Letras
Comedia divina

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El hombre corpulento, que fácilmente podría pasar por un luchador, tomó entre sus manos regordetas la carpeta que le ofrecían. Lo hizo sentarse y pidió que le sirvieran un ¿café o té? Uno no sabe, vivimos en un mundo donde la mitad de la población quiere algo y la otra mitad le huye a toda costa. Lo llaman globalización, desaparición de las ideologías, caída del muro de Berlín. Mientras, el otro escudriñaba los gestos del hombre obeso desde unas cejas opulentas que le atravesaban la frente con un trazo áspero de caricatura vulgar. Usted debe saber sobre la masificación de las conductas. Esto ha sido profusamente estudiado por distintos intelectuales. Seguro que ha leído a Skinner. La secretaria penetró a la oficina ataviada con una minifalda roja adornada con incrustaciones de fantasía y un escote obsequioso donde tratan de escaparse dos enormes glándulas autosuficientes. ¿Café o té? Él dirige la mirada hacia un rincón donde se encuentran fotografías de personas que no llega a reconocer (Ernesto Sábato, Albert Camus, Boris Pasternak, ¿qué hace allí Marilyn Monroe?). Observa las piernas bien torneadas de la secretaria y se decide por el café. El gordo escoge un té con leche, como lo solía tomar mi abuela; era inglesa como la de Borges, por esa razón me acostumbré desde muy temprana edad a leer a los autores ingleses e irlandeses, ¿qué le parece Oscar Wilde? A mí me gusta muchísimo, fue un gran genio pero con muy mala suerte, las circunstancias de su vida resultan de lo más triste. Siempre me recuerda a Quiroga. ¿Qué es lo que más le gusta de Wilde? Yo no hacía más que darle vueltas al café con una cucharita de plata que tomé de la bandeja que dejó la secretaria sobre el escritorio (el golpe de la cucharita contra las paredes de la taza generaba un tintineo agobiante que por momentos sentí crecer hasta aplastarnos); hacía algunos minutos que ella se había marchado moviendo el rabito con vaivén pendular. Sólo en ese instante el gordo se distrajo de su conversación copiosa tras el nalgoteo despampanante de la joven. Sí, señor, esa muchacha es muy inteligente y por demás está buenísima, creí escucharle decir. Lo del Boom aplastó a más de uno. Es curioso que los escritores latinoamericanos hayamos tenido que vivir en Europa para poder comprender nuestra América. Sí, aunque Ud. no lo crea, yo también sufrí el exilio durante la dictadura de F... En París conocí a García Márquez, Cortázar, Alejo Carpentier, a quien llamaba cariñosamente Alejito. Resulta que ahora todo el mundo quiere inventarse un Macondo o una Santa María. Esa cuestión del Realismo Mágico y lo Real Maravilloso agota mucho la inteligencia de nuestras promesas literarias. Apenas publican un librito y ya quieren parecerse a los del Boom. De verdad que la secre está buenota, la imagino del otro lado de la puerta apretando las piernas calientitas e impregnadas de un olorcito sospechoso a Chanel Nº 5. Seguro que su jefe está detrás de un obsequio tan costoso. El gordo ladea la cabeza elevándola ligeramente hacia la derecha como el rostro escapado de un fresco del Greco; mientras, juega con un pedacito de hilo suelto en la costura de la manga de su camisa. Veamos entonces, dice, no sin antes observar discretamente el reloj. Levanta con las dos manos la pesada carpeta que debe contener no menos de quinientas cuartillas y piensa en los originales de Cien años de soledad, Conversaciones en La Catedral, La casa verde y el Manual de Técnicas del Bricolaje que una vez le regalara su padre allá en la lejana adolescencia. Le llamó la atención que la obra careciera de título; con una hojeada experta y rápida, comprobó que constaba de tres partes subdivididas en treinta y cuatro, treinta y tres y treinta y tres capítulos cada una, sumando un total de cien. Notó, no sin curiosidad, el arcaico nombre de Canto para cada capítulo. Decidió entonces leer el primer párrafo. Se me hacen confusas las imágenes en las que vuelan las obesas manos del editor y las nalguitas ovoides de la secretaria, su perfume a Chanel y el sudorcito que le corre entre las medias. Miro con insistencia las tapas verdes de la carpeta y los afanosos ojos del gordo que flotan en un denso sudor acre de elefante. Su mano busca la primera página, los ojos vuelan desplegando sus enormes alas de águila por sobre los bordes de la hoja, hasta posarse en una mayúscula configurada en Word, y comenzar a leer, por minutos que resultan eternos, hasta que cierra con fuerza la tapa de la carpeta con un plás que trae por los cabellos la atención del otro, siempre sumido en el limbo. ¡Cómo se le ocurre hacerme perder el tiempo con esta clase de broma tan desagradable! (El otro recordó minutos antes el ¿café o té?, uno no sabe, vivimos en un mundo... y las piernas de la secre, las fotografías irreconocibles en la pared...). Hubiera sido un poco más inteligente y me hubiera traído otra cosa. ¿Me toma acaso por estúpido? ¡Vaya a leer “Pierre Menard, autor del Quijote”! ¡Salga inmediatamente de mi oficina o no respondo por mis actos! Y diciendo esto, dio un fuerte puñetazo sobre las tapas verdes de la carpeta. El otro se levantó terriblemente consternado y atravesado por el asombro. Cuando llegó a la puerta escuchó a sus espaldas la voz aterciopelada de la secretaria: Señor, olvida su carpeta.

Una vez en casa cerró nuevamente sus oídos al reclamo insistente de su mujer que le recriminaba su encierro de meses en esa habitación sin permitir que ni ella ni los niños entraran a ver a qué dedicaba su tiempo tantas horas del día. ¿Cómo explicar entonces lo que ocurrió aquella noche lluviosa cuando un señor desgarbado, de nariz aguileña, requirió de tus servicios? Detuviste el taxi a la orilla de la acera, cuidando de no levantar el agua que se empozaba en los charcos del brocal y ensuciarle los tobillos del pantalón a tu cliente. La experiencia te advertía que no debías parar a esa hora y tomar ese pasajero, total ya venías de regreso a casa sin hacer un solo centavo, pero había que salvar la jornada. El hombre, con lentos ademanes postergados, abrió la puerta del vehículo y entró arrastrando consigo un tufo a cartón viejo. Saludó en lengua extraña que te recordó el italiano. Cómo llegó a tu casa, subió los peldaños de la escalera hasta el quinto piso como si estuviera flotando, y se acomodó en la mesa del cuarto de los cacharros a grabar con febril cursiva las 642 cuartillas que tú fuiste recopilando en una carpeta verde, y cuya magia arrastra al más desprevenido lector desde aquel primer párrafo que se inicia con la muda hache de “Hacia la mitad del curso de nuestra vida, me perdí en una selva oscura por haberme separado del camino recto. ¡Ah! Cuán penoso me sería contar lo salvaje, áspera y espesa que era esta selva, cuyo recuerdo renueva mi temor, temor más amargo que la muerte misma. Pero antes de hablar del apoyo que allí encontré revelaré las demás cosas que he visto” es algo que aún no puedes explicar a nadie sin que te mire con la lástima y el miedo de quien escucha a un demente. Pero las pruebas aún permanecen allí, una hoja sobre otra, atadas finamente con un lazo de tela de Holanda, bajo las manos de aquel extraño personaje cuya barbilla y nariz buscan unirse, a pesar de la soberbia boca que se les interpone.