Letras
“Al borde del camino”, de Marco Minguillo
Este cuento forma parte del libro Al borde del camino, publicado en Madrid en marzo del 2011.
Sueños, pesadillas y escondidas

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“Es otra noche más
de caminar
Es otro fin de mes
sin novedad
...Únanse al baile de los que sobran
Nadie nos va echar jamás...”

Los Prisioneros. Grupo de rock

—¡Oiga! ¡Oiga, usted! ¡¿Podría darme mis pastillas, por favor?! ¡Oiga!...

—Parece que no te ha escuchado, mi amor, insístele.

—Mejor díselo tú en un sueco más clarito. De repente no me ha entendido, esa condenada.

—Bueno, bueno, estate quietecito —se sobreparó, dio algunos pasos acelerados y conversó con una mujer rubia, quien bebía una copa de café, extraído de una máquina. Al regresar, dijo en tono airado:—. Toma, mi amor, la condenada sólo me dio una pastilla, a pesar de que le reiteré de que por tu dolor necesitabas aumentar la dosis.

—Déjala, amorcito, ella sólo hace su trabajo.

—Está bien, pero al menos debe mostrar educación, tratando a las personas con más respeto. Fíjate que cuando le hablé, ni siquiera me miró a los ojos. Me pareció arrogante e indiferente. Además, ¡cómo va a priorizar su café en lugar de tu dolor! ¡Qué demuestre al menos que representa a una autoridad y que tiene sentimientos y estudios!

*****************

—¿Estudios? ¡Qué va, Teresa! ¿Que tendrán que dejar sus estudios?

—Sí, Ana, sí. Mi Fabián y mi Celeste tendrán que abandonar los estudios.

—¿Y por qué? ¿Qué es lo que ha pasado?

—No lo puedo decir muy alto, tú sabes que aquí no se sabe si alguien habla o entiende español, pues hija.

—Habla nomás, Teresita. No te preocupes, acércate y dímelo bajito. Soy toda oídos.

—Es que nos llegó la negativa, Ana, y no sé qué hacer, estoy preocupada. Mis hijos, que eran mi esperanza, ya no pueden retornar a la escuela... y ellos se sienten muy mal...

—¿Estás segura de que tus hijos no pueden seguir yendo a la escuela?

—Claro que estoy segura, hija. Sabes, cuando nos llegó la negativa también nos cayó la policía y casi decimos adiós a Suecia.

—¿Cómo así? ¿Cómo así?

—...,...,...

—Habla nomás, Teresa, la gente no escucha. Además, el ruido del tren distrae a los oídos chismosos.

*****************

—¡Chismosos de m..! ¡Amor, esos son unos chismosos de m..!

—Amorcito, por favor, no digas groserías, qué dirá la gente. Dime, ¿quiénes? ¿Quiénes son los chismosos?

—Esos dos que están sentados en aquella banca de la esquina. Hace rato que nos están echando unas miradas raras.

—No les hagas caso. Tómalo con humor, de repente les llama la atención la forma en que caminas o te sientas... ¿Quién sabe si les atraes, amorcito?

—¿Atraerle a esos dos? Ni lo diiiigas. No son de los tipos que a mí me encantan. ¡No, no y nooooo! No me gustan los hombres chatos, ni mucho menos gordos.

—Cálmate, cálmate, amorcito.

—Tienes razón, mejor no pienso en eso —dijo y volteó el rostro, como dando una bofetada al ambiente, con su cabellera lacia, tersa, que le llegaba hasta los hombros y continuó diciendo:—. ¡Ni falta que me hacen sus miradas, jjuuuu! Me basta contigo. Además, tú sabes que me gustan los hombres como tú, delgados y con estilo.

—Qué agradable piropo, amorcito... Ya me está pasando el dolor. Gracias por acompañarme, no sabes cuánto significa para mí que estés a mi lado.

—Tú sabes que siempre estaré contigo. Imagínate todo lo que hemos pasado juntos. Eso me recuerda a la tía Enriqueta, la de la Perla, quien en las reuniones familiares y mirando las caras atentas de todos, decía: “Para eso estamos, para acompañarnos en las buenas y en las malas”.

—Qué tierna y nostálgica te pones.

—¿Te acuerdas cuando nos encontramos por primera vez?

—Claro, cómo lo voy a olvidar. Si fue una noche de enero, en el Fashing.

—¡Veinte de enero, amor, veinte de enero y justo a las once de la noche!

