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Acapulcoholic

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Esa mañana, cansado de repetir desde hacía al menos cinco años la misma rutina, Heriberto Tejada decide hacer al fin algo con el hastío acumulado. Lo ha planeado desde meses atrás. La idea de escapar se le metió un miércoles por la mañana luego de discutir por vigésima vez con Karina, su mujer. La relación estaba fracturada, negarlo es tanto como esperar que un día las múltiples diferencias entre ambos desaparezcan como por arte de magia.

Mira su pequeño departamento, el hedor a orines es concentrado. La avería de su excusado hoy es el menor y último de sus problemas, Karina le pidió, al principio con delicadeza, luego exigido entre gritos y mentadas de madres, que llamara al plomero. El tufo es una pestilencia que llega hasta el pasillo, dos vecinos ya han puesto su queja al casero, la respuesta de Heriberto es la misma para quien se le ocurra fastidiarlo sobre el maloliente aroma, el plomero ha prometido ir antes de que acabe la semana.

Es de noche, Karina aún no llega del trabajo, esa semana le dijeron que su turno se extendería una hora más, a cambio podrá entrar un poco más tarde por las mañanas. A Heriberto le parece que la ama sólo cuando no la tiene cerca, le gusta pensar que no viven juntos como lo hacen desde hace 10 años. A menudo se ha descubierto masturbándose mientras piensa en esa Karina, no en la Karina que hoy vive con él y con la que pelea al menos seis veces a la semana. Aquella era mejor, no sólo tenía mejor cuerpo, tenía también un mejor carácter. Le gusta recordar sus piernas, la piel morena, el primer restregón que se dieron detrás de la puerta de servicio del bar. Aquellos tiempos están lejos, a Heriberto le parece que llevan más de una década de casados, ni siquiera tienen hijos, y ya está agotado.

Se levanta del sofá, ya no quiere estar un minuto más en el mismo lugar. Echa un vistazo final, piensa que aunque sea lo último que haga, tendrá la delicadeza de colocar en orden alfabético la correspondencia. Los sobres corresponden a notificaciones de cuentas pendientes, la mayoría con retraso. No piensa largarse sin siquiera pagar lo que consumió, después de todo, al menos eso le debe a Karina. Deja un buen fajo de billetes sobre el montón de sobres acumulados. La luz, el gas, el agua y hasta el servicio de Internet están cubiertos. El dinero estará bien invertido, piensa. Lleva casi dos años sin gastar en él un céntimo, como nunca ha sido un hombre que gusta ir de compras y de comer en buenos y caros restaurantes, ha juntado una nutrida cantidad de dinero. Toma una bolsa de plástico, adentro deposita el único par de tenis que le gusta, un modelo algo viejo de Nike en azul con pequeñas franjas diagonales en negro. Los coloca en el interior de la bolsa, quizá los tenis sean el único buen recuerdo que guarde de su matrimonio con Karina. Después de todo, ella se los regaló en su octavo aniversario.

Abre el ropero, mira sus camisas, todas son a cuadros, ni siquiera puede encontrar la única cosa que hubiera querido llevarse, una playera color amarillo que lleva estampada al centro del pecho la imagen de un tarro de cerveza mientras una mujer desnuda y con grandes senos la sostiene sonriente. Odia que Karina la tirara aludiendo que era de mal gusto y una ofensa para ella y todas las mujeres del mundo.

Se siente ansioso, como un adicto al que un buen día un cabrón se le paró en frente y le prohíbe a razón de putazos que vuelva a consumir de la misma porquería. Tiene que salir ya mismo del departamento. Cruza el umbral, no volverá nunca. Se encuentra solo y con una bolsa de plástico en medio de la calle sin saber muy bien a dónde carajos ir. Lo primero es bajar al metro, ya se le ocurriría bien qué hacer después. Camina un par de cuadras, la ventaja del edificio en donde está su departamento era la ubicación. Las calles siguientes son reconocibles, las ha caminado millones de veces, casi siempre de noche debido al trabajo. Una familiar mezcla de aromas parece darle una cortés despedida, huele a vómito, mierda, orines y alcohol, recuerda las primeras borracheras con Karina, aquella vez que peleándose a golpes ella resbaló luego de atorarse el tacón de su bota en la alcantarilla, o cuando, luego de comprar, hace unos siete años, aquella fabulosa lavadora de cinco ciclos de velocidad, habían contratado los servicios de una mudanza, había costado más subirla que el propio aparato, piensa que nunca, en esos siete años desde que la compraron, habían llegado siquiera a usar el tercer ciclo de lavado.

