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Ilustración: Affordable Illustration SourceLa generación sin sentido

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“El pensamiento huye como niña decorosa
de las mentes vacías”.

MED

Edmundo Chirinos, el ex rector de la Universidad Central de Venezuela, llamó en 1984 a los jóvenes de esa época la generación boba. Los argumentos que utilizó fueron que ese contingente humano se caracterizó por su superficialidad y falta de compromiso. Tiempo después otro intelectual definiría a la siguiente generación —la de los noventa— como la generación del bostezo. Los argumentos para tal etiqueta: la indiferencia y la falta de sentido de pertenencia para con los asuntos de la patria.

Definir a una generación es siempre una azarosa y comprometida tarea. Primero porque así como cuando el padre le dice al hijo: “¡Eres un malcriado!”, y en cierta medida descalifica su propio oficio porque quien lo ha criado es él, de la misma manera, cuando desde este lado del salón de clases, desde este lado del paraninfo, desde este lado de la vida, se califica a una generación, nos calificamos o descalificamos a quienes hemos sido responsables de su formación.

Yo formo parte de la generación de los 80 y nunca me sentí interpretada por las palabras de Chirinos, no soy boba, creo que nunca lo fui. Es verdad, la música había caído en una suerte de sueño inducido, la moda no tenía mayor sentido, colores fosforescentes que parecían más bien ropa para correr de noche, o en el mejor de los casos una penitencia auto impuesta poblaban nuestros closets. Crecíamos bajo el cobijo engañoso de una petro-república que como una perfecta máscara ocultaba la realidad de un país que disfrutaba una riqueza falsa. Nos formamos en las universidades con los “mariscalitos”, aquellos que en la primera presidencia del poco célebre Carlos Andrés Pérez se formaron en el exterior gracias al plan de Becas Gran Mariscal de Ayacucho.

Hoy somos nosotros quienes formamos a esta generación y es desde mi práctica académica que siento cómo esta, la de los finales de los noventa, tiene problemas más graves que los nuestros. Platón decía que el mundo perfecto era el de las ideas. Las ideas están por encima del mundo sensible y a él llegamos a través del pensamiento. El pensamiento como proceso, como disciplina solo puede llevarse a cabo a través de las ideas, y éstas son construidas por palabras.

Las palabras, esa envoltura inmaterial del pensamiento y la experiencia, permiten la gimnasia de la mente. Gracias a las palabras pensamos, gracias a que pensamos generamos ideas. Cada día nuestros jóvenes leen menos, adquieren menos palabras, y por lo tanto hacen menos gimnasia mental. Si el lenguaje, como capacidad de comunicarse y acto proferido por un hablante consciente, está de vacaciones, si el uso cuidado de nuestro idioma ha sido sustituido por un dialecto soez y llano, ¿cómo se podrá pensar?

Los jóvenes de hoy se dicen: ¡Te amo!, apenas al conocerse. Se declaran adoraciones a través de mensajes de texto, y nada tiene real significado. Ese “te amo”, no es lealtad ni entrega o alguna suerte de compromiso, es: “Me caes bien”. La palabra está vacía y el pensar de vacaciones. Si en una conversación formal los silencios y las pausas se llenan con frecuencia con expresiones escatológicas, no por irrespeto sino por ausencia de herramientas, ¿qué puede quedar para los momentos de reflexión, si es que entre el BlackBerry, el iPod y el Internet queda alguno disponible?

Austin decía que si se pretendía comprender los procesos del pensamiento humano había que analizar el lenguaje ordinario. ¿Cómo hablan nuestros jóvenes? ¿Qué se dicen? ¿Cómo puede haber comunicación sin palabras con sentido? Por esto, por este joven sin palabras, sin contenido, sin significado, me he atrevido, aun a sabiendas de que la responsabilidad es en parte mía, a calificar a esta generación como la generación sin sentido. Hay que llenar de significados las palabras, re-semantizar el idioma, hacer que usen las palabras y piensen. No importará tanto si las ideas que generen estén, desde nuestra perspectiva, equivocadas, ya la sociedad se encargará de falsearlas y debatirlas, pero que piensen a todo riesgo. Sólo en una mente ágil, poblada de palabras que se producen y reproducen, se construyen y deconstruyen, se llenan y se vacían, el pensamiento se prestará a dejarse conquistar en un cortejo fecundo.