Letras
Louis

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Entró en su nueva habitación y la observó detenidamente: una cama, un pequeño baño, una mesa adosada a la pared y un espejo empotrado a la misma.

La puerta se cerró y ella quedó sola en lo que podría ser su hogar durante mucho tiempo.

Se sentó en la cama y miró la pared hasta que el sueño vino a buscarla para llevarla a su reino de lo absurdo.

Al despertar, las frías luces blancas ya estaban encendidas. La mujer se levantó y fue al baño, donde se lavó y se arregló mecánicamente. Regresó a la habitación preguntándose qué haría ahora.

Se sentía lejana y vacía, sus pensamientos no parecían tener sentido... ¿O lo tenían y ella no podía encontrarlo? Pensó que tal vez nunca lo sabría, así como tal vez nunca saldría de esa pequeña habitación.

El hilo de sus pensamientos fue roto por una mujer vestida de blanco, que entró y depositó una bandeja con comida sobre la mesa y, sin decir una palabra, salió, dejándola sola y ausente, porque sus pensamientos habían sido interrumpidos y ella no sabía cómo reencontrarlos.

Algo después reaccionó —tenía hambre— y se sentó ante la mesa. Levantó los ojos y se vio a sí misma reflejada en el espejo que estaba en la pared, justo sobre la mesa.

—Buen provecho —se dijo, y bajó la vista.

—Gracias. Igualmente —fue la respuesta.

Alzó la cabeza, sorprendida de que alguien le hubiese respondido, y miró al espejo, donde ya no se reflejaba su habitación, sino un salón de un castillo antiguo, con tapices colgando de las paredes de piedra. En una esquina se veían una chimenea encendida y una mesa con flores y libros. En la otra, había una cama y una ventana, que permitía ver un hermoso cielo azul y la claridad de la mañana que empezaba.

Sin embargo, lo que más la sorprendió fue ver, justo frente a ella, a un hombre joven, de expresión afectuosa y comprensiva, realzada por una boca hermosa y unos ojos llenos de vida. Llevaba el cabello recogido en una cola que caía sobre sus sencillos ropajes.

Era sin duda quien había respondido a su mecánica cortesía, y evidentemente también se disponía a comer.

—¿Quién eres? —preguntó la mujer.

—¿Quién eres? —respondió la imagen.

—¿Cómo te llamas?

—¿Cómo quieres que me llame? —dijo el hombre.

—Un nombre hermoso... ¡Louis!

—Es bonito, gracias. Y tú, ¿tienes nombre?

La mujer negó con la cabeza. Louis sonrió y dijo:

—Entonces déjame ponerte también uno hermoso. A ver... ¿Te gusta Gabrielle?

Ella sonrió y asintió.

—Ahora que ya nos conocemos, comamos, Gabrielle.

Ambos comieron en silencio, observándose mutuamente.

Cuando terminaron, Gabrielle recordó que su primera pregunta había quedado sin respuesta.

—¿Quién..?

La mujer que había traído la comida entró nuevamente y se llevó la bandeja. Cuando Gabrielle miró al espejo sólo pudo verse a sí misma y a su habitación; ni rastros de Louis.

Gabrielle se asustó, temía no volver a verlo nunca, y llamó desesperadamente al hombre del espejo, al hermoso Louis.

Fueron en vano sus llamados y sus súplicas para que volviera; Gabrielle gritó y rogó hasta quedar ronca y finalmente se quedó dormida mientras lloraba.

Después de un rato —no sabría decir cuánto— la despertó una suave voz, que la llamaba:

—Gabrielle, hermosa Gabrielle, ¿Por qué lloras? ¿Dónde estabas? Me tenías preocupado.

Ella despertó y miró al espejo, allí estaba Louis. Gabrielle se levantó y se acercó. Él sonrió alegremente y ella olvidó el espejo; Louis estaba ahí, con ella, había regresado.

Estiró la mano, quería tocarlo, saber que era real, que no era un sueño. Pero sus dedos chocaron contra el frío cristal, no podría tocarlo. Cerró la mano y se echó a llorar, mientras él la miraba con tristeza y le decía:

—Gabrielle, Gabrielle; no llores, estoy aquí. Nos separa sólo un cristal, pero no importa, estoy aquí y no me iré. ¡Gabrielle, mírame, toca el espejo, pon tu mano contra la mía, mírame, no me iré!

Gabrielle se tranquilizó y lo miró. Él se veía tan hermoso, tranquilo y seguro que ella se sintió mejor; y recordó su pregunta nuevamente:

—¿Quién eres, Louis?

Él sonrió y le respondió:

—Un prisionero, igual que tú. Mi familia y amigos piensan que estoy loco, y por eso me han encerrado en esta habitación. Afortunadamente para mí, mi familia es noble, lo que evita que me amarren y me envíen a alguna cárcel para dementes. Y tú... ¿Quién eres, Gabrielle?

Ella lo pensó un rato, después bajó la cabeza y dijo:

—No lo sé.

—¿No lo sabes? —se sorprendió Louis—. Entonces déjame decirte que soy muy bueno inventando historias, por eso creen que estoy loco. ¿Quieres que te invente una?

Gabrielle se mordió los labios y sacudió la cabeza.