Llega a la estación; el vagón, como de costumbre, luce repleto de usuarios. Una joven, de unos veintitantos, sostenía sobre sus manos una revista de modas. La joven es atractiva, morena, ojos grandes, cabello ondulado y negro. Su blusa deja entrever unos senos pequeños pero firmes, el pantalón de mezclilla estrecha le hace ver unas nalgas frondosamente elevadas. No puede evitar mirarla, la desea. Se propone buscar una que se le parezca, tendrá todo lo que ha querido, es tiempo. Pero aún falta lo principal, dónde ir. Del otro lado del vagón, mientras hacía la primera parada, mira un letrero promocional, dice Acapulco.

Bingo, piensa Heriberto, no pudo elegir mejor. Irá al paraíso, si ya estuvo en el infierno, lo justo es que en el futuro lo pase bien. Mira el mapa del metro, está en la línea equivocada, espera la siguiente transbordación, son menos de seis estaciones. Al llegar, baja. Un par de cambios más y está a menos de quince metros de la terminal de autobuses. Entra. Pide un boleto a Acapulco, sin retorno y listo. Debe esperar unos veinte minutos, mira a su alrededor, no puede imaginar si los que están en las sillas de la terminal, al menos los que están cerca de él, vienen huyendo de una situación similar. Imagina la suerte de la mujer frente a él, le sorprende el exceso de maquillaje que lleva, su pelo luce algo grifo, su ropa y zapatos no tienen el mejor aspecto, están demasiado usados. Vuelve a ver su rostro, del lado izquierdo nota que hay una mancha morado-verdosa, supone que debe ser por un golpe que ha recibido. Quizá está abandonando a su marido, nunca se sabe qué mueve a la gente, detrás de Heriberto hay un hombre de unos cincuenta años, va con una adolescente, una niña de quizá unos 14 años. Lo correcto sería pensar que sea su hija, pero a Heriberto la idea de que sea un pedófilo y aquella sea una niña vendida le parece más afín. Cierra los ojos, quiere imaginarse lejos.

Cinco horas después se encuentra en Acapulco. El calor le provoca que sude sin parar, se limpia la frente, coge su bolsa de plástico. Quiere caminar, estirar las piernas, se siente como si nunca antes lo hubiera hecho. Sale de la terminal. El sol da de frente, todavía es de tarde, el aire huele a sal. Lo que mira le gusta, mujeres morenas semi desnudas recorren a pie las principales calles, sus caderas parecen entonar en ritmo alguna canción caribeña, lleva los dedos de los pies desnudos, así es como debe andar una mujer, piensa. Una mujer que se siente hembra no viste sus pies, los presume.

Quiere una cerveza, detiene a un desconocido de la calle, quiere que le recomiende un lugar dónde beber, el extraño, amable, le sugiere un par de bares, no están muy lejos según le dice. Heriberto se entusiasma, no puede esperar más, toma un taxi.

—Al Galeón —dice.

Llega en menos de cinco minutos. La fachada del bar es todo menos la de una embarcación, sube al segundo piso, desde donde está puede ver el mar. El mesero llega, Heriberto ordena una vicky. Aquél bar huele como su departamento, a orines, alcohol, mierda. No le da importancia. El mesero vuelve con la cerveza de Heriberto, la pone sobre la mesa. Sigue haciendo calor.

Heriberto quiere levantar su copa, será la primera vez que brinde por un puerto. Antes de tomar el primer trago, una mujer morena, de cabello ondulado y negro, con labios encendidos en un insultante y muy festivo rojo, se sienta a su lado. Heriberto lo sabe, seguirá oliendo a orines, alcohol y mierda esté donde esté.