—Claro, un veinte de enero, hace cinco años. Me veo en la cola, iluminada con la luz de la luna, toda grandota ella, redonda, blanquísima. En tanto yo con el entusiasmo de entrar a bailar salsa. Recuerdo que estaba con mis amigos Alfredo, Manuel, Giovanna y Carmela.

—Ahora que los mencionas, ¿qué fue de ellos?

—No sé qué fue ni qué será de sus vidas. Les he perdido el rastro. Como en algún momento te habré contado, viví con ellos un par de años cargados de anécdotas, cuando recién llegué a este país y cuando teníamos arrendado aquel apartamento en Hagsätra. Luego de esa época he vivido en diferentes casas y he conocido a muchas personas. Pero sin embargo no olvido a estos primeros amigos. De la única que sé es de Giovanna.

—¿La colombiana?

—Sí, amorcito. Guapa ella, tenía el cabello largo, crespo y unas caderas que volvía locos a todos los que se le aparecían en el camino.

—¡Qué dices! ¿Por qué hablas así, mi vida?

—¡Pero no me vas a negar que Giovanna era hermosa!

—Tienes razón. Por qué negarlo. Tenía unas bonitas caderas y lindo cabello. ¿Ustedes tuvieron una buena amistad, no?

—Sí. Aunque cuando le salió la primera negativa me dijo que mejor se iba donde su prima, allá en Italia, ya que Suecia no le garantizaba la residencia, además que a ella no le gustaba el frío y la oscuridad de estos lares. Tú sabes, ella es de Cali, amorcito. ¡Cali, Cali, paaaachanguero! ¡Ohhhh, cómo me gustaría bailar una salsita con el grupo Niche!

—Ten cuidado con la pierna. ¡Dios mío, no la muevas mucho!

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—¡Deja de moverla para aquí y para allá, caracho! ¡No seas tan impaciente, Teresa! Anda, cálmate, cálmate. Deja la cartera aquí al costadito y cuéntame. Cuéntame qué pasó, mujer.

—Discúlpame, Ana, discúlpame. Es que me siento muy nerviosa por todo lo que estamos pasando, Dios bendito. Pero te cuento rápidamente. Hace como tres semanas que la Oficina de Extranjería decidió negar, por última vez, la apelación a nuestra solicitud de asilo y el mismo día que nos mandaron el bendito papel, llegó con un patrullero cargadito de policías. Esos tipos nos cayeron de sorpresa, a eso de las diez de la mañana. Menos mal que yo ya me había ido al trabajo tempranito y mi Fabián y mi Celeste ya estaban en la escuela.

—¿O sea que cuando llegaron los policías estaba la casa vacía?

—No, Anita, no. Te juro, por esta estampita del Señor de los Milagros, que Diosito estuvo de nuestro lado, pero no de Jorge con su mujer e hijita, de Jaimito que era un muchacho solo y de Francisco y Rita, quienes tenían planes de casarse. Imagínate que se los llevaron a toditos.

—¿Y por qué?

—Es que toditos estaban ilegales, pues hija.

—¡Noooooooooo! ¡¿Estaban ilegales?!

—No lo digas tan alto, Aaaaana, por favor, que hasta las paredes y los asientos tienen oídos, hija. Fíjate que yo, tanto tiempo viviendo con ellos y ni enterada estaba. Pobrecitos, Dios mío.

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—¿Dios mío? Qué va, amorcito, si hasta tengo dudas de que Dios exista, después de la odisea que estoy pasando. Y, para tu conocimiento, esta pierna sí la puedo mover. Mira, parece una rama soplada por el viento. Escucha cómo suena: toc, toc, toc. Y no siento nada, ja, ja, ja.

—Pero amor, cómo puedes decir que Dios no existe, después de todo lo que te pasó. Además, te puedes hacer daño. La fractura todavía no ha cicatrizado y recuerda lo que el médico te dijo, que tuvieses la pierna en alto, subidita, sin moverla mucho.

—¡Ay! ¡Ay! Ya están retornando las punzadas. Basta de bromas, basta de bromas. ¡Ay, ay!...

Para olvidar el dolor, recordemos nuestra primera noche, aquel veinte de enero en el Fashing.

—Está bien, sube más la pierna, así, así... Bueno, como tú sabes yo estaba escuchando el concierto de jazz. Pero cómo es la vida, ¿no? Apenas la función acabó, me dirigí al baño para arreglarme e irme a casa, y no sé cómo te veo parado, allí, con esa camisa tan pegadita y ese pantaloncito tan apretadito. Se me abrieron las ganas de devorarte en ese mismo instante...

—Amorcito, no exageres, que me entran las ganas de besarte. Muuuua, muuuua, muuuua.

—¡Huy, Dios mío, esos dos nos siguen mirando! ¡Bésame más! ¡Bésame! ¡Provoquémoslos!

—Muuuua, muuuua, muuuua. Huy, caramba, ya el resto de la gente nos está mirando. Mejor calmémonos.

—Ya me calentaste. Ya me calentaste toooodo, amor.

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—Se me calentó el pecho y el sudor me invadió desde la punta de mis cabellos, hasta ya sabes dónde, hija.

—¿Pero cómo así? ¿Y cómo así supiste lo que sucedió, Teresa, si es que se los llevaron a todos?

—Ah, pues, todo esto fue en realidad un milagro. Ponte a pensar que cuando la policía llegó y tocó el timbre, todos los inquilinos estaban en sus respectivos cuartos. Es que Rita y la mujer de Jorge trabajaban como yo, haciendo limpieza en casas y oficinas. Y los hombres trabajaban en restaurantes lavando platos. Tenían horarios variados, pero sobre todo trabajaban por las noches y llegaban tarde a casa. La cosa es que ese día, el único que estaba desayunando en el comedor era Carlitos, un buen muchacho, la excepción de los varones, ya que él trabajaba de peluquero y en ocasiones laboraba en limpieza. Carlitos estaba disfrutando de su desayuno cuando el timbre siguió sonando. Eso le pareció un tanto extraño, ya que todos teníamos llaves para entrar en la casa. Tanto ruido hicieron con esas timbradas que Carlitos, entre ofuscado y curioso, se levantó, caminó a zancadas, miró por el ojillo de la puerta y, de pronto, sus ojos se le agrandaron como dos enormes girasoles al ver a hombres rubios, altos, vestidos con uniformes azulados. Ya podrás imaginarte la cara del muchacho al ver a esos tipos, hija. Carlitos, todo flaquito él, regresó como una flecha y empezó a gritar a todo pulmón, avisando a los otros. Un tremendo caos se formó y realmente nadie, absolutamente nadie salía de su asombro.

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—¿Asombrarse? ¿La gente será tan estúpida que se asombra porque nos besamos? ¡Huy, esos no saben lo que es calentarse de amor, arder de pasión en forma pública!...

—Ay, ay, ay, parece que Diosito me está castigando. Me está doliendo la pierna otra vez. Necesito más pastillas. Anda, por favor amorcito, pídele varias tabletas a la condenada.

Se escuchaba el murmullo de la gente esparcida en esa sala grande, con trazos de nieve enmarcando los grandes ventanales.

Habló con la mujer rubia, quien ahora estaba sentada frente a un computador y parecía que comparaba la información de la pantalla con unos papeles que ella tenía al lado del escritorio.

Recibió una pastilla, llenó su botella plástica con agua mineral extraída de un recipiente que dormía al lado del café automático, echó un vistazo a toda la sala y retornó a paso lento.

—Amor, la condenada me volvió a dar sólo una pastilla, dice que no puede aumentar la dosis, ya que no debes dormir hasta antes de que te llamen.

—Maldita condenada. Si esas pastillas son sólo para calmar el dolor. Con ellas no me duermo. Pero gracias, amorcito, de todos modos, gracias. Ya me pasará, ya me pasará...

—Imagínate que ya llevamos esperando cerca de cuatro horas, y todavía no te llaman.

—Mejor, que se tarden. Así puedo disfrutar un rato más de tu compañía.

—Sí, no quiero pensar mucho en esto, pero qué le vamos a hacer.

—No te pongas triste. Tú sabes que pase lo que pase, siempre estaré contigo. Además, no olvides de ir a visitarme.

—Claro que sí, amor. Te visitaré. ¿Crees que tu familia lo comprenda?

—No lo sé, no lo sé. Pero eso ya no importa. Sólo sé que te quiero y lo que más deseo es vivir contigo bajo un mismo techo. Lo que digan mis padres y hermanos me tiene sin cuidado. Además, es bueno creer en San Martín de Porres y en Sarita Colonia e ir a misa los domingos, pero está bien culantro que no es para tanto. Ya basta del: “¿Qué dirá la gente?”. Al diablo con todo eso. Lo importante es nuestra relación. El qué pasara después, nos lo dirá el tiempo.

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—¿Y qué pasó después? ¿Qué pasó después?...

—Espera, Ana, espera. Esa viejita nos está mirando fijamente desde hace rato.

—¿Cuál viejita? ¿Cuál viejita?...