—No estoy segura —respondió.

—¡Oh! —dijo Louis—. Bueno, si cambias de idea aquí estaré para contarte tu historia.

—Gracias.

—No hay de qué.

—No, gracias por no ofenderte ni molestarte.

—Ah, no hay problema, me he acostumbrado, no te preocupes. Cambiemos de tema: ¿no tienes hambre?

—Creo que sí. Ya deberían traer la comida, ¿no crees?

—Tal vez...

En ese momento la imagen desapareció, y sólo quedó el reflejo de la habitación. La puerta se abrió y una mujer entró, dejó la comida y se marchó, en absoluto silencio.

Gabrielle miró la comida y dijo:

—Buen provecho.

—Gracias —contestó Louis, que había vuelto y también tenía una bandeja con comida sobre su mesa.

—Es una lástima —dijo.

—¿El qué? —preguntó Gabrielle.

—Que no pueda darte un poco de lo mío, me gustaría compartir mi cena contigo.

Gabrielle miró la bandeja y no pudo evitar algo de envidia: su comida era un plato de avena aguada y un trozo de pan, seguramente duro, mientras que la de Louis era pan tierno, queso, ensalada y frutas. Sin embargo sonrió y empezó a comer mientras él la miraba.

—¿No piensas comer? —preguntó Gabrielle.

—Me da pena.

—No te preocupes, no miraré.

—Gracias.

Comieron en silencio y enseguida entró la mujer y se llevó el plato. Gabrielle esperó pacientemente a que Louis regresara. Tardó un poco, así que fue al baño. Cuando salió, ya Louis estaba ahí.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó ella.

—¿Te gustaría que te leyese algo?

—Sí me gustaría.

Louis tomó un libro y empezó a leer. Leyó largo rato, hasta que las luces de la habitación de Gabrielle se apagaron, entonces terminó lo que estaba leyendo y dijo:

—Te ves cansada, Gabrielle, duerme.

—¿Y tú?

—También dormiré. Buenas noches —apagó las velas, a cuya luz estaba leyendo y se quedó mirándola—. Acércate —pidió.

Gabrielle obedeció, y esta vez fue él quien intentó tocarla, pero nuevamente el vidrio se interpuso y él gimió de frustración.

—No te preocupes, estoy aquí, no me iré —fue el comentario de Gabrielle.

Él sonrió tristemente, besó su mano y sopló hacia ella.

—Buenas noches.

—Buenas noches —respondió Gabrielle.

Todo estaba oscuro, la única luz provenía de la chimenea del cuarto de él. Gabrielle lo miró, sonrió y se quedó dormida.

Así transcurrieron los días y ellos hablaron, rieron y discutieron. Él leyó y tocó el violín para ella, ella en cambio cantó para él. Tenía una hermosa voz. Él quiso regalarle una flor, pero se encontró nuevamente con el cristal.

Siempre era lo mismo, se emocionaban y olvidaban el cristal, para siempre terminar sintiéndose frustrados por no poder estar juntos, ni tocarse, ni amarse. Porque se habían enamorado uno del otro, y sólo les quedaba el recurso desesperado de tocar el espejo en que se reflejaban la cara y las manos del otro, y besar el frío cristal donde estaban la boca y la piel del otro.

Un día, la mujer que llevaba la comida entró acompañada de un hombre.

—¿Quién eres? —le preguntó Gabrielle.

—¿No me reconoces? Soy tu esposo —respondió él.

—¿Cómo te llamas?

—Matías.

—¿Qué haces aquí?

—Vine a buscarte, dicen que ya estás mejor, y yo ya no puedo mantenerte aquí. Vine para llevarte a casa.

—Pero ésta es mi casa. Louis...

—Ven conmigo, nuestros hijos están esperándote, les hace falta su madre.

—¡No! ¡No estoy curada! No recuerdo nada, no sé quién soy, ni quién eres tú. No puedo regresar a casa, porque ésta es mi casa.

—Dicen que mejorarás pronto, que estar en un ambiente familiar hará más rápida tu recuperación. Vamos, ven conmigo.

Gabrielle corrió frente al espejo y llamó a Louis:

—¡Louis, Louis! ¿Dónde estás? Ven pronto, quiero que me cuentes mi historia, quiero que tenga un final feliz, donde tú y yo podamos estar juntos... ¡Louis, regresa, por favor!

La enfermera le dijo al hombre:

—Será mejor que se la lleve, si en su casa no se recupera poco podemos hacer aquí por ella.

Nada pudo hacerse por ella, al llegar a su casa buscó en todos los espejos, llamando a Louis. Nunca recuperó la memoria, no supo de sus hijos, su esposo o su familia, sólo buscaba a Louis en los espejos, pidiéndole que le contara su historia.

Finalmente la encontraron, muerta frente a un espejo, con un libro de historia en las manos, abierto en una página en la que había un retrato de un antiguo noble, de cabello negro y ojos verdes, de quien decía el texto: “Louis, el hijo loco de los condes De Sainête, se suicidó frente a un espejo, clamando: ‘¡Gabrielle, mi amor! ¿Dónde estás? Ven a mi lado, quiero contarte tu historia’ ”.