lloran cuando están cansadas. Chirrean y suenan como pajaritos heridos para que les alivien tanto roce que las hace poner rojas. Como lo hace el motor del carro cuando se recalienta y echa humo y hierve de rabia, o se sulfura la batería por falta de cuidado. El remedio es, entonces, muy sencillo. Darle mucha agüita e irse a tomar un mazato mientras se repone de su ahogo y del esfuerzo.

Las máquinas son como gatas mimosas que esperan que las tengan sobre tapetes, las guarden en su caja, les quiten los almizcles que se les pegan y les soben el lomo cuando se arquean. No puede alguien suponer que soportan el maltrato y mucho menos funcionarán como aquellos televisores que volvían a andar cuando se les trataba a golpes. Las máquinas siempre serán tiernas y nos lanzarán aquella mirada que nos invitó a comprarlas cuando las vimos por primera vez en la vitrina.

El primer homo sapiens de la historia se agarraría con asombro la cabeza con ambas manos al ver hoy tanta máquina al lado de aquella piedra redonda que echó a rodar la tecnología por el mundo. Jamás imaginó que llegarían Bell, Faraday, Marconi, el pincel de Picasso ni el cincel de Fidias o de Rodin, el genio de Sergey Brin o la magia de Bill Gates. Se asustarían de ver hologramas y robots diminutos que caminan con solo tocar o mirar una pantalla.

El Hombre y la Máquina, qué nombre tan bien puesto a la revista que muestra el ingenio que se esconde tras la ingeniería en la Universidad Autónoma de Occidente de Cali.