—La que está sentada dos asientos detrás tuyo. Es una viejita de gafas, con la cara de pasita. Está al lado de ese turco con bigotes de pizzero... ¡Pero no seas exageraaaada, Ana, para voltear!

—No te hagas problema, esa viejita tiene cara de sueca y le parecerá exótica la manera como hablamos. No te preocupes, no la mires y sigue hablando.

—Bueno, bueno. Si lo dices tú. Imagínate que... ¿En dónde me quedé, hija?...

—Ehhhh. Ah, ya, te quedaste cuando Carlitos gritaba despavorido avisando al resto.

—Okey. El hecho es, hija, que se formó una tremenda correteadera. Unos por aquí y otros por allá. La cosa es que ninguno entendía ni sabía qué hacer en aquellos momentos. En ese caos, entró la policía y este...

—¿Cómo así Teresa, cómo así?

—Pero, Ana, acaso tú no sabes que la policía tiene una llave maestra que sirve para entrar a todos los apartamentos.

—No, no lo sabía. ¿Estás segura de eso?

—Claro que sí, hija. Si eso lo comentan todas las personas que conocen de esto.

—Bueno, si es así, no me queda otra que seguir escuchando lo sucedido. Soy toda oídos.

—Te decía que este caso no fue la excepción. Ya que los policías tocaban y tocaban para ver si alguien abría, y como nadie lo hizo entonces, haciendo uso de la llave maestra, se metieron. Y ya te puedes imaginar ese escenario. Parecía la caza del gato y del ratón, hija. Pobrecitos mis amigos. Me da una pena pensar en esas circunstancias...

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—Sí, ya sé que son otras circunstancias, amor. Claro que lo entiendo. Y eso de “está bien culantro pero no tanto”, me gusta. Porque eso es cierto. A la vida hay que sonreírle, a pesar que nos da cachetadas todos los días. Pero el tiempo nos dará la razón. El tiempo nos dará la razón. Tómalo con calma, amor, y deja de mover la piernita, recuerda los consejos del médico.

—Ya me duele un poco menos. ¿Será el efecto de la pastilla o es que me alegra saber que me irás a ver más adelante, cuando pase todo este calvario?...

—Las dos cosas, amor, las dos cosas, ja, ja, ja.

—Imagínate que nos casaremos contra viento y marea.

—Así es. Nos casaremos, viviremos bajo un mismo techo y comeremos perdices. Cómo ansío salir de todo esto y concretar nuestro ansiado sueño...

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—¿Sueño... o pesadilla? Y pensar que una trata de concretar su ansiado sueño sin saber que éste puede convertirse en una terrible pesadilla. ¿No, Teresa?

—Así es, Ana.

—¿Será tan difícil intentar mejorar las condiciones de vida de uno y la de su familia?

—Así parece, hija...

—¿Y dime, al Carlitos también lo agarraron?

—No, hija. No pudieron hacerlo.

—¿Y entonces, cómo se salvó el bendito joven?

—El Carlitos, en su desesperación, mientras avisaba al resto, llegó hasta su cuarto, y como no encontró otra salida, abrió la ventana y se tiró al jardín de atrás de la casa. Cómo habrá caído el pobre muchacho ya que nosotros vivíamos en el segundo piso del edificio. La cosa es que lo único que el Carlitos recuerda es que voló como un pájaro y corrió y corrió hasta perderse por entre las otras casas.

—¿Y cómo te enteraste de todo esto?

—Huuuy, hija, a pesar de que este tipo de historias corren como un reguero de pólvora en el mundo latino de Estocolmo, no me enteré directamente por esa vía, sino a través de una señora uruguaya, que es donde Carlitos iba para cortarle el pelo. Fue ella la que llamó a mi celular, cuando yo estaba trabajando. ¿Usted es la señora Teresa?, me dijo. Sí, le contesté. Señora, ni se aparezca por su casa porque la policía, buscándola a usted y a sus hijos, ha hecho un allanamiento y el único que se salvó fue Carlos, el joven que vivía con ustedes. Él me dio su número de teléfono y me pidió que la llamase...

—¿Y has visto a Carlos?

—No, hija, lamentablemente no lo he visto. Pero la señora uruguaya me dijo que Carlitos estaba bien aunque tenía una pierna enyesada, pero estaba bien. Que el Carlitos me mandaba saludos, me dijo la señora. Qué tierno ese muchacho. Imagínate, hija, todo lo que se tiene que pasar por obtener el permiso de residencia en este país.

—Es difícil la situación, Teresa, es difícil... ¿Y cómo piensas hacer? ¿Vas a retornar a Lima?

—Que va, Ana, no puedo, realmente no puedo...

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—¡Claro que puedes! ¡Claro que podemos! Si realmente nos queremos podremos concretar nuestro sueño, aunque la realidad sea dura y, a veces, sólo nos regale malas experiencias, crueldad y frustración.

Una serpentina de sonidos empezó a fluir desde un parlante colgado al lado de uno de los ventanales.

—¡Amor! ¡Amor! ¡Espera, escucha! ¡Escucha! ¡Te están llamando!...

—¡Huy, ni lo digas, amorcito, ni lo digas!

—Sí, te están llamando. Escucha...

—Es cierto. Y allí vienen los ayudantes de la condenada.

—Cálmate, cálmate. Ya sabes que tienes que tener cuidado con tu pierna.

—Abrázame, amorcito, abrázame...

Se abrazaron fuertemente, olvidando las curiosas miradas de la gente, las largas horas de espera, echándose a la espalda los momentos de alegría y amargura. Tratando de disfrutar esos pocos segundos o minutos, esos relámpagos de tiempo que se estrellaban en sus ojos y en sus manos.

—Con cuidado, por favor, llévenlo con cuidado...

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—...Con cuidado es que debo andar yo, si no se me hacen trizas los sueños y el de mis hijos.

—Pero menos mal que siempre cargas tu estampita del Señor de los Milagros, Teresa...

—Así es, hija. No sé qué pasaría conmigo el día en que esta vieja estampita, que me la regaló mi comadre Angelita antes de venir a este país, se me cayera y perdiera. No quiero ni imaginármelo, hija.

—No te preocupes, las cosas mejorarán. Tú sabes que hay mucha gente en este país que se encuentra en una situación parecida, pero con el tiempo y de algún modo regularizan su situación.

—Ojalá que tus palabras se hagan realidad, Anita.

—Teresa, ya estamos en la T-central, me tengo que bajar.

—Yo también hago mi cambio aquí, te acompaño. ¿Oye, y viste cómo la viejita nos seguía mirando hasta cuando hemos pasado por su lado?

—¡Que va, Teresa! ¡Qué va! Eso es sólo tu imaginación. La viejita estaba hasta media dormida y el pizzero ya había desaparecido.

—Ése se bajó hace dos estaciones atrás.

—No te preocupes. Ya deja de estresarte en vano. No veas fantasmas en donde no existen...

—Bueno, hija, bueno, me calmaré, me calmaré. Pero para hacerlo de modo más fácil qué te parece si nos vamos a tomar unos cafecitos en el McDonald’s.

—¿Qué hora es?

—Las seis y media...

—Ah, no es muy tarde. El tiempo me alcanza para regresar a casa y ver mi telenovela del canal español que la pasa todas las noches.

—¿Entonces? ¿Nos vamos, Ana?

—Vamos.

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—No. Yo no voy. Él es mi pareja y yo sólo le acompaño. Por favor, trátenlo con cuidado. El médico recomendó que llevara la pierna en alto. Ah, y por favor, no olviden de darle sus pastillas...

—Estos gorilas qué toscos que son, por Dios. Lo llevan a uno como si fuera delincuente...

—No te preocupes, amor, no te preocupes. Deja de moverte. Te puedes hacer daño. Y no lo olvides: estaré esperando tu señal cuando llegues y apenas la reciba te llamo con las mismas, mi amor, mi cielo. Oigan, por favor, llévenlo con cuidadito. No me lo maltraten...

Los hombres uniformados, sujetando la camilla, cruzaron una puerta ancha que se abrió de par en par, automáticamente. Otros hombres realizaron su control rutinario, comparando papeles y rostros. La camilla desapareció en la oscuridad de la noche iluminada a brochazos por la magia de la nieve.

Treinta minutos después, tras los enormes ventanales, dando la espalda a la gente esparcida en la sala y, contemplando con nostalgia el despegue del avión, pensó:

“Dios mío, Dios mío, haz que todo salga bien. Que no le pase nada ahora. Ya bastante ha sufrido el pobre. Imagínate que se salvó casi de milagro, para que al final, luego de unos días, lo cojan en el tren por pasarse una maldita estación sin pagar. Tú sabes mejor que nadie que mi Carlitos es una buena persona. Por favor Diosito haz que llegue bien y que en un futuro cercano nos podamos casar. Ojalá, mi señor, tomes en cuenta la súplica de ésta, tu fiel y cándida oveja, llamada Rubén